top of page
panama hat.jpg

Capítulo 9

 

El hombre del sombrero caro …

 

Como tantas otras tardes, Iván Ojeda fue caminando hasta el Plaza Dorrego. El bar estaba repleto, como siempre los viernes. Apenas lo vio, Aníbal le hizo una seña que esperara. Iván se quedó en la barra observando a la gente, respirando San Telmo. Le faltaba la música de Piazzolla, pero al toque Verano Porteño comenzó a sonar en su cabeza.

—Señor, su mesa está lista —dijo Aníbal.

—Gracias. Un honor ser atendido por usted —le respondió el periodista mientras caminaba hacia la mesa.

Era tarde, por eso algunos llegaban para cenar, pero Iván tiene horarios no convencionales. Casi que no tiene horarios.

Se acomodó. Le pidió el capuchino a Aníbal, apoyó en la mesa la libreta electrónica, conectó el auricular y se concentró en escuchar algunas entrevistas que hizo durante esa mañana. Mientras una concejala le hablaba de estupideces sin responderle nada de lo que le había preguntado, lo distrajo ese hombre que se sentó en la mesa de enfrente. Lo que le llamó la atención fue su porte. Un sombrero de paja, tipo Panamá, muy fino y caro. Al sentarse se quitó el sombrero y el periodista pudo ver que llevaba el pelo largo sujeto con una banda. “Qué personaje” pensó. Volvió a concentrarse en su trabajo. De todas maneras la concejala no le dijo nada que sirviera a su investigación.

Miró por la ventana, la calle Humberto Primo, más allá la esquina de Balcarce… empedrado eterno. La plaza repleta de mesas que comenzaban a poblarse de habitantes del mundo. Cuando volvió  a mirar, con disimulo a ese personaje de barba y pelo largo, vio que lo observaba muy atentamente. Lo sorprendió, pero Iván continuó con su trabajo. Manipuló la libreta, pero sentía que el tipo de enfrente le clavaba la vista. Aunque Iván no lo miraba, comenzó a molestarse. Entonces levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Ninguno se movió, como que ninguno de los dos se atrevía a aflojar la tirantez del momento. Hasta que el hombre de barba le sonrió y bajó la cabeza como señal de saludo. Iván Ojeda imitó el gesto. Para distraerse de las cosas raras que comenzaba a pensar, volvió con su trabajo.

—Buenas noches —saludó el hombre del sombrero en voz muy baja.

—Buenas noches… —Iván levantó las cejas—, perdón ¿lo conozco?

—Sí, nos conocemos —respondió con una sonrisa.

En más de veinte años ejerciendo periodismo, Iván Ojeda se cruzó con miles de personas. La historia de los otros es su trabajo. Desde que comenzó con la profesión hizo preguntas hasta al mismísimo Lucifer. Dueño de una memoria aventajada, es difícil que olvide un rostro o una voz. Pero los años le pasan y los años le pasan a otros. “Quizás a este tipo lo haya cruzado alguna vez, pero la verdad, no lo registro” pensó. Dejó su libreta sobre la mesa.

—Te pido disculpas, no te recuerdo. O quizás te hayas equivocado de persona...

—Tú eres Iván Ojeda—interrumpió. No hubo lugar a dudas: lo conocía. Con un acento caribeño habló pausadamente, como quien maneja el tiempo a su placer—. Nos hemos comunicado por mail varias veces. Yo soy Dion.

—Vaya, qué agradable sorpresa —dijo Ojeda. Lo sorprendió. De veras lo sorprendió. Se habían escrito varios mails hace un par de días. Cuando Dion le escribió por primera vez, Iván respondió agradeciéndole el haber comentado sobre su blog. Recordó el comentario que Melina le hizo la otra noche, diciendo que las historias del blog “Raros Encuentros” podrían ser de suma importancia para algunos.

Intuyó que ese hombre de barba, pelo largo, de atuendo muy prolijo, dueño de un sombrero muy caro, no estaba sentado justo ahí enfrente suyo por casualidad. Él lo había ubicado y por algún motivo quería conversar.

—¿Estás solo o esperás a alguien más? Digo, para poder reunirnos en tu mesa —preguntó el periodista.

—Por favor, ven —invitó Dion.

—Aníbal, voy a cambiar de mesa —avisó al mozo mientras se levantaba de su lugar. Recogió sus cosas y antes de sentarse con Dion, éste se incorporó para estrechar la mano. Ojeda le retribuyó el saludo y se acomodaron.

—Ante todo —habló el hombre de barba— disculpas por interrumpirte en tu quehacer. Seguramente estás trabajando con alguna nota.

—Por favor, no hay problema. Este encuentro merece una conversación. Me sorprende verte acá en el corazón de Buenos Aires. Fue como tres días atrás que te escribí y me dijiste que estabas en Nueva Orleans.

