
Capítulo 4
La venta de entradas
El otoño, una vez más, capituló ante un verano porteño que resistió con éxito el quedarse en Buenos Aires en marzo de 2015. Siete de la tarde en una ciudad caliente. Una hora pico, un tiempo de salir huyendo de la zona de trabajo, de volver corriendo a casa, agrediendo con bocinas, empujando en las veredas. Clásica forma de los hombres y mujeres de volver a sus hormigueros.
Iván Ojeda muchas veces se sentía así, una rara especie de humano e insecto. No lo jodía, siempre y cuando lo dejaran tranquilo, como esa tarde ahí caminando despacio después de dejar la redacción del diario. La caminata por la peatonal Florida se le hizo placentera, con la música que se reproducía, no en sus oídos sino en su memoria. “La mejor forma de disfrutar una canción es escucharla dentro de tu cabeza” le decía a todo el mundo. Iván era capaz de recordar un tema completo, de punta a punta, como si el mp3 lo tuviera almacenado en su cerebro. El rock lo acompañaba 7 x 24.
Cruzó la avenida Córdoba y bajó hacia el subsuelo en una galería casi escondida, buscando la disquería de culto. Los amantes del rock hacían fila para entrar. La meta era conseguir entradas para el concierto de Kiss en Vélez Sarsfield que se haría en abril. Calculó unas quince personas delante de él, algo más de media hora. No tenía apuro y comenzó a imaginar el show del grupo que se hizo famoso por el hard rock pero sobre todo por sus maquillajes. En su cabeza reprodujo Rock And Roll All Nite, uno de los clásicos de la banda. Aquella iba a ser una verdadera fiesta.
Mientras en su cabeza la voz de Paul Stanley gritaba y las guitarras estaban a pleno, una imagen lo llevó hacia otro lado: una flor. No, no era una flor. ¿O sí? Un panadero. El diente de león. Esa flor simple y pequeña que nace silvestre y que a los niños fascina. El panadero, que invita a recogerlo y mientras la mantenemos en nuestra mano, soplamos con todas nuestras fuerzas deseando que nos traiga la buena suerte. Que nos maravillamos al ver cómo sus pétalos livianos se desprenden de su tallo y vuelan en todas direcciones como copos. Un panadero se impregnó en Iván. Y siguió el vuelo de esos pétalos sobre un cielo color piel. Los copos se elevaron, arriba, arriba y mientras más volaban, a los pétalos le nacieron alas. Entonces la magia hizo el resto. Iván vio cómo cientos de pájaros nacidos de un panadero volaban, hasta que los perdió de vista detrás de un hombro… Pero… ¿cómo? ¿¡Un hombro!?... Sacudió la cabeza. Los gritos de Stanley callaron, las guitarras desaparecieron e Iván se encontró de regreso en la fila de la disquería.
El tatoo lo había hipnotizado. Un dibujo impresionante tatuado en la espalda de la mujer que estaba delante. El tatuaje se dejaba ver en plenitud, naciendo un poco más arriba de la cintura. El top amarillo que ella usaba dejaba toda su espalda al desnudo, y el dibujo apenas era estorbado por las tiras que ataban la remera en su cuello. Como una insinuación sensual, el tallo del diente de león nacía bien debajo de su cintura engrosando hasta formar la flor, plena de puntas abiertas. Muchos de los microtallos se desprendían de la flor y comenzaban a volar con un viento imaginario hacia el lado izquierdo de la espalda. Al llegar a la altura del omóplato, los tallos se convirtieron en pequeñas aves volando hacia arriba y al llegar al hombro, el tatoo continuaba pero desapareció de la vista de Iván.
Para ver cómo seguía el recorrido de esas aves misteriosas, el periodista se acercó despacio, en silencio, y en puntas de pie curioseó por sobre su hombro. Las aves lo guiaron hacia el busto, como invitándolo a entrar por la zona tapada por la solera. Iván se acercó. Las aves continuaban volando hacia los senos, entrando por debajo del top y desapareciendo de la vista. La respiración del periodista rozó el cuello de la mujer. Ella percibió al hombre por detrás, casi apoyándola, pero no se inmutó. En vez de reaccionar con un grito, ella cambió de postura, enderezando su cuerpo y estirando su busto. Entonces giró su cabeza y mirando a Iván de reojo le dijo:
—¿Así está bien?
El periodista se quedó tieso, aún en puntas de pie, y giró su cabeza, despacio, hasta quedar frente a los ojos de aquella mujer. La mirada de ella, irónica y seductora; la de él impasible, hasta atrevida. Iván no se alteró, ni se mostró arrepentido. Mucho menos mostrarse avergonzado como un niño que ha sido descubierto in fraganti espiando a una mujer desnuda por el ojo de la cerradura.
