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Marta, en la torre

 

El sol comenzaba a desaparecer tras los picos más altos de la cordillera del Cáucaso. El monte Elbrus, desde su impresionante altura, dominaba todo como un centinela siempre atento, firme e inmutable.

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—¡Descansaremos aquí! —gritó el jefe de la caravana al llegar a una fuente de agua.

La orden se propagó de boca en boca entre los integrantes de la caravana. Inmediatamente todos se pusieron en movimiento para pasar la noche.  Cada uno sabía exactamente qué hacer. Atar sus burros, sus caballos. Algún comerciante, venido de muy lejos, llevó sus camellos de doble joroba. Luego armaron sus tiendas de campaña algunos o simplemente extendieron las mantas al lado de sus animales de carga otros.

Cada noche era distinta. Todo dependía del lugar donde acampaban. En las primeras noches, muchos podían pernoctar en posadas, pero con el avanzar, los pueblos se hacían cada vez más distantes, menos poblados. Entonces se buscaba un refugio natural para protegerse del frío, siempre cerca de una fuente de agua, sea un río, un lago. Durante las noches se hacían guardias al amparo de los habituales ataques de animales. Y del peligro mayor: el siempre posible ataque de bandidos y asaltantes.

 

El camino se hacía cada vez más sinuoso a medida que avanzaban hacia el norte. Comenzaba la primavera pero las temperaturas aún eran bajas. El camino que transitaban volvió a habilitarse luego de los meses blancos. Durante el invierno, transitar por allí era prácticamente imposible. Las toneladas de nieve, el hielo y sobre todo las avalanchas impedían el paso.

 

Este fue el viaje que tiempo atrás programó Yusak.

—¿Ir a ver a Marta? —Selena se rascó la cabeza—. ¿Quién es Marta? ¿Dónde…?

Selena disparó varias preguntas apenas Yusak le dijera que en un mes emprenderían un viaje en caravana para ir a ver a Marta.

—Marta es una Centinela. Debemos ir a verla para que ella realice el proceso para que formes parte de… de… —Yusak pensó un instante— de la "Familia".

Selena entrecerró los ojos.

—Ah, el rito de iniciación… Entiendo. Pero… has dicho… ¿!!Viajar en una caravana!!?

Yusak, comerciante desde su nacimiento, era experto en miles de rutas marítimas y también harto conocedor de rutas terrestres para el mercadeo entre países lejanos. Lo mejor -y quizás el único modo de transitar los caminos atravesando el Cáucaso- era hacerlo en caravanas. No era posible recorrer esos caminos en soledad, o con pocas personas. Lo más seguro era que no llegaran a destino por varias razones: ataques de saqueadores, piratas, o simplemente asesinos. Por eso las caravanas estaban muy bien organizadas. Era un grupo de defensa. Ser parte en un viaje así tenía su costo. Bien pagando oro o plata a los caravaneros, o por trueques. Yusak conocía varias caravanas que pasaban por Phasis. Tuvo que seleccionar aquella que se dirigía hacia la zona norte del Mar Caspio pasando a través de la cordillera del Cáucaso. Un viaje largo y complicado. Aún para Yusak.

 

 

Hubo noches en que organizaban una comilona donde cada uno compartía su comida y bebidas: aceites, vino, pan duro, quesos, frutas secas, vino o cerveza y la siempre dispuesta carne seca. Todo eso se disfrutaba en medio de conversaciones, risas y bailes al ritmo de tambores. Siempre cantaban y bailaban. Selena se convirtió en una estrella por su forma de bailar y cantar. Les enseñó danza griega. Aprendió coreografías de oriente, y de múltiples pueblos indoeuropeos. La caravana representaba la perfecta unión de culturas. Griegos, persas, caucásicos locales, orientales. Selena solía hablar con ellos, continuaba aprendiendo lenguas. Junto a Yusak hicieron de amigos, gente de otras razas. Selena -haciendo uso de sus dones- conoció y visualizó vidas increíbles de tribus lejanas y maravillosas.

