
Capítulo 3
En el bar
Siempre hay tiempo para ir a un bar. Siempre hay un momento en el que la vida pide parar un poco y desconectarse del mundo, aunque sea unos minutos. Para esto no hay lugar mejor que un bar. Puede estar ubicado en la zona más ruidosa, la más transitada, en esa esquina donde pasa de todo. Pero apenas traspasás las puertas y te sentás a la mesa -no importa donde esté ubicada- ves que el mundo ahí afuera sigue loco, girando a mil, gritando. Pero ahí adentro, en el bar, el tiempo se detiene. Todo entra en modo pausa.
Iván Ojeda amaba los bares, sentarse a mirar por los ventanales, oler café, tomar un capuchino. En San Telmo se ubicaba su café preferido. Un bar histórico, el Plaza Dorrego. Ubicado ahí mismo en esa plaza ícono del barrio, con más historia que cualquier museo. Desde cualquier mesa se ve la vida en la plaza. En sus largas caminatas -caminar es una de sus pasiones, como correr- llegaba hasta el corazón del barrio San Telmo para tomar un café, sea la hora que sea. Su preferido: el capuchino. Aunque muchas veces pedía el irlandés. De todas maneras, los mozos, que ya lo conocían bien, jamás podían decirle “¿Le traigo lo de siempre’” porque podía ser un café doble, un cortado, uno en vaso, en jarrita… Impredecible.
Esa tarde su mesa preferida estaba ocupada. No era la primera vez que debía ubicarse en otro lado. El mozo se le acercó, y le dijo por lo bajo:
—Ya se va... Aguante un par de minutos…
—Sos un groso, Aníbal. Mientras preparame el capuchino.
Del bolsillo interno de su saco Iván extrajo la libreta electrónica. Era su herramienta de trabajo donde garabateaba ideas, hacia notas que luego enviaba por mail al diario, hasta grababa entrevistas. Mientras corregía una nota, el mozo Aníbal se acercó con su pedido en la bandeja.
—Señor, ya puede ir a su mesa. El café se lo dejo allá.
El periodista levantó la vista y vio que “su” lugar ya estaba libre, ahí al lado de un ventanal, la última mesa. Se mudó hacia el sitio más cómodo para estar, trabajar y observar. Sentado, con la pared detrás, tenía la panorámica completa. No teniendo a nadie a sus espaldas ni en zona de paso. Era el “espacio VIP” del bar.
A los cinco minutos, Aníbal se le acercó despacio, como pidiendo permiso.
—Disculpe… Sé que lo interrumpo.
—Pero por favor Don Aníbal, no interrumpís nada.
El hombre canoso y bastante calvo, se paró a su lado, erguido.
—Yo sé que usted es escritor y que gusta de las buenas historias. Tengo una para usted. ¿Puedo…?
Ojeda dejó la libreta sobre la mesa, se acomodó, tomó la taza y cuando se la llevaba hacia la boca, le dijo:
—Comience.
Una vez que Aníbal concluyó, el periodista tomó su libreta y comenzó a escribir.
Esa noche, desde su notebook, Iván agregó un cuento en su blog.
Compañero de silencios locuaces
Bares hay cientos, miles, bueno, son incontables. Pero siempre hay uno que elegimos como nuestro. No importa si es más lindo, o más limpio, no… Tiene ese toque que hace que lo adoptemos. Y muchas veces ese toque es cómo nos atienden. Por eso el mozo se convierte en el anfitrión, aquel que nos invita a su casa y nos sirve como si fuéramos el único cliente que va a al bar.
Se me hizo amigo con charlas del clima, del tránsito, de fútbol, de mujeres… charlas de amigo… No pienso revelar sus pasiones, ni sus secretos, pero esta historia… esta historia debe ser escrita. Y acá va:
… Yo tengo una historia amigo…! No me va a creer, mire lo que le cuento: hace mucho -años, digo- llegó al bar una mujer, petisona, flaquita pero morruda, pelo corto, vestida normal le diría… o sea, nada a la moda ni llamativo ni ajustado ni colorido… uno se acuerda de ella sólo por sus ojos. Entró, fue directo a la caja, y dijo que quería venir a cenar todas las noches a las 22.15 (con una tolerancia de 15 minutos), un menú consistente en pescado -de cualquier tipo y preparado como nos parezca-, con una ensalada tricolor y con un “pancito pequeño”… (no un mignon o un Felipe, dijo!!!), con un litro de agua mineral “natural” y un limón. Que iba a pagar por adelantado siempre el primer día de cada mes… Y así fue.
Llega, se sienta en una mesita pequeña, siempre dando el lado izquierdo a la ventana. Come, y se va antes de las 12 de la noche. SIEMPRE. Ni la lluvia torrencial, ni las brutas tormentas, ni los apagones la detienen. Esto ya de por sí, es llamativo. Pero pasa algo más: cada 20 a 23 días (nunca exacto), viene a cenar EN PUNTO a las 22.30 un señor muy amable que también pide su menú en la caja, que come muy liviano también… y que luego se sienta. Pero ahí está la cosa: no se sienta en cualquier lado, se sienta SIEMPRE a una mesita enfrentada a la de la comensal que te contaba antes… y SIEMPRE con el costado derecho hacia la ventana.
Ellos comen pausadamente. Silenciosos. Pero hay un detalle: SE MIRAN!!! Todo el tiempo, se miran a los ojos. Y si prestás un poco de atención, te das cuenta que sus rostros van cambiando de expresión: a veces preocupados a veces risueños a veces serios… Pero siempre felices de verse!!!
Es raro, muy raro. Ya sé… Y claro que cometimos algunos errores, como la noche que le preparamos otra mesa a la señora, porque la “suya” estaba ocupada. Pero puede creer que no comió!!! Se fue directo a la caja -debe suponer que ése es el dueño- y le dijo que comería sólo en su mesa, en ninguna otra… Así que se fue. Tranquila como siempre.
Otra vez, pasó que justo el día que venía su compañero de silencios locuaces, la mesa enfrentada a la de ella estaba ocupada. Entonces, él entró, miró, hizo un gesto de fastidio y se sentó a otra mesita que estaba a la izquierda de la señora que ya comía su pescado con pausado placer… Y sabe qué??? Automáticamente ella se cambió de silla!!!! Y otra vez quedaron frente a frente…
Yo soy mozo acá desde hace más de treinta años, y he visto de todo. De lo mejor y de lo peor. Pero RARO… lo que se dice RARO, sólo estos encuentros.