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Capítulo 11

 

 

Un momento de meditación

 

 

Iván Ojeda cerró con llave la puerta de su departamento a la una y media de la madrugada. Estaba feliz, pleno, a pesar que le hubiera encantado pasar la noche con Melina. A ese día mágico le faltaba el postre con la frutilla encima. O mejor dicho: le había faltado el crocante y el baño de chocolate a esa enorme copa del helado artesanal que había pedido de postre en la Posada. Al entrar a su habitación, las tantas copas de vino le hicieron perder el sentido del equilibrio y se desplomó en la cama.

 

 

 

Una hora antes se había despedido de Dion con un abrazo en la puerta del restaurante.

—Nos tenemos que volver a encontrar —le dijo.

—Dalo por hecho.

—Cuando vuelvas de tus viajes al sur y regreses a Buenos Aires, llamame.

—Por supuesto, señor periodista —le respondió Dion. Luego miró a Melina y quedó un segundo detenido en el tiempo. Algo de ella le era familiar. —Encantadísimo de conocerla, señorita —y le tendió la mano.

Melina lo abrazó, volviendo a sentir una energía especial.

 

 

Iván Ojeda acompañó a Melina a su departamento en taxi. Durante el viaje, el chofer los ojeaba a través del espejo retrovisor. Ellos reían en el asiento de atrás reviviendo momentos y comentando anécdotas de la cena como dos niños excitados saliendo del cine hablando de la película. Tanto Melina como él estaban realmente mareados, casi con una borrachera que no llegaba a tal. Ella se disculpó por no invitarlo a pasar esa noche. Él no lo lamentó. Casi que estaba deseando llegar a su departamento y desparramarse sobre las sábanas, así, vestido como estaba. Sin zapatos, claro.

 

 

 

Arrastrando las medias como queriendo abandonar sus pies, el pantalón desabrochado y la camisa arrugadisima, Iván se tendió en la cama boca arriba con los brazos desplegados. Apagó la luz y se quedó mirando el cielo raso, cautivado por los reflejos de las luces que llegaban de la calle creando formas imprevisibles. Comenzó a respirar más pausadamente y aflojó el cuerpo. Estaba cansado, pero no tenía sueño.

 

Palabras, imágenes, gestos, sonidos y varias sensaciones ocuparon su mente. Entre tanto caos de pensamientos algo estaba clasificándose. Como un trabajo de investigación, cada detalle debía ser tenido en cuenta y encarpetado convenientemente. Todo está relacionado, pensaba. No supo exactamente qué estaba pasando, pero algo estaba sucediendo.

 

Lo mejor es que ahora descanse… me tranquilice… que disfrute de este momento pensó. Abrió los ojos. Una tenue luz azulada navegaba por el techo hasta desaparecer cerca de la puerta. Un bocinazo muy lejano, 18 pisos abajo, avisaba de algo que realmente no le importaba en absoluto. La madrugada del sábado transcurría casi en silencio.

 

El momento adecuado para pensar.

 

 

 

La vida tiene chispazos. Son inesperados. Se graban en la memoria con el calor de esa chispa. Algunos son más intensos, pero todos quedan grabados a fuego. Gracias a Dios tengo una pila enorme de esos recuerdos.

 

Algo me está sucediendo. No sé qué puede ser, pero siento que estoy formando parte de algo trascendental. No son fantasías. No me las creo. La realidad es lo que siento, lo que vivo. Nunca me dejé llevar por lo quimérico. Todo lo que alguna vez me pareció anormal, irreal, lo tuve que investigar. La ciencia de lo real.

 

Pero la pucha, che. Hay cosas a las que hasta hoy, no pude darle una explicación lógica. A ver…

 

El primer chispazo lo viví en el medio del campo. Aquella zapada de rock en plena noche en medio de la nada. Cantidad de músicos que llegaban en autos, en motos, y nadie dijo nada. Sólo hablaron sus instrumentos. ¿Fue irreal? ¿Fue un sueño? ¡Las pelotas! Todavía me acuerdo de cada compás. Nadie me creía cuando lo conté. O no me dieron bola, lo más seguro. Ahora bien, ¿por qué comencé a escribir en el blog? No sé, pero tenía que publicarlo en algún sitio. No tuve una razón contundente para publicarlo, y menos titulando Raros Encuentros al blog. ¿Fue un capricho? ¿O sólo comenzar a tomar registro de sucesos que no tenían una explicación lógica, o normal, por llamarlo normal?

