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Capítulo 10

 

 

La Posada de 1820

 

 

 

Dion Belfeld abrió la puerta de la habitación 403, las luces se encendieron automáticamente, lanzó el sombrero que como un planeador aterrizó con suavidad sobre la almohada, fue hacia el espejo para mirarse con detenimiento y por fin respiró muy hondo. Se desprendió de la camisa manchada de sangre y la arrojó al piso. Observó su cuerpo, y pasó su mano por donde habían ingresado los proyectiles. Su piel estaba intacta, sin siquiera una marca. Menos de una hora antes tras balazos a quemarropa impactaban en su pecho y abdomen. Sólo quedaba el recuerdo del dolor punzante y luego el desvanecimiento momentáneo. Una vez más agradeció el poder que aún perduraba y que, una vez más, lo habían salvado de morir. Llevó su mano hacia el centro de su pecho, a la altura del esternón, como tratando de aferrar esa vasija que colgó de su cuello tanto tiempo. Una vasija que ya no estaba. “Las semillas van a volver” se prometió. Debía apurarse pues Iván, el periodista, lo estaba esperando en un sillón de la recepción del Libertador Hotel. Se desnudó, fue a ducharse.

 

El agua bien caliente cayendo sobre su cabeza tranquilizó al navegante griego. Siglos atrás, desde que comenzó a ingerir las semillas, Dion fue inmune a morir, exento de enfermarse, pero jamás perdió la vulnerabilidad al dolor de las heridas. Muchas veces se despertó en pesadillas donde lo atravesaban con espadas y lanzas. El dolor se recuerda siempre.

 

Lo que recordó bajo la ducha fue la historia del inmortal que Iván le había comentado en el viaje en taxi. Un hombre baleado, luego dado por muerto, y que volviera a respirar podría ser un caso inusual, pero bien podría tratarse de un centinela. O de alguno que poseyera las semillas. Era una posibilidad. ¿Quién es al que llaman “inmortal” en la cárcel?

 

Luego del baño, tomó su notebook y la encendió. Mientras se vestía buscó en Google los siguientes datos: “buenos aires” “barracas” “asesinato” “inmortal”. Se desplegaron varios títulos referentes a historias tristemente célebres, algunas etiquetadas como leyendas, hechos ocurridos durante el siglo XIX y a principios del XX. Solo por curiosidad leyó una nota que hablaba de recorridos turísticos en la capital argentina, visitando lugares donde espantosos y macabros crímenes se habían cometido. En su larga vida, Dion recorrió  varios “crime tours” en distintas ciudades y se sorprendió que en Buenos Aires comenzaran con esos itinerarios siempre fascinantes. Lo atrajo la lectura de la envenenadora de Montserrat, Yiya Murano, que asesinó a sus amigas con cianuro mientras tomaban el té en su casa. Los jueces le redujeron la condena y la liberaron una vez cumplidos diez años en prisión. Yiya, en agradecimiento, les envió una caja de bombones. Nadie se atrevió ni siquiera a abrir la caja. Dion continuó buscando. Encontró un crimen en Barracas y leyó atentamente la nota. Por celos, un hombre asesinó a una mujer en su casa. Para deshacerse del cadáver, la descuartizó en la bañera usando un serrucho y un par de cuchillas. Envolvió las partes en bultos envueltos en papel madera, y repartió los paquetes en varios barrios de Buenos Aires. El hecho ocurrió en 1955. Dion descartó la historia: no era la que estaba buscando. No quiso demorar más.  Se dispuso a cerrar la notebook, cuando de soslayo leyó el título en la última línea de la pantalla: “El extraño caso del inmortal en Ezeiza”.

 

 

Se terminó de vestir a las apuradas, sintiéndose culpable por haber demorado más de lo que había previsto. Cuando llegó al lobby, con paso apurado, pensaba encontrar al periodista con una expresión de pocos amigos. Pero no. Iván Ojeda conversaba animosamente con alguien en su celular.

 

—Ah, tengo que dejarte. El hombre del sombrero Panamá ya está aquí, pero sin sombrero. De nuevo te pido disculpas por lo de esta noche. ¿Si? —Ivan esperó unos segundos mientras avisaba a Dion con un gesto de la mano— Buenísimo, mañana nos vemos. Que descanses.

 

Dion Belfeld se acomodó en una silla a su lado.

—Siento la demora, te he hecho esperar más de lo debido.

—Por favor, no hay problema alguno. Imagino que algo habrás hecho. No cualquiera es baleado y se cambia de ropa en cinco minutos. Yo aproveché para conversar con una amiga.