 

 

Luego de la orden del jefe, Yusak y Selena ataron sus caballos. Les dieron de comer y beber. Luego los abrigaron. Para pernoctar se acurrucaron en mantas. El viento frío del norte obligaba a todos a encogerse. Un viento que humillaba a los atrevidos que osaran transitar por la cordillera. El penetrante silbido del aire retumbaba en los oídos como diciéndoles que la tierra que atravesaban no era para débiles. Ninguno en la caravana lo era.

—¿Harás guardia esta noche? —Selena preguntó a su hombre, cuyo cuerpo estaba pegado al suyo, literalmente.

—No. Pero siempre estoy atento.

Se abrazaron más fuerte.

—Llevamos treinta y dos días de caravana —Selena hablaba en voz baja con sus ojos cerrados—. Debemos estar cerca, ¿no?

—Quizás en… —Yusak hizo un pequeño silencio en su cálculo mental— dos días dejaremos la caravana.

—Ah.. por suerte, porque ya no soporto la voz chillona del jefe.

Yusak ahogó la risa.

 

Esa noche no hubo fiesta. Todos se mantuvieron en silencio. Quizás por el frío cortante, o por el agudo chiflido del viento. Pero la verdadera razón era el temor por la leyenda que se conocía en esa región. Estaban muy cerca del llamado Pueblo de los Muertos.

Se narraba la historia de que en un poblado escondido entre las montañas del Cáucaso una peste enfermó a cada habitante, pudriendo su cuerpo lentamente hasta morir. Los que aún sobrevivían construyeron tumbas de piedra para dejar allí sus restos. Pero la peste fue implacable. El último en permanecer vivo fue un hombre de gran tamaño que con su fuerza sobrenatural construyó más de cuarenta criptas con enormes piedras de la montaña que él solo podía mover. Allí llevó los cuerpos de los últimos habitantes. Este gigante quedó solo. La leyenda dice que no pudo morir y que la soledad lo llenó de locura, con un odio profundo a todo ser vivo que pasara por allí. Que en las noches ese gigante recorre los caminos buscando viajeros y caravanas, para llevarse a la rastra hombres, mujeres y niños y enterrarlos vivos dentro de las criptas de piedras que él mismo construyó.

Selena pensaba en esa leyenda que la intranquilizó. Entonces tomó con más fuerza el brazo de Yusak y arrimó su cuerpo al de él.

—Si el gigante llegara hasta aquí… tú me vas a proteger, ¿cierto…?

La única respuesta que le llegó fue un fuerte resople de Yusak en su nuca. El hombre ya estaba roncando.

—Ah… bueno, me quedo tranquila… —dijo Selena antes de quedarse dormida.

 

 

 

La tierra que vio nacer a Yusak, al norte del Mar Caspio más de quinientos años antes, fue la cuna del caballo domesticado en la humanidad. Los caballos habían llegado a la estepa caucásica traídos desde la zona entre los ríos Tigris y Eufrates. Pero no fue un mero animal de carga para los esteparios. Ellos comenzaron a dominar la equitación y criaron razas para resistir las largas marchas sobre las inmensas planicies en el norte. La raza de Yusak creó un vínculo ecuestre tan fuerte como la propia sangre entre padres e hijos. Los esteparios lograron migrar hacia zonas más beneficiosas marchando hacia el oeste para establecerse como pueblos sedentarios, abandonando su origen nómada, guerrero y bárbaro, para dedicarse a la ganadería y agricultura. Toda esa cultura fluía por la sangre del hombre de ojos rasgados. Yusak siempre decía que haber nacido arriba de un corcel.

En Phasis, adiestró a Selena durante años con la cultura hípica. Ella se sintió feliz de poder montar. Los caballos que vio de niña en la isla no fueron muchos. Eran usados para carga, y eran poco aptos para atravesar las montañas de Kythnos. Para ello estaban los burros. La primera vez que logró galopar fue como volar. Su estado atlético y acrobático sorprendió a Yusak. Es que nunca antes él había visto galopar a un caballo con su jinete de pié sobre su lomo. Yusak nunca sabía qué esperar de Selena: ella no lo dejaba de asombrar con lo que hacía.