 

Ahora que lo pienso tranquilo en mi cama, con más de una botella de tinto encima, la mente relajada, siguiendo las luces en el techo, siempre quise registrar en un cuaderno esos sucesos. En un lugar desligado de mi mundo periodístico y de mis novelas. Desde chico ya tenía algunos encuentros extraños, de gente que se me acercaba y me contaba cosas. Yo no las conocía, tampoco le preguntaba nada pero ellos se me acercaban y me contaban estas cosas como si yo fuese su confesor. Estaban realmente locos, así pensaba yo. Hasta lo sigo pensando hoy. Me relataban cosas que me parecían muy locas, muy inverosímiles.

 

Como esa mujer que en el bar se me sentó al lado y me preguntó si podía contarme algo.  A ver…  Yo todavía no había terminado el colegio, pero ella vino y me contó que una vez un ángel le había salvado la vida. ¿Cómo fue esa historia? Yo no me acuerdo bien, pero algo así que una vez ella iba caminando por la vereda, entonces una mujer se le atravesó en el camino y la detuvo. No me acuerdo que le decía pero al minuto un balcón de una vieja casona se derrumbó. Si ella no hubiese sido detenida por esa extraña, el balcón hubiera caído sobre ella. Me aseguraba que había sido un ángel, que era su propio ángel de la guarda la que le había salvado de morir aplastada.

 

¡Otra en un avión! El que estaba a mi lado me habrá visto leyendo algún libro interesante y el infeliz me interrumpió. Odio que me interrumpan cuando leo o escucho música. Pero ese tipo comenzó a decir cosas muy sacadas. Que venía de un país lejano en donde se acercó a una enorme carpa en medio de las montañas donde mucha gente, quizás miles, se acercaban a escuchar a un hombre. Este hombre no sermoneaba, no era un predicador, ni un hablador que en bellas palabras seducía a miles con utopías. Nada. Este hombre llegaba y solo les contaba un cuento. Luego se iba. Así muchos días, hasta que un día llegó, no contó ninguna historia y se fue, pero subiendo por una escalera de cristal que apareció junto a él y desapareció en el cielo. Pucha, qué historia.

 

Bueno, sí, hubo también otras… pero nada. Siempre las quise registrar en algún lado.

 

Fue ese concierto a los dioses en el medio del campo el que dio el puntapié inicial y comencé a escribir los Raros Encuentros. Realmente sé que fui testigo de algo extraordinario. Mientras estaba ahí, a un lado del camino, disfrutando ese concierto sentí una vibración extra. Algo me decía que no debía estar viendo eso. Me sentí un intruso. Fue como entrar de improviso a una ceremonia secreta, como espiar a través de una rendija de un tapial de madera. Por eso me retiré sin acercarme a esos maravillosos integrantes de la orquesta mágica. Googlée todo, pero no encontré nada que hablara de ese concierto. No pude contener el secreto. Lo debía contar. Hice el blog.

 

¿Y aquella historia de Miramar? Otra vez vi algo que otros no ven. No lo inventé. Amanda… la de la mirada infinita. Algo me movió esa mujer, y eso que ni siquiera hablé con ella. Después la dueña de la casa de chocolates me habla de Amanda ! Me relata los viajes de Amanda, que le dice que en un solo día va y vuelve de Japón y encima le trae un souvenir.

 

¿Y la historia de Ramiro? Esa sí que fue muy extraña. Ramiro, el que sabe vida y obra de cada uno. Ramiro y el super poder de saber sobre vos, como si entrara a tu cabeza y leyera todas tus memorias.

 

Otro que me contó fue Aníbal. Ahora que lo pienso mejor, ¿el mozo leyó mi blog y por eso me contó la historia de los que hablan telepáticamente?

 

Y si no me la cuentan, las escucho. La historia en Pueblo Esther… La mujer que se le aparece en la niebla, ¿un viaje en el tiempo? No sé, las historias están publicadas…

 

Hoy vi que disparaban a un hombre a mi lado, lo vi caer, lo vi sangrar… Ahora está sin un solo rasguño… Quizás mañana escriba sobre Dion en el blog… quizás… mejor …. mejor dejo de seguir las luces en el techo… mejor cerrar los ojos… mejor dormir….

 

Esto fue… un momento de meditación… Fin de la transmisión… Buenas noches Iván…

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