—No quiero entrometerme… —Dion respiró profundo—.  Bueno, okay, de hecho lo estoy haciendo. Te escuché hablar con alguien y que le pedías disculpas por lo de esta noche. Deduzco que tenías una cita. Así que, buen hombre, dejaremos nuestra plática para otro momento —se puso de pié y estiró la mano para saludarlo—. Las damas siempre tienen la prioridad.

Ivan se quedó sentado, ni siquiera movió un músculo.

—Las damas tienen prioridad, es verdad. Comparto el mandamiento. Pero esta noche no es una noche más. No es el momento de despedirnos —le invitó a sentarse. Dion se acomodó y cruzó de piernas. Iván lo miró fijo y bajó el volumen de voz—  . Dion, fui testigo de un hecho que si lo cuento o publico es simplemente inverosímil. Pero sé que los milagros existen, y lo de hace una hora atrás fue eso: un milagro. Iremos a festejar que vos, nosotros dos a decir verdad, estamos vivos. 

—Lo que tú digas, es tu decisión. Pero… ¿por qué deberíamos ser tan egoístas y festejar sólo nosotros dos? Pues, anda hombre, anda, llámala y que se una a nuestra celebración.

El periodista abrió los ojos. “Tiene razón” pensó. Sabía que ese hombre de barba y pelo largo escondía un misterio, y como buen periodista de investigación, deseaba conocer su historia. Debe haber algo oculto en alguien que recibe tres balazos a quemarropa y no le queda ni un rasguño. Iván fue testigo. Él vio volar el sombrero Panamá por la calle después de un disparo.

—Hola, yo de nuevo —dijo el periodista hablando al celular—. Hay cambio de planes. Vamos a cenar.

 

 

La Posada de 1820 es un sitio inexpugnable. Un lugar histórico, que supo resistir a los progresos de la modernización urbana. Un poco de historia: en 1821, el presidente argentino Bernardino Rivadavia ordenó demoler las esquinas que estaban construidas en ángulo recto para formar la ochava. Mediante esta técnica, ampliaban la visibilidad en las esquinas, previniendo accidentes y sobre todo, evitar el atraco en donde el asaltante esperaba del otro lado para atacar de imprevisto a su víctima. Pero la esquina de lo que es hoy Tucuman y San Martin, pleno centro porteño, es un viaje al pasado. Por eso su nombre: La Posada de 1820 es volver a ese año donde las esquinas eran como su nombre lo indica. En su interior se respira y huele a cocina argentina, sobre todo para los que disfrutan de la buena carne asada.

 

Iván Ojeda y Dion Belfeld se acomodaron en la mesa del ventanal sobre la San Martín. El visitante llegado desde Nueva Orleans observó cada detalle del histórico restaurante. El altísimo techo con tirantes de dura madera, aquellos candelabros enormes colgados del techo los asemejaba a esos viejos castillos que viera en el medioevo,  las ruedas de viejas carretas y todo tipo de utensilios que colgaban de las vigas.

—Brindemos por el raro encuentro en este día repleto de historia argentina —dijo el periodista—. Esta tarde en San Telmo, rodeado de Borges y Sábato. Ahora en este lugar, esta vieja posada, donde pernoctaban y se reunían los libertadores argentinos hace doscientos años.

—Gracias Iván por tanta historia —respondió Dion.

 

Los dos levantaron sus copas y brindaron. Iván miró la hora en su reloj pulsera.

—Debe estar por llegar. Dijo que se iba a retrasar un poco, que comencemos a cenar sin ella…

—De ninguna manera —respondió Dion.

De pronto un aroma a rosas, a cítrico, impregnó la mesa con un toque sensual.

—¡Qué caballeros ! Aguantando su apetito hasta que llegue la dama, no?

Los dos levantaron la vista y vieron a Melina, que estaba de pie junto a la mesa.

No la habían visto llegar. Como autómatas los dos se incorporaron al mismo tiempo. Ella vestía simple con un jean, una remera clara, sandalias y su cabello suelto y húmedo.

—¿Siempre aparecés así de la nada? Comenzaré a llamarte Mi Bella Genio —comentó Iván, haciendo mención al personaje de la serie de TV de los años sesenta.

—Hmm, no no no —Melina se llevó la mano al mentón con cara de pensativa —. De genio no tengo nada.

Dion estalló en risas. Melina lo observó. Esa risa… esos gestos… había algo en Belfeld que a ella le resultaba familiar. Luego se acercó al periodista y le dio un beso en la mejilla. Del otro lado de la mesa, Dion la saludó inclinando el cuerpo hacia adelante, como el saludo reverencial japonés. Al instante él se dio cuenta que volvía a saludar como lo hiciera en Japón durante muchos años al vivir en la costa de Sendai. Este saludo sorprendió a Melina que inmediatamente juntó las manos y le respondió.