 

 

 

Esa mañana antes del amanecer, cuando la caravana marchaba a paso lento entre los sinuosos caminos montañeses, Yusak y Selena apartaron sus caballos. Se despidieron de los caravaneros con abrazos y fuertes palmadas para emprender solos un camino de piedras y tierra.

 

Solo se escuchaba el galope de dos caballos en la soledad en aquel camino de tierra roja en el Cáucaso, levantando una polvareda roja entre las montañas de la cordillera apenas iluminada por los primeros brillos del nuevo día.

El galopar de dos caballos de gran porte. Uno de ellos, un gran karachái de pelaje negro. Yusak montaba aquel semental con la destreza del experto, con la mirada fija en el camino. A su lado, una yegua kabardín de gran altura, corría al mando de Selena. La mujer griega también miraba atentamente el sendero con su rostro cubierto por un pañuelo.

 

Yusak estaba seguro que podían llegar a destino antes del anochecer. El camino enseñó paisajes maravillosos a los ojos de Selena. Poco a poco el verde comenzó a fluir por doquier. Bosques de abetos los recibieron mientras atrás quedaban los montes nevados de la cordillera.

 

Se detuvieron en un río, donde los cuatro descansaron, bebieron y comieron. Selena miraba todo, devorando el último sustento de pan y carne dura que quedaba en sus morrales. Al tragar el último bocado abrió los ojos y levantó la vista hacia Yusak.

—Lo siento mi amor… Llevé el último manjar a mi estómago.

Él se levantó, tomó la cantimplora y se arrimó al río para llenarla.

—No te preocupes. No hay necesidad de cazar. Estamos mucho más cerca de lo que esperamos. Realmente hicimos rápido.

Volvieron a montar para continuar el camino al trote. No era necesario correr. El sol estaba en lo alto, no había amenaza de mal clima. En silencio recorrieron aquella ruta. Nadie más transitó en todo el camino. Solo aves… y algún zorro que cruzó a toda velocidad

 

De pronto Yusak señaló algo a lo lejos. Selena entrecerró los ojos para enfocar lo que estaba apuntando. Por detrás de una loma asomaba una construcción pétrea, maciza. Una edificación compacta, monolítica. A medida que avanzaron, pudieron ver una torre completa, rectangular, de gran altura con solo un pequeño ventanal en la cima. Selena se estremeció. Le hizo recordar unos dibujos de obeliscos del Egipto que había visto de niña. Pero esta torre no brillaba como las ilustraciones en los papiros. Esta torre era sombría, oscura, como una celda de piedra que se elevaba al cielo, estrechándose para terminar con un techo en forma de pirámide. Una aguja pétrea en medio de las montañas. También le hizo recordar a los faros de su isla, pero aquellos faros irradiaban luz para los navegantes. Esta torre sólo irradiaba oscuridad. Detuvo su yegua.

—Por los dioses…. ¿Estamos en el… —tartamudeó un poco— en el Pueblo de los Muertos? ¿Son esas las criptas…?

Yusak arrimó el corcel a su lado. No le dijo nada.  Sólo volvió a señalar a la izquierda. Más torres aparecieron, todas con la misma característica. Compactas, rectangulares… ciegas.

—Tranquila Selena, es solo una leyenda. Me temo que este lugar ha dado origen al mito del Pueblo de los Muertos. Sigamos, son solo torres…

Ella respiró profundo. No era de temer ante lo desconocido, pero todo aquel marco de torres asemejando a tumbas, a prisiones, posicionándose a lo largo de todo aquel valle lo sintió como un ejército de gigantes pétreos que los vigilaba. El chillido del viento tampoco ayudaba a tranquilizarse.

—He visto tantos lugares maravillosos, y me has traído al punto más siniestro del Cáucaso…

Yusak rió.

—Tienes razón. La primera vez que estuve aquí también sentí escalofríos. Pero todo es diferente a cómo lo ves —taconeó su caballo y arrancó—. Estas torres nos protegen.

