
Capítulo 7
London City
—Buenas... Cada día lo veo más guapo y la verdad, es que esas nuevas canas no lo quedan nada mal. ¿No me cree? Usted se sabe lindo… y se sabe ganador. No me venga con falsas modestias, por favor. Hoy va a ser un gran día. Qué facha, man, qué facha…
Iván se hablaba mirándose en el espejo del ascensor mientras bajaba a la cochera del subsuelo. Esas mañanas en las que debía presentarse en el diario bien temprano, Iván Ojeda las tomaba con buen humor. Odiaba levantarse antes de las siete, pero al mal tiempo buena cara. Sabía -por experiencia- que el malhumor contagiaba malhumor y por ende, atraía lo peor. Entonces optaba por hacer exactamente lo opuesto a lo que su naturaleza de mal carácter le imponía.
Vestía la mejor ropa, ponía la mejor cara y salía recibiendo los halagos presuntuosos de la única persona con la que se encontraba cada mañana: él mismo reflejado en el espejo.
La rutina: saludos cordiales y obligados a sus compañeros, el acomodar la notebook en su escritorio, preparar el café y sentarse ante el inmenso ventanal del piso doce para ver el río. Rutina perfectamente ejecutada como Iván sabía hacer. Estiró sus dedos y luego acomodó su cabellera enrulada. Primero leer los titulares, leer la editorial del jefe de redacción, para luego seguir con las portadas de los diarios de la competencia y finalmente, abrir su agenda y sus mails. Agenda de esa mañana del viernes: reunión con el equipo de trabajo a las 10:00. A las 12.00 pasar por Hacienda. A las 13:15 almuerzo en un restaurante de Puerto Madero con un alto jefe gremial. Debía obtener información de primera línea sobre el asunto que estaba investigando. A las 16.15 reunión con el fotógrafo... Y después, siempre hay imprevistos, esos que no son posibles agendar.
Luego de verificar la programación de actividades del día, pasó a leer sus correos. Como siempre, larga lista para revisar. La mayoría con asuntos propios del diario que la verdad, no le interesaban ni aportaban nada a su trabajo. Eliminados.
Luego de ponerse al día con la bandeja de entrada, pasaba a leer el correo de su webmail: el que más lo entretenía. Revisaba el gmail varias veces al día, siempre había algo sobre sus informantes, mensajes de sus amigos, y sobre todo los mails provenientes de los foros y grupos a los que pertenecía: música, arte y de los runners. Leyendo la lista de los encabezados de los no-leídos, lo sorprendieron dos mensajes: “Te felicito por el blog Raros Encuentros” era el título. No era común que le dejaran mensajes por ese blog. El otro lo llenó de alegría, provocándole una sonrisa exagerada, que llamó la atención de la compañera que se sentaba enfrente suyo. El asunto del mail era un escueto “Hola, soy Melina”.
Antes de abrir el mail se arremangó, como quien se prepara para una lucha cuerpo a cuerpo. “Estoy generando adrenalina…” pensó Iván. Reconoció que esa mujer lo alteraba, en el buen sentido de la palabra.
“Hola. Ayer Mariel me comentó que fuiste a buscarme a la florería para entregarme las entradas. Soy una despelotada. Pensaba que las había perdido. Me super llenó de alegría tu gesto. Te debo una, y muy grande. ¿Puedo pagar mi deuda invitándote esta noche a cenar? Un beso enorme.”
Los dedos sobre el teclado volaron escribiendo la respuesta.
“Muy buen día, Cenicienta. Te llamo así porque el otro día me sentí como el príncipe del cuento. No vivo en un palacio ni tengo sangre azul, pero el verte salir corriendo por los pasillos y dejando, no un zapato de cristal, sino una entrada de Kiss, hizo que comparara la situación con el cuento. Por eso me atreví a ir en persona adonde sabía que te iba a encontrar. No todo me sale según lo planeado: vos no estabas. Este príncipe de sangre roja y bien porteña quiso acomodar el zapato en el pie indicado. Por eso no dejé las entradas a tu compañera. Acepto gratamente la invitación. El lugar es de tu elección. Mandame un mensaje a mi celular. Beso.”
Apenas apretó el Enter del teclado se arrepintió de escribir una respuesta tan larga. Esta no era una nota para un trabajo. Quizás fue la costumbre de rellenar historias, o bien se debió a la excitación y el galantear con palabras.
Sus actividades de agenda transcurrieron sin contratiempos. Varias veces, aún en la mitad de una charla en plena investigación, se descubrió mirando reiteradamente su celular para ver si Melina le había mandado el mensaje. Actitud adolescente, pensaba, pero no podía controlarlo. El mensaje de texto tan esperado llegó terminando el día: “9pm London City”.
Arribó con más de media hora de anticipación. No fuera que por ocupar esos treinta minutos antes de salir de su departamento se le presentara algún imprevisto. O, lo que casi siempre le sucedía, se distrajera escribiendo una nota, un cuento o continuando la novela que ya llevaba siete años y se le hacía infinita. No. No se dejó atrapar en sus propias redes, ni en la red de internet, y fue hacia Perú esquina Avenida de Mayo, sabiendo que el tiempo le iba sobrar.
Pasó delante de la confitería London City y no entró. Desde la peatonal observó a través de sus ventanales las muchas mesas vacías. Sin dudas, el lugar que Melina había elegido no podía ser mejor. Primero porque llegar en subte desde Palermo era cuestión de minutos. Linea D, directo. Segundo, era un lugar histórico. No como el Tortoni, pero en más de 50 años había logrado una fuerte reputación como lugar de encuentro para políticos, artistas, periodistas y escritores. Hasta el mismo Julio Cortázar fue un visitante asiduo. En una de sus mesas escribió y hasta inmortalizó la confitería en su novela “Los Premios”.
¿Será alegórico que ella me haya invitado justo aquí?, pensó. Para Iván era paradójico el nombre: London City. El nombre de la capital del Reino Unido en el corazón de la city porteña. No era momento de analizar semejante dicotomía entre Buenos Aires y Londres, lo argentino y lo inglés, sino era el momento de concentrarse en el encuentro que se aproximaba. Miró la hora. Faltaban más de veinticinco minutos para las nueve de la noche. Por un instante pensó en un corto paseo por la plaza de Mayo, pero no. Entró por la puerta de la esquina y se acomodó en una mesa al lado del ventanal que miraba a la Avenida de Mayo y enfrente, el Cabildo. Historia pura.
Faltaban diez minutos y un solo sorbo para terminar el cortado que había pedido. Se dejó llevar por la gente que bajaba al subte, o subía al taxi de regreso a su nido. Sus pensamientos se detuvieron en los que estaban en la parada del colectivo. Imaginó a cada uno de ellos con ese temor que tienen los que esperan el ómnibus. Es el miedo a que el colectivo no pare, o por alguna razón no poder subir. Porque a la noche, esperar el próximo, puede demorar una hora, o mucho más.
Su mirada enfocó al Cabildo y a las luces extraordinarias de Plaza de Mayo. Giró la cabeza y la vio. Ella estaba sentada del otro lado de la mesa, y sonreía.