—Eh… hola. Bonito tatuaje —saludó el periodista.
—¿Buscabas algo en particular? Si querías saber hacia dónde van las aves, lo siento, te quedarás con las ganas —contestó ella, sobrándolo con cierto tono de burla.
Iván volvió a la postura normal apoyando los talones en el piso y se le arrimó sin pedir permiso. Nunca pedía permiso para acercarse a una mujer. No era por ser una persona prepotente ni de perder el respeto al sexo opuesto. Para él, era naturaleza del macho acercarse a la hembra, y la naturaleza de la hembra consistía en permitir que el macho pudiese o no acercarse. Es decir, ella tenía la decisión final de aceptarlo o de darle una cachetada.
Iván extendió su mano para saludarla.
—Iván Ojeda, mucho gusto.
Ella respondió con un gesto más amistoso: un beso en la mejilla.
—Melina.
Él quedó con su mano en posición de saludo y en desventaja. Sonrió aceptando su franqueza y todo lo que hizo después fue retraer el brazo y acomodarse el saco para darle movimiento a su postura rígida.
—Un placer Melina, y mucho más placer el observar semejante tatoo. Es una obra de arte. ¿Cómo lo hiciste? Digo, claro… ya sé cómo se hacen, pero, ¿de dónde imaginaste semejante diseño? ¿Es un dibujo tuyo o lo copiaste?
—Sos raro —respondió riendo—. Siempre me hacen otra pregunta cuando lo miran. Preguntan si tiene un significado…
Iván preguntó a las apuradas, interrumpiendo.
—¿Tiene un significado?
Ambos rieron. “Buenísima la onda de esta mina” pensó Iván que se las daba de conocer bien a la mujer argentina, especialmente a la porteña. Hembras made in Buenos Aires, con aires de superioridad. Pero por suerte no las hay en todo el país. Todos estos razonamientos Iván los iba repasando en un segundo, pero la diversidad es el encanto de la naturaleza. Se había topado con Melina, el prototipo de la mina que va al frente. Una guerrera. Las que le gustaban a Iván, y por qué no, a todos los hombres.
—¿Por qué todo tiene que tener un significado? —Melina respondió a Iván con otra pregunta que simplemente lo descolocó. Él se rascó la cabeza, pensando en otra respuesta que estuviese a la altura.
—Es que nada es porque sí. Pudiste tatuarte un dragón, una guitarra eléctrica, una enredadera de espinas, cualquier cosa. Pero no. Elegiste la imagen de una metamorfosis, una enseñanza de que la raíz, el origen, está en la tierra, y que de la misma tierra nace vida, de cualquier especie y esa vida todo lo transforma, que de la muerte misma nace otra vida, que todo lo que es vida es simplemente un paso. Y sin poder ver hasta dónde llegan las aves, imagino que vuelven al seno, a la tierra misma y todo vuelve a suceder.
Melina abrió los ojos y su mirada fue atónita, fascinada. Ella se quedó unos segundos en silencio con la boca abierta antes de decir algo.
—¿Siempre sos tan complicado? —ella respondió finalmente.
—¿Por qué respondés siempre con preguntas?
—¿Te parece que está mal hacerlo?
—Las preguntas no responden.
—¿Para qué necesitas respuestas?
—Soy curioso. Quiero saber, conocer.
—¿Te importa lo que yo diga?
Iván a esa altura había perdido la paciencia y antes de estallar en un exabrupto, reconoció que Melina simplemente estaba jugando con las palabras.
—Touché. Ganaste… —se rindió Iván.
—¿Estábamos jugando? —Melina comenzó a reír y le puso la mano en el hombro—. Está bien, la corto acá. Sí, te estaba jodiendo, sorry, perdoname flaco. Es que me divertía y me divirtió tu razonamiento con respecto a mi tatuaje. Me sorprendió y me fascinó. Porque algo de todo lo que dijiste es verdad. No hay fin para la vida.
—Esto se está tornando demasiado metafísico —apuntó Iván y de un empujón en la espalda la invitó a seguir caminando por la fila, que se había adelantado y estaban muy cerca del puesto de venta de entradas—. Lo de las palabras es un don que tengo, te habrás podido dar cuenta. Por eso me gano la vida con eso, con escribir. Antes de que me preguntes “¿sos escritor?” —Iván le hizo una mueca de burla—, te contesto que sí, pero periodista en la profesión. ¿Te gusta leer?
—Siento como si me hicieras un reportaje —dijo Melina sonriendo.
—Si el tatuaje que envuelve tu cuerpo cuenta una historia, te invito a leer mi blog donde vas a encontrar historias… historias muy diferentes, raras, hasta bizarras, pero siempre historias reales.