Selena arqueó una ceja, sospechando si él dijo lo que dijo en sorna. Por un momento pensó en dar media vuelta y regresar, pero aquello fue un instinto de niña. Le hizo un gesto a su yegua que comenzó un trote rápido para acercarse al gran karachái negro.

 

Yusak desvió el recorrido por un sendero que se apartaba del camino por donde venían, un viejo sendero cuesta arriba, de pendiente pronunciada. Los caballos soportaron casi sin esfuerzo la subida. Aquel pasaje serpenteaba entre las piedras y las torres. Selena miraba hacia los ventanucos en la cima de cada torre pero no vio a nadie asomarse. Se preguntaba si esas torres estaban vacías o si había alguien allí dentro que no quería darse a ver. Se sintió vulnerable. La marcha lenta los hacía un blanco realmente fácil por si algún arquero, desde alguna torre, les lanzara una flecha. Al ver a su hombre cabalgar tranquilo la tranquilizó. El sendero, que ya desaparecía bajo las patas de los caballos, llegaba a su fin. Las torres habían quedado detrás. Ella miró hacia atrás y el espectáculo la deslumbró. El pueblo de la muerte, como ella la llamaba, estaba debajo y se divisaban cientos de torres a lo largo del valle y colinas. El río y los bosques de abetos pintaron todo de azul y verde. El sol iluminó cada gota de aire. Repentinamente lo lúgubre se tornó luminoso. Entonces Selena percibió una energía de bien que provenía de más arriba. Miró hacia la cima de la montaña por la que iban andando. Allá arriba, como si fuera la imagen del Partenón en Atenas, se erguía la torre más alta en la cima del monte. La torre más impactante de las más de cien que había visto. Una torre de piedra clara, casi blanca y del doble de dimensión del resto. Se separó de Yusak y avanzó a más velocidad. Su yegua tropezó con una saliente. Selena supo que no era necesario exigir más a su yegua y se bajó. Continuó subiendo ese camino apenas contorneado a los saltos, de la misma manera que brincaba con sus cabras cuando las llevaba al pastoreo en lo alto de las colinas en su isla del mar Egeo.

Yusak observó sus movimientos. Volvió a admirarla. Supo que Selena logró percibir aquella energía que acogía en aquel punto escondido entre las montañas del Cáucaso norte.

Al llegar a la base de la torre se detuvo. Inmediatamente se arrodilló y apoyó su frente en la tierra. Una fresca brisa zarandeó sus cabellos negros y rizados. Luego levantó su cabeza y allá en lo alto observó el ventanuco. Selena se llenó de una energía que nunca antes había experimentado.

—No hace falta decirte que hemos llegado —dijo Yusak a sus espaldas—. Ya sabes dónde estamos.

Ella se puso de pie y comenzó a circundar la construcción.

—No sé exactamente qué es esto, pero la energía que siento es muy fuerte… es muy positiva —dijo mientras caminaba. Yusak la acompañaba—. Pero no hay nadie aquí adentro.

—¿Segura que no hay nadie?

Selena se detuvo, dio media vuelta para enfrentar al hombre, se cruzó de brazos, ladeó la cabeza y mientras levantaba una ceja le dijo con expresión de burla, pero no lo era:

—¿Podría yo decir algo así si no estuviera segura?

Yusak mordió su labio. Ella respondía con preguntas que hacen inútiles las respuestas. Recapacitó y dijo:

—Me han dicho que Marta estaría esperándonos aquí en la torre.

Entonces ella, ahora sí haciendo nítida la burla, le gritó:

—¡¡Ja!! ¡¡Ja!!  ¡¡Ja!!  —dijo cada monosílabo con pausa entre ellas—. ¿¡¡Tú, el gran Yusak, no sabes dónde está Marta!!?? Me he dado cuenta que todos estos años me has engañado como una niña con el cuento de… —levantó los brazos mirando hacia arriba— tu gran poder de encontrar personas!!!

Inmediatamente una risa estruendosa se oyó claramente a metros de distancia, tan fuerte que varios pájaros levantaron vuelo.

