
“Las tardes de tereré”
En algún lugar de Sudamérica, año 1949 DC
El pequeño niño corrió a lo largo de la barrosa calle, casi destruida por las fuertes lluvias, hasta alcanzar la casa de su abuelo.
Aprovechaba el descanso que su madre solía hacer luego del almuerzo para escapar y encontrarse con lo que más anhelaba en el día. Nunca había sido reprimido por tal rutina; su madre sabía que todas las tardes, hasta que el sol se despedía, el pequeño pasaba horas escuchando a su abuelo. Al verlo entrar, el hombre abrazaba al niño y lo invitaba a beber sus fríos mates, el “tereré”, la bebida que habían adoptado como suya los habitantes de la colonia agrícola en la que vivían después de llegar a radicarse en esas tierras, varias generaciones atrás. Los dos se sentaban en la amplia galería que miraba al oeste y desde allí el abuelo le contaba historias hasta que el maravilloso espectáculo del crepúsculo anunciaba que se terminaba el encuentro. Pero sólo hasta el sol siguiente. El niño no hacía otra cosa que escuchar atentamente los fabulosos, increíbles y fantásticos relatos que su amado abuelo no paraba nunca de narrar.
Aquella lluviosa, calurosa y húmeda tarde, el chiquillo de fácil sonrisa y que ya presagiaba una animada verborragia, llegó con sus sandalias cubiertas de barro a la galería y se sentó en su silla. El abuelo, como siempre, lo estaba esperando. El hombre, de joven apariencia a pesar de los tantos años vividos, no podía ocultar una mueca de tristeza en su mirada. Su nieto, ya hábil en la percepción, lo descubrió y lo delató.
— Te pasa algo abuelo.
No era una pregunta la que formulaba. Era una aseveración. El hombre, con el mate entre sus manos, giró la cabeza hacia el niño y le dirigió un guiño cómplice.
— Sí, pero no se lo digas a nadie.
Ambos quedaron en silencio. El niño, mirando fijamente a su abuelo a la espera de una explicación. El abuelo, mirando el lejano y muy horizontal horizonte. Al cabo de un rato, tras chupar de la bombilla, enfocó la vista en el chiquillo y giró todo su cuerpo hasta quedar enfrentado.
—Hoy te voy a contar mi último cuento.
Las palabras del abuelo produjeron un quiebre en la joven voz de su nieto.
—El último... ¿y por qué...?
—Mañana bien temprano tengo que irme de la colonia.
—¿Vas a volver?
—No, no creo que retorne. Esta vez debo ir muy lejos.
El niño quedó un rato en silencio y luego preguntó.
—¿No nos vamos a ver nunca más?
—Eso de “nunca más” no se debe decir. Es muy probable que nos reencontremos.
—¿Adónde? —interrogó el chiquillo con angustia.
El abuelo volvió a chupar largamente del gran “tereré”.
—Te voy a contar el cuento de hoy.
Comenzó a relatar una historia de soledad y amistad, de arraigos y desarraigos, de encuentros y despedidas. La historia de un hombre que viajaba de un lugar a otro, donde conocía a mucha gente y luego debía alejarse, para encontrar a otra gente de otro lugar muy lejano. En cada puerto donde había estado cargaba la mochila de su alma con la amistad y el amor que encontraba en la gente buena. Luego desparramaba el contenido de su mochila en aquellos lugares donde las personas necesitaban de la bondad. Allí volvía a alimentarse de amor. Así peregrinaba por el mundo. Pero esta vez el último cuento del abuelo no tenía un final. El niño preguntó:
—¿Se muere el peregrino?
—¿Morirse? No, nunca se muere. Es que el amor que recibía lo alimentaba de vida. Mucha gente lo quería, lo amaba, pero sabían que tarde o temprano él iba dejarlos, que debía marcharse.
—¿Y él nunca quiso quedarse para siempre en un lugar?
—Sí, creo que era su más añorado deseo, pero no podía desprenderse de su misión, que era llevar amor en su mochila viajera. Ése era su destino.
El crío, con sus cinco años recién cumplidos, le robó el mate a su abuelo y lo chupó mientras el atardecer cambiaba de color el cielo.
—Así que ahora ya llenaste tu mochila y la vas a llevar a otro lado —le dijo mirándolo directamente a sus ojos—. ¿Hay amor mío allí dentro?
El abuelo rió a carcajadas.
—Si, claro que sí. Hay mucho más que amor tuyo aquí dentro — y señaló su propio corazón—. Hay ternura, respeto, amistad, comprensión. La mochila está totalmente cargada con vos.
Las últimas palabras desataron el llanto. El hombre se levantó de su silla y se arrodilló frente al niño. Ambos se abrazaron tan pero tan fuerte que parecieron un solo ser durante mucho tiempo y en el piso de la galería de la casa quedó la marca del calor de tal unión.
A la mañana siguiente, toda la colonia se reunió para despedir al hombre, aquél que los había traído a esas tierras sudamericanas desde un lugar tan lejano, con el objetivo de que encontraran la paz y el modo de vida que él les había enseñado. La madre del niño, contuvo a su hijo en su falda, para que no se escape con su abuelo. Ella sabía que ese día iba a llegar, como la mayoría de los pobladores de la colonia, y nadie detuvo la marcha del hombre. Se fue caminando, despacio.
Un viejo amigo suyo sentado sobre un descascarado tronco a la sombra de un sauce, tomaba su mate. Lo estaba esperando, con la paciencia de los que viven en paz. Sabía que no lo volvería a ver, mas la tristeza de la separación no afectó la sonrisa de su alma. Simplemente comprendía que su amigo debía seguir otra ruta, pero ningún camino por más lejano que llegara distanciaría la amistad. El hombre no demoró en llegar. Desde aquel tronco lo vio acercarse hasta que se detuvo a su lado. Depositó el mate en el piso de tierra, se levantó y lo abrazó. Sin apartar la vista uno del otro, el abuelo del niño le dio un papel que encerró en su mano. Un último abrazo y el viejo continuó la caminata por su propio sendero. Desapareció de la vista mientras avanzaba a través del recto camino que apuntaba hacia un lejano y muy horizontal horizonte.