Los dos estaban tan sólo a un paso de su destino, a la espera de que un flaco con el pelo tan largo como se usaba hace dos décadas, comprara su entrada. Melina comenzó a buscar dinero en su morral de telas de colores que colgaba de su hombro.
—Me interesaría leer esas historias, Iván… ¿Dónde las encuentro?
—Buscá mi blog: “Raros Encuentros”
Ella volvió su cabeza para mirar de frente a Iván.
—Sí… tenés razón… Raros encuentros… como éste… —pestañeó varias veces— No olvidaré el nombre de tu blog.
Iván estuvo a una milésima de segundo de estamparle un rotundo beso en su boca. En otra oportunidad lo habría hecho.
—Melina, ¿y vos? ¿Qué hacés en la vida?
—Bueno, no son muchas las cosas que hago, pero en las pocas cosas que hago doy toda mi vida. Amo la naturaleza, amo la tierra. Vendo flores y plantas.
El periodista se acomodó el cabello, mientras comenzaba a desplegar sus armas de seducción.
—Qué fantástico, y qué lógico: una flor vendiendo flores. Claro, no podrías hacer otra cosa.
Ella aceptó el galanteo.
—Estás equivocado. Claro que puedo hacer otras cosas. Pero cuidado, cada rosa tiene su espina…
—Of course, of course—sonrió Iván—. Por favor, decime dónde puedo ir a comprarte un ramo de rosas. Mi departamento necesita flores…
—Mi puesto está en Corrientes y Riobamba, a la entrada del pasaje Santos Discépolo.
—¡Excelente ubicación! Ese pasaje tiene un encanto especial. Es uno de esos rincones de Buenos Aires que conservará para siempre el aroma porteño.
El pelilargo se había retirado y los dos se encontraban frente al puesto de ventas, y otra vez Iván aprovechó la situación.
—Melina, por favor, dejame que te invite. No sería mejor cosa para mí que me acompañes a ver a Kiss.
Ella no respondió. La vendedora esperaba mientras ordenaba el papelerío de los tickets y acomodaba cada billete en la caja. Melina se adelantó primero.
—Dos entradas para césped, por favor —. Luego giró su cabeza y le dijo a Iván:—No voy sola, disculpame.
—Entiendo, sorry sorry —automáticamente él retrocedió un paso.
En ese momento November Rain, la canción de Guns’n’Roses comenzó a sonar dentro del morral de Melina. Era su celular. Con un movimiento rápido sacó el aparato del bolso y atendió, hablando en voz muy baja tratando de que nadie la escuchara.
—Sí, hola… Decime rápido que estoy con gente…—acercó su otra mano a la boca tratando de envolver el celular y que sus palabras no fueran oídas, pero Iván estaba muy cerca y no pudo evitar escuchar a Melina que se mostró angustiada—. ¿Qué?... No, no... por favor… , ¿le pasó algo? ¿y cómo está? ¿está bien? … ah, sí, bueno… tengo que ir… gracias…—colgó.
Dejó el celular en el morral, pagó a la vendedora y manoteó el vuelto. Luego miró a Iván y sin sonreír lo saludó con un escueto “fue un gusto” y adiós.
Él la vio irse casi corriendo por la galería y subir las escaleras de a dos escalones. Se rascó la cabeza. Seguro algo malo le habían anunciado. Como periodista y como escritor de historias extrañas, quiso seguirla, averiguar de qué se trataba y ayudarla. Pero no. “No es mi problema, qué carajos” pensó. “Ya bastantes líos me trajo meter la nariz en donde no me importa”. Miró a la vendedora. Estaba decidido a comprar la mejor platea, pero cambió de ubicación a último momento.
—Una para césped —pensaba que sería una buena oportunidad para encontrarla.
Mientras le entregaba el ticket y devolvía el cambio, la vendedora descubrió que las dos entradas que Melina compró estaban a un costado del mostrador.
—¡Se dejó las entradas! —la vendedora gritó alterada—. ¿Conocés a esa mina que compró antes que vos? ¡Del apuro se olvidó las entradas!
—No, de hecho la conocí recién… Ya va a volver a buscarlas... creo…—Iván se quedó pensando un segundo más—. No, dejá. No creo que vuelva ahora. Yo se las voy a alcanzar, voy a buscarla.
Salió corriendo a la calle. Se encontró con cientos de personas y autos que pasaban de largo. Miró a la derecha, a la izquierda. No la vio. Decidió ir hacia Florida, solo por encarar hacia algún lugar. Llegó a la peatonal, pero la marea de la multitud lo aplastó. Era imposible encontrarla. Entonces Iván desaceleró, caminó despacio y marchó hacia su departamento. Es que sabía dónde podía encontrarla.