—¡¡Ja ja ja ja!! ¡¡Es verdad lo que me han dicho!! Ja ja ja ja ¡¡Esta mujer tiene poderes, hasta el poder de humillar al gran Yusak!!! Ja ja jaaaa…

 

De entre las ramas de un roble gigante, Selena y Yusak vieron caminar hacia ellos a una mujer espléndida, madura, de largo cuello, impactante cabellera dorada, vistiendo túnicas blancas. Apareció desde las sombras de un denso follaje verde, caminando erguida. Se le veían hermosos dibujos tatuados en sus brazos y en su cuello. En una de sus manos llevaba una rama como cayado. Selena quedó impactada con esa imagen, y el cayado de madera se le asemejaba a un cetro real.

—¡Marta! —gritó Yusak y corrió hacia ella. Se abrazaron muy fuerte.

La mujer miró directo a los ojos rasgados del hombre.

—Qué alegría volver a verte, mi amigo.

Inmediatamente Yusak tomó a la griega del brazo y la introdujo.

—Marta, ella es Selena.

Selena le hizo una reverencia

—Hola… Estoy impactada de verla —Selena lo dijo honestamente, ya que pudo sentir una energía muy buena, muy fuerte, que emanaba de esa mujer de cabellos dorados. Era la misma energía que sintió apenas llegaron a la torre.

—Eres hermosa Selena, pero deja de formalismos —entonces fue Marta que la abrazó.

—Yusak —dijo luego Marta con sonrisa burlona—, ¿es verdad que has perdido tu don de rastreo?

—Yo… pensaba que estabas en la torre —dijo el hombre tartamudeando.

—Ja ja… ¿piensas que estoy todo el día encerrada en esa prisión? Nunca, mi chiquillo, menos en un día tan hermoso como este. Amo ver todo el valle desde aquí, y me cobijo bajo mi amigo, este roble gigante. Desde aquí platico con las aves, con todos los habitantes de este universo. —Se dirigió a Selena y le dijo guiñandole un ojo— Y como buena centinela que soy, desde aquí vigilo todo sin que me vean —recogió su desgastado cayado del piso—. Vengan conmigo, hay otros amigos que hay que darle hospitalidad.

Comenzaron a caminar hacia abajo, donde estaban los caballos. Durante el trayecto Marta les preguntó cómo había sido el viaje, y mientras ellos le relataron la travesia, llevaron camino arriba al karachái negro y la kabardín hacia la torre. Marta abrió el portón de pesada madera. Apenas ingresó, Selena miró hacia todos lados. Lo vio como un enorme granero, o algo similar a un silo. Enormes paredes y un techo de madera bien alto. Solo había una pequeña ventana allá arriba. Bordeando las paredes, una escalera de madera llevaba hacia el nivel superior. Marta y Yusak acomodaron a los animales. Luego ella se acercó a Selena.

—Bienvenida a la torre. Deja tus cosas por aquí, luego las subiremos. Ahora caminaremos por ahí afuera.

Les ofreció a ambos sabrosas frutas y los llevó a recorrer los caminos que suelen transitar las cabras.

El cielo estaba azul, aparecieron suaves nubes que no lograban tapar el sol. Selena se sentó sobre una roca a observar el paisaje. Los caminos bajaban serpenteando colinas y allá abajo, las innumerables torres. Más abajo, el río y un bosque espeso. Marta se sentó a su lado.

—Selena, observo tu rostro y tu expresión al mirar todo esto. Sé perfectamente lo que quieres saber.

Selena la miró a los ojos. Quería tocarla para saber todo sobre esa mujer madura, experimentada, bellísima. Pero no lo hizo. No era el momento. Se limitó a preguntarle sobre el misterio de aquel lugar.

—Sí Marta, cuéntame de las torres.