—Hajimemashite.

Iván los miró extrañado. “¿Qué está pasando aquí?” pensó.

—Perdón, los presento. Melina…Dion… —Ivan movió su brazo señalando a cada uno—. Pero… ¿qué dijiste Melina? ¿Jayiqué?

—Hajimemashite. Una de las pocas palabras que sé en japonés. Significa encantada de conocerte. Es que Dion me saludó como se hace en Japón, donde no se tocan.

—No dejás de sorprenderme —murmuró el periodista mientras los tres tomaban asiento —. ¿Dónde aprendiste japonés?

—Por YouTube, pero no lo hablo. Hace un tiempo vi varios tutoriales para aprender lo básico. Es que pensaba hacer un viaje hacia Corea y Japón. Al final no pude, hubo cambio de planes.

Fue el turno de Dion de observarla atentamente.

—Deberías ir alguna vez para allá. Es fascinante —le dijo.

—Entiendo que conocés esa región —infirió Melina.

Belfeld acomodó sus cabellos mientras hablaba.

—Así es. Tuve la suerte de recorrer la isla, navegar por el mar de Japón… Llegar hasta el sur de Corea entre islas de ensueño… Si… un lugar encantado. Por eso les digo que planifiquen un viaje hacia allá. Además, la gente es maravillosa.

 

Melina comenzó a interesarse en ese hombre, ese extraño amigo de Ivan. El mozo se acercó con una parrilla con brasas, rebosante de carne asada.

—Por favor, cómo huele esto —se deleitaba Dion—. Con razón la cocina argentina tiene la fama que tiene.

—No solo la comida sino los vinos —aportó Iván mientras servía el tinto en cada copa.

—Ah, y agrego el fútbol —comentó Dion—, los mejores futbolistas de la historia nacieron en estas tierras. Di Stéfano, Maradona, Messi…

—La pucha, se nota que sabés del tema. Es cierto. Todos recuerdan al Diego y a Lio, pero se olvidan de Alfredo Di Stefano. Es que, prácticamente, ninguno lo vio jugar. Pero no sólo tenemos el asado y el fútbol como embajadores. Premios Nobel en medicina y en química: Leloir, Houssay, Milstein. Dos Nobel de la Paz: Perez Esquivel y al primer latinoamericano en recibirlo: Saavedra Lamas, al que nadie lo recuerda casi...

—Y el primer Papa americano y el primero del hemisferio sur —Dion interrumpió a Iván.

 

Melina lo miraba casi sin pestañear.

—¿De dónde eres? —le preguntó directamente.

—Vivo en Nueva Orleans.

—Si, pero, ¿de dónde eres? —ella le volvió a preguntar lo mismo pero enfatizando la palabra dónde.

—Buena pregunta. Mi respuesta no es evasiva, pero me siento así: soy de la Tierra, de este planeta. El haber nacido en Costa Rica no me hace costarricense. Mi familia fue algo así como nómade. Los trabajos de mi padre lo llevaban de un lugar a otro. Mil cambios en toda mi vida, muchos lugares, demasiadas escuelas, muchos amigos que quedaron en el camino. Tiene su lado encantador, pero a la larga me di cuenta que adolezco de un sentimiento que la gente tiene y ama: el sentido de pertenencia…pertenecer a un lugar, un pueblo, un país. Yo los envidiaba, hasta me entristecía el ver a gente tan feliz gritando un gol de la selección de su país, o escucharlos decir que jamás abandonarían el puerto donde nacieron. Hasta que una tarde, más precisamente un atardecer en Portugal, viendo el sol enorme desaparecer en el Atlántico, me dije: Dion, no tenés que estar triste. Tu lugar es este. Tu lugar es el lugar donde estás ahora. Tu tierra es la Tierra. Y, créanme o no, desde ese día dejé de envidiarlos, y creció mi amor al planeta cada día más. Así es Melina. Soy de acá.

 

Iván y Melina se quedaron mudos por unos segundos. Al fin Iván rompió el silencio.

—Pucha, fue una buena respuesta, claro que sí.

Melina cambió de tema.

—Por favor, necesito que me cuenten qué les pasó esta noche —ella levantó el tono.

—Sobrevivimos —respondió el periodista.

—Detalles, Ojeda, quiero detalles.

—Dion Belfeld, este simpático señor que tenés delante tuyo, desde hace tiempo me escribe mails. Evidentemente mi blog de Raros Encuentros lo atrapó y quiso conocerme. Así que en sus vacaciones no tuvo mejor idea que viajar hasta este puerto del Río de la Plata y aparecer, de imprevisto, interrumpiendo mi trabajo en un bar de San Telmo.

