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“En las altas y oscuras tierras de Escocia”

 

Año 1034 DC

 

Nadie sobrevivió para contarlo. Niños, mujeres, hombres, ancianos y hasta los famélicos animales de granja sucumbieron ante la masacre bien organizada de los salvajes asesinos que esa madrugada de frío invadieron la aldea. Ni los enfermos, postrados en rústicas camas pudieron pedir clemencia ante la embestida fatal de hachas, espadas y puñales. La orden era clara: ningún sobreviviente. Cerca de cincuenta guerreros, una hora antes de que el pobre sol escocés asomara entre las viejas sierras de las “altas tierras”, avanzaron rápidamente y en silencio con el objetivo de no dejar a nadie con vida en la aldea. Derrumbaron las frágiles puertas de las no menos frágiles casas, y atravesaron con el acero a los campesinos que pronto iban a despertar, pero que nunca lograrían hacerlo. El movimiento de los atacantes estaba bien dirigido, casi ensayado. No hubo tiempo para la resistencia de su embestida. Tampoco hubo desorden en la tropa asesina, ni para la barbarie descontrolada. Las mujeres no fueron violadas, no se perpetró ningún robo, ninguno de los casi cincuenta guerreros gritó en la carnicería. Sólo se produjo un incendio en el granero, quizás originado por un desesperado intento de salir con vida de alguno de los aldeanos, pero sin éxito. El procedimiento no demoró mucho tiempo. Al terminar la operación, uno de los soldados hizo un gesto al resto de la tropa, que vigilaba el perímetro del caserío para que nadie pudiese escapar con vida. El responsable de la operación, bajó a la aldea cabalgando en su majestuoso corcel, con una lanza dorada en la mano derecha. Al paso de su caballo, miraba a diestra y siniestra dando órdenes de revisar toda la aldea para asegurarse de que nadie pudiese respirar luego de la masacre. Detuvo su andar luego de una centena de metros y bajó sin dificultad, aún sosteniendo el arma. Uno de sus segundos le indicó que ingrese a una de las casas. Una vez dentro, encendieron una lámpara de aceite para iluminar con suficiente claridad. Dos de los soldados arrastraron el cuerpo de un hombre al medio de la sala y lo desplomaron ante los pies del oficial a cargo. Éste se detuvo a observar aquél cadáver. Estaba cubierto de sangre, con claras heridas de que había sido brutalmente asesinado. El comandante se acuclilló para observarlo más de cerca. Luego de unos instantes de silencio, inclinó su cabeza hacia su derecha para consultar al soldado que estaba de pie a su lado.

—¿Está seguro que es Gilbert McLeod?

—Sí señor —respondió con firmeza y convicción.

El jefe de la tropa se incorporó. Acto seguido acomodó el cadáver y trató de descubrir el pecho en la zona del corazón, movimientos que realizó con su pie derecho, para no tener que tocar con sus manos el cuerpo maldito. Sujetó con firmeza la lanza que aún sostenía y la levantó, apuntando al hombre que yacía bajo sus pies. Con más furia que con fuerza clavó la lanza en medio del corazón.   La dorada y afilada punta atravesó el cuerpo y terminó incrustada en el piso de madera.  La ceremonia estuvo teñida de un misticismo irreal, enmarcada por el silencio y el respeto que presentaron todos los guerreros allí adentro.  Luego de unos tensos momentos quitó con fuerza la lanza desgarrando aun más el pecho del cadáver, dio media vuelta y se retiró. Subió a su caballo y se alejó galopando bajo el pobre sol que ya asomaba sobre el pequeño valle de las altas tierras de Escocia.  Detrás suyo siguieron su andar los casi cincuenta guerreros más aquellos soldados que custodiaban el perímetro de la aldea.

 

Nadie sobrevivió para contarlo.

¿Nadie?

 

 

A los dos días, el cuerpo que había sido atravesado por la dorada lanza comenzó a moverse en forma espasmódica.   Los movimientos poco a poco fueron perdiendo su dura firmeza para ser más suaves y metódicos.  Los brazos comenzaron a levantarse como buscando algo en el aire, cuando de pronto las manos encontraron la cabeza.  Se aferraron a ella tapando toda la cara.  Fue en ese momento cuando el hombre, que dos días atrás había sido asesinado y su corazón atravesado con una espada dorada, abrió los ojos.  Lo primero que vio, fueron sus manos manchadas con su propia sangre, ya reseca y sucia.  Las apartó de su cara y desde el piso observó el estado de su casa.  Dos cuerpos yacían a unos metros del suyo.  Uno de una mujer y otro de una niña.  Su esposa y su hija aún conservaban sus pálidos colores.  Debido al frío, el proceso de descomposición no se había iniciado.  Luego el hombre, que comenzaba a respirar pero con dificultad, se tocó el pecho y abdomen.  Las heridas aún estabas abiertas, pero no derramaban sangre. A la altura de su corazón figuraba una profunda herida, pero totalmente cicatrizada. Reconoció sus piernas y las comenzó a mover.  Las partes de su cuerpo reaccionaban a su voluntad.  Sabía que había perdido la fuerza y que no podría ponerse de pie.  Pero era cuestión de tiempo.  Las heridas, que no sangraban, le producían un fuerte dolor al respirar, tan fuerte como si en ese mismo momento lo estuviesen atravesando con el hierro.  Los recuerdos fueron reapareciendo poco a poco, rememorando los últimos momentos que pasó en familia, aquella última cena junto a su mujer e hija.  Su frágil humanidad se llenó de pena al comprender la situación.  Supo que habían venido por él, a matarlo de la única manera que se debía terminar con su vida.  Un viejo y secreto procedimiento que había llegado de alguna manera a saberse en aquella región.  Un viejo y secreto procedimiento que él mismo redactó siglos antes.

Al recobrar la fuerza suficiente se puso de pie.  Tambaleante aún, salió de la vieja casa y recorrió su aldea.  Lo envolvió el silencio total, interrumpido por el frío viento que soplaba, trayendo negras nubes que anunciaban otra tormenta en el valle.  Con el dolor de las heridas no curadas y con más dolor en su alma, abandonó aquel lugar que, muchos años antes, había elegido para fundar su familia.

El hombre, al que habían llamado Gilbert McLeod y que otra vez volvía a carecer de identificación, se marchó de las highlands para no volver jamás.

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