 

—Mucho, pero mucho tiempo atrás, en esta tierra vivían montañeses, gente hosca, de poco hablar. Solo vivían del ganado y de lo que podían cultivar en terrazas que lograban construir. Pero a pesar de su estilo huraño y de pocos amigos, se formaron familias. Un pueblo comenzó a emerger. Construyeron sus casas con las mismas piedras que estas montañas le ofrecían. Eran felices, a su manera, claro. No hacían fiestas, no festejaban nada. Sólo vivían en paz y eso les era suficiente. Hasta que llegaron los salvajes. Gente de mal, indomables, violentos y asesinos por naturaleza. Nadie supo por dónde llegaron ni por qué comenzaron a atacar a los montañeses. Llegaban durante las noches, entraban a una casa y no solo robaban todo, sino que mataban a la familia entera. Lo hacían en una o en dos casas. Luego escapaban tan rápido como habían llegado. Pasaban semanas y todo se tranquilizaba. Pero ellos volvían en las noches, o durante las fuertes nevadas para robar y matar. Algunos montañeses se organizaron para buscarlos. Salían armados pero volvían al día siguiente sin novedades. Los salvajes no aparecían. Todos comenzaron a vivir con miedo, y algunos abandonaron sus casas. Pero fue un hombre, padre de nueve hijos varones, que una madrugada salió de su casa y gritó a los cuatro vientos. Algunos vecinos dijeron que las montañas devolvieron el eco de sus gritos durante días. De esa forma nadie dejó de escuchar sus palabras. Dijo que iba a destruir su casa y que con esas mismas piedras construiría una torre para que su familia se proteja. Con ayuda de sus hijos, hicieron la torre, sin ventanas. La familia comenzó a vivir ahí adentro, sus animales incluidos. En lo alto hizo una ventana, donde se podía vigilar. Si los salvajes llegaban, se les haría imposible entrar. Desde arriba les arrojarían piedras, aceite hirviendo, todo lo que sea para defenderse.

El pueblo entero admiró esa torre. Entonces sucedió lo lógico. Cada casa se convirtió en una torre. Algunas más altas, otras más compactas, pero todas lograron su objetivo: la defensa. En menos de un año, ya no quedaban casas en el pueblo. Solo torres. Los salvajes reaparecieron y volvieron a atacar, pero ya no pudieron ni siquiera escapar. Los huraños montañeses los aplastaron con piedras que le caían desde veinte metros de altura. Los salvajes recibieron lluvias de fuego y aceite hirviendo. Luego de un par de intentos, no regresaron más. Las torres quedaron. Las familias quedaron viviendo dentro de sus propias prisiones, sin siquiera salir en los meses de invierno. Todo el pueblo comenzó poco a poco a volver vivir en paz. Pero si antes eran callados y hoscos, después lo fueron aún más. Nunca más volvieron a salir de sus torres, ni se los escuchó reír.

 

Selena se estremeció al escuchar la historia. Marta no la estaba engañando, ni siquiera exageró nada.

—Dioses… —dijo la griega— y ellos… los montañeses…  ¿siguen viviendo ahí?

—Claro, pasaron muchas generaciones… Ahora puedo decir que son hasta amigables, si es que puedo subestimar la palabra amistad. Pero hoy salen de sus torres y puedes conversar con ellos. No mucho, claro.

Entonces Selena giró su cabeza y allá en lo alto vio la torre de Marta. Señaló hacia allá.

—¿Y tu torre? ¿Por qué es la más alta? También es distinta al resto…

—Buena observación. Fue la última torre en construirse. La hizo un hombre llegado de Sumeria, aunque no lo creas. Cuenta la historia que había sido un rey de una lejana ciudad amurallada de la zona de entre los ríos. Llegó con su familia y cuando vio el lugar repleto de torres le hizo recordar a su ciudad. Quiso ser rey de este lugar. Contrató a los toscos montañeses para que construyeran una torre en lo más alto del monte. Los obreros aceptaron, ya que este hombre traía mucho oro. El sumerio les pagó hasta con el último anillo que le quedaba, pero logró construir su propio fortaleza con el doble de altura que la torre más alta que había. Y con un mirador, desde donde podía ver las estrellas.