—Hombre, si trabajas en la mesa de un bar, pues estarás acostumbrado a que te interrumpan.

—No siempre Dion, pero sí, tenés razón. Cuando salimos a caminar, dos tipos salieron de la oscuridad y nos asaltaron. Estaban muy drogados y cuando están así son muy peligrosos. Resultado: balearon a Dion. Tres disparos… Huyeron como ratas. Él quedó sangrando sobre el empedrado. Llamé al 101. Yo estaba desesperado, creyendo que no iba a sobrevivir. La ayuda llegó enseguida. Pero… pero… pero… —Ivan cambió el tono por uno sombrío— este señor apenas tenía un par de marcas, como arañazos de un gatito.

—¡Jodeme! —Melina abrió los ojos.

—La verdad, me gustaría joderte, pero no. Es la pura verdad.

—No hubo nada sobrenatural, si piensan algo así —continuó Dion—. No pasó nada, gracias a Dios. ¿Conocen al gran mago David Copperfield? Claro que sí. Copperfield nunca logró hacer magia, hablo de la verdadera. Lo suyo se basaba en el engaño. El “quiero que veas esto” y no la realidad. Luces, sombras, espejos, todo se transforma.

—Ilusionismo.

—Claro Melina. Los sentidos captan otra cosa que la realidad. Lo que me pasó hace un par de horas, para Iván fue una ilusión. No soy Copperfield, ni lo intento. Pero tantas peleas callejeras en los puertos donde he vivido me dieron la habilidad de moverme con mucha rapidez. Pude esquivar el impacto de lleno de cada disparo, pero me rozaron y sangré bastante. La calle estaba muy oscura. Esa fue la historia.

El periodista frunció el ceño pero terminó dando la razón.

—Okay okay… no veo otra explicación que ésa, así que… fue una ilusión, murmuró el periodista, como tratando de convencerse de la explicación. Levantó la copa—Brindemos por el nuevo Copperfield.

—¿Y a qué te dedicás? —volvió a preguntar Melina.

Belfeld volvió a sujetar su cabello en una cinta y sonrió.

—Soy algo así como el alma del Devil Went Down. Un bar en el corazón de New Orleans, a metros de la Bourbon Street. Allí me dedico a de todo un poco. No soy el dueño, pero soy algo así como un manager, un poco de barman, mesero, y además el dueño me da la oportunidad de hacer lo que amo: cantar.

—Gran blusero —agregó Iván—. Me ha comentado que ya tiene su propio público que se acerca al bar sólo para escucharlo.

 

De imprevisto Melina se levantó y fue hacia el mostrador. Los dos la vieron hablar con el encargado. Un momento después, se acercó a la mesa llevando una guitarra criolla.

 

—Esto no será el Devil Went Down, pero acá también cayó el diablo —Melina se acercó a Dion y le acercó la guitarra. —Y quiere tu blues.

Dion Belfeld se levantó, agarró el instrumento y riendo con su risa tan franca se acomodó en la silla.

—Será un placer, señorita —le dijo con su español cambiado con tono norteamericano, casi sin pronunciar las erres.

Ella se quedó a su lado, como admirándolo. “Necesito tocarlo” se decía. Al darle la guitarra, Dion la agarró por la caja y ni siquiera había rozado la mano de Melina.

—Transportanos con tu música —le dijo Melina mientras le daba una palmada en su hombro.

 

Ella quedó tiesa. Cerró los párpados. Su cuerpo tembló, apenas.

 

Dion la miró desde la silla, extrañado.

—Melina, ¿te sientes bien?

Ella abrió los ojos y lo vio. Sonrió con su más perfecta sonrisa.

—Sí, por supuesto. Estoy muy bien —y volvió a su lugar.

 

En un instante el murmullo dentro de la Posada de 1820 desapareció. Todos ahí adentro estaban pendientes de Dion. “Una que sepamos todos!” gritó alguien sentado en otra mesa.

—Este blues lo conocen —comentó Dion mientras comenzaba a hacer el punteo del primer acorde.

Ivan reconoció enseguida.

—¡Sweet Home Chicago! —gritó.

—Come on —comenzó a cantar Belfeld y poco a poco todos comenzaron a seguir el ritmo con los pies, luego marcando el compás con las palmas y alguno terminó bailando al lado de la mesa. Iván, que conocía la letra de memoria, cantaba a la par del blusero de New Orleans. Melina se sintió cautivada. Dion los observaba y sonreía al cantar. Por un segundo cerró los ojos, e imaginó que estaba en la Bourbon Street. Sonrió. Percibió que el diablo había caído en Buenos Aires.

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