Al final no fue rey de aquí, pero fue muy querido por todos. Hasta que un día sus hijos se fueron a guerrear por otros continentes. Su mujer murió años más tarde. Quedó solo. Este rey de Sumeria se quedó viviendo allá arriba, en el mirador. La gente lo saludaba cada vez que pasaban por aquí y él les retribuirá el saludo. Hasta que un día no lo vieron más. Simplemente desapareció. Los montañeses entraron a la fuerza a su torre para buscarlo. Pero no lo encontraron. Muchos se entristecieron y a muchos les extrañó que se haya ido sin siquiera despedirse.

Selena se le quedó mirando, pensativa.

—Qué historias  fascinantes, Marta. Sé que son ciertas, pero por momentos me has hecho recordar esas noches en que mi padre me relataba cuentos antes de dormirme. Luego descubrí que esos cuentos eran relatos basados en hechos reales, a los que le fueron agregando fantasía. Pero nada de fantasía tienen estas historias de las torres ni del rey de Sumeria...

Yusak se les acercó y se sentó enfrente de ellas sobre el colchón de césped.

—Nada de lo que relató Marta es fantasía, Selena. Tú también has conocido historias tan asombrosas como ciertas entre los viajeros de la caravana…

—Así es —le respondió Selena—. Cada uno tiene una historia única. Cada uno de nosotros es una maravilla irrepetible. Somos estrellas con luz propia. Y cuando nos encontramos dibujamos constelaciones… —cerró los ojos y meditó un momento—. Esto me lo decía mi padre Cosmo, cuando de noche me llevaba a ver el cielo… —abrió sus ojos negros y extendió su mano para tomar la de Yusak—. Hay constelaciones que brillan más que otras, y doy gracias a quien ha logrado dibujar esta constelación que me une a Yusak… Sé que brillará por siempre…

Yusak se incorporó y la besó. Marta los observó con una sonrisa notable.

—Ah… cómo los envidio —río y se acomodó sus cabellos—. Ahora que los veo, me recuerda a las tradiciones de los caucásicos… Dime mi querido Yusak ¿Es cierto que has ido hasta las islas del mar Egeo a raptar a tu novia para traerla hasta aquí?

El hombre de ojos rasgados y ancha musculatura explotó en risa.

—¡¡Ja ja ja!!! ¿Cómo se te ocurre, Marta? —continuó riendo y volvió a sentarse sobre el césped.

—¿Raptarme…? —se cuestionó Selena.

—Te explico Selena —dijo Yusak—. Raptar a la novia es un sistema muy usado en estas regiones. La mayoría de la gente que vive entre estas montañas, son como los habitantes de las torres: montañeses rudos, hoscos, de pocas palabras.

Hijas hermosas, que las hay y son muchas, se convierten en tesoros escondidos por sus padres. Ellos esconden estas joyas para que ningún hombre pueda verla, no puedan desearla y mucho menos esposarla. Tú que vienes de Grecia deberás conocer la mitología de los cancerberos. Los hombres se convierten en esos enormes perros de tres cabezas vigilando y custodiando a sus hijas. Pero sabemos que la fuerza del amor es capaz de matar hasta dragones. Es así que los enamorados arriesgan su vida para raptar a su novia. Generalmente hay un acuerdo entre los amantes, y él llega a la casa de la mujer a caballo para escapar más rápido.

Marta rió.

—Cuando los vi llegar en sus caballos, por un instante imaginé que la habías raptado, Yusak.

Selena estaba deleitada escuchando historias tan entretenidas. Vivía un momento plenamente feliz. Apenas giró su cuerpo en la roca y estiró su mano para agarrar el brazo de Marta. No fue involuntario. Le atrajo el tatuaje en su piel. La mujer nacida en Kythnos y con dones sobrenaturales, estaba muy intrigada no solo por ese tatuaje, sino por saber todo sobre esa mujer de aura dorada, que llevaba un palo de madera como si fuera un cetro de reyes. Esa mujer cuyo rostro marcaba muchos años vividos. ¿Cómo era que no se mantenía joven, como sí Yusak? ¿Acaso decidió ser Centinela en tan avanzada edad? ¿De donde provenía…? Cuando la tocó se sorprendió. No pudo ver nada de su vida…

“¿Cómo…? No puedo ver nada… ¿acaso he perdido mi poder aquí en esta torre?” pensó. 

Marta supo lo que intentaba Selena. Simplemente, con esa sonrisa franca y tierna, la miró a los ojos, pero no dijo nada.

—El tatuaje… —Selena presintió que Marta bloqueaba su poder, por eso se apresuró a hablar y no afrontar el tema de los poderes—. Este tatuaje que llevas, es idéntico al de Yusak… ¿Cómo…?

—Yusak… —interrumpió Marta—, presiento que no le has hablado mucho sobre mí, ¿no?

El hombre carraspeó.

—No mucho…. no

—¡No me ha dicho nada! —protestó Selena.

—Selena —acotó Yusak—, cuando nos conocimos esa noche en tu posada me preguntaste por qué me había hecho este tatuaje, ¿recuerdas?

—Si.

—Bien, te dije que me lo hizo una mujer que conocí en Persia. Ella tenía este tatuaje de semillas y aves. Le pedí que me lo tatuara. Bien, esa mujer de Persia es Marta.

—Ah… entonces ustedes se conocen desde hace mucho tiempo antes…

—Más de lo que puedas imaginarte —le respondió Marta—. Lo conocí no en Persia, sino en un país mucho más al oriente, más allá del río Indo. Lo llaman India. Yo peregrinaba en forma errante conociendo culturas y religiones tan diversas, pero todos con algo en común: la creencia en dioses creadores del mundo. Conoci todo sobre un dios que era el llamado “El Protector” pues su misión era conservar al mundo cuando se hallaba amenazado por el mal, el caos y fuerzas destructivas. Fue en esos años cuando me crucé con Yusak.

Selena comenzó a recogerse el cabello para aliviar ciertas tensiones que le provocaba escuchar historias de tantos siglos vividas por esas dos personas sentadas a su lado. Marta interpretó la inquietud de la muchacha y le habló.

—Sé que te estamos aturdiendo con tantas historias, ¿no? Mejor es que volvamos a la torre, comamos un poco y puedas descansar. Los dos vienen de un viaje de más de treinta días en caravana… Eso agota hasta a los camellos más resistentes.

—Si Marta, será bueno descansar —le dijo Yusak.

 

Volvieron a la torre y subieron por la escalera hacia el nivel superior. Allí estaba la sala y la cocina. Dos pequeñas ventanas permitían la circulación del aire y la entrada de luz. 

Comieron un guisado que Marta preparó con antelación y lo calentó en una gran olla de hierro. Hablaron de temas de la vida ordinaria… Selena se sintió más cómoda y de mejor semblante con su estómago lleno. Habló casi todo el tiempo, de su vida, de su afición por el entrenamiento y las actividades físicas. Luego Marta los invitó a subir al tercer nivel. Un espacio de menor altura donde había mantas, almohadones donde Selena y Yusak pudieran dormir.

—Gracias Marta, eres la mejor anfitriona —le dijo Selena con la poca energía que le quedaba. Realmente necesitaba dormir.

Yusak se le acercó a Marta y le dijo en voz baja, tratando de que Selena no escuchara mientras descendían por la escalera.

—No he querido decirle nada sobre tí… ni sobre los centinelas… ni sobre las semillas…

Marta se sorprendió.

—Es extraño, pues tiene el don de poder de conocer todo con solo tocarte. ¿No te lo ha preguntado nada de todo esto?

Escucharon a Selena que les hablaba desde arriba.

—¡Los escuché perfectamente! No Marta. No le pregunté nunca nada… ni tampoco quise usar mis poderes para saber nada. Es que… las cosas deben saberse en el momento adecuado. Y ese momento es mañana… ¡Ahora hagan silencio que quiero dormir!

Marta sonrió y le dijo a Yusak, pero con el volumen suficiente para que Selena escuchara:

—Ella es muy bonita. Aparte, tiene una inteligencia brillante!

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