—Cuatro días —corrigió Dion—.  Comencé a interesarme por Argentina leyendo tus historias y notas en el periódico. Internet me mostró lugares maravillosos, entonces me dije ¿por qué no comenzar por Buenos Aires? Como tengo un tiempo libre, tomé un avión y llegué anteayer. Ahora doy fe de los que hablan maravillas de esta ciudad. Mi plan es recorrer otros sitios, y me pareció una excelente idea probar si podía encontrarme contigo.

—Por favor, me hubieras escrito y acordábamos salir a cenar…  Pero, ¿cómo sabías que estaba en este lugar?

—Por una entrevista que te hicieron. Comentaste que siempre vienes por la tardes a este bar de Plaza Dorrego. Y has dicho que vienes para… ¿cómo habías dicho...? Ah, sí, para inyectarte una buena dosis porteña —completó, cuando un fuerte bocinazo retumbó en todo el bar.

—Es verdad, dije eso. Sos Dion el memorioso —respondió jugando con el nombre del cuento de Borges. Le señaló la foto de Jorge Luis Borges sentado junto a Ernesto Sábato.— ¿Conocés a esos dos? Estos hicieron grande a la Argentina y solían venir acá, charlar de realidades inventadas, quizás de memoriosos, o de un muerto… o de hacer un viaje imaginario a la Ciudad de los Inmortales…

Dion Belfeld los conocía pero no dijo nada. Si había alguien que sabía de inmortales y de ciudades míticas era justamente él.

—A Borges lo conozco pero Sábato, lo siento, no lo memorizo —murmuró mientras miraba la foto. Luego desvió la vista de los escritores y buscó al mozo—. Mesero, por favor, un café, gracias. Y dime —volvió a mirar hacia Ojeda—, ¿qué hace un periodista famoso cuando no hace periodismo?

—Deberías preguntárselo a uno con fama, entonces —dijo con falsa modestia—. Mirá, le escapo a los medios, y me refiero a la radio o a la televisión. Me gusta estar entre la gente, enfrentarme a mis entrevistados y enfrentar mi teclado, pero odio enfrentar micrófonos o cámaras. Igualemos posiciones, Dion. ¿Vos a qué te dedicás?

—En esta etapa de mi vida hago música. Tuve la suerte de que me contrataran en un bar en New Orleans…

—¡Cierto! Me lo comentaste en un mail. Qué maravilla.

—Tienes razón, es maravilloso. El universo propio de la Bourbon Street, el jazz, el blues, el rock, todo se mezcla. Pero no vivo de la música, soy un empleado en el bar. Estás invitado a mi casa, y por Dios que te enamorarás de ese lugar, conocerás historias que ni imaginas.

—Nueva Orleans es un lugar al que debo ir, sin dudas. Gracias por la invitación. Si de música se trata, pues estoy listo.

Aníbal se acercó con el café, una masita, un vaso con soda y lo dejó sobre la mesa al lado del hombre de barba.

—Sé que te gusta la música, lo he leído en tu blog —acotó Dion mientras tomaba el primer sorbo—. Cuando leía tu narración en el cuento llamado Raros Encuentros, me transporté hacia allí, en esa noche en medio del campo. Gracias a tu narración yo también disfruté de esa zapada. Quizás haya sido porque alguna vez en algún rincón escondido del planeta me he juntado a tocar de la misma manera. Para que solo nos escuchen las estrellas y algún dios que esa noche haya pasado por ahí y nos haya prestado atención. Es la magia de hacer música.

De esa manera fue que dos hombres de lugares tan distantes, tan remotos, hablaran y hablaran y hablaran de una misma pasión. La música los unió. Consumieron otros cafés que Aníbal llevó a la mesa cuando dos horas pasaron sin avisar siquiera.

—Vaya —dijo Dion—, no me he dado cuenta, se ha hecho tardísimo. Discúlpame Iván, pues se ha pasado la hora de la cena.

—Tenés razón, nos olvidamos de todo. No te preocupes por mis horarios de comida, muchas veces olvido comer. Mi estómago se encarga de recordármelo.

 

Dejaron el Plaza Dorrego en medio del ruido en la noche de San Telmo. Continuaron caminando juntos, dejándose llevar por una noche magnífica, entre calles empedradas y veredas angostas, rumbeando hacia el centro.

—Te repito, Iván, que tus cuentos me agradan, pues plantean preguntas al lector. Ese que has llamado “Las vidas de cada uno”, de esa persona que con sólo presentarse ante un extraño conoce su historia, ve toda su vida…

—Esa narración es verídica, es algo increíble…

—¿Sabes cómo se llama ese don? Se llama empatía. He conocido personas empáticas, que con solo mirarte un segundo sabe quién eres, y sobre todo si estás diciendo o no la verdad…

—¡Ojalá tuviera ese don! —exclamó Iván Ojeda—. Siempre dudo que mi entrevistado diga la verdad.

 

La calle estaba oscura. Una luz empobrecida apenas dejaba adivinar dónde pisar. Fue cuando aparecieron casi de la nada. Dos muchachos caminando hacia ellos con cierta velocidad. Cada uno llevaba puesta una gorra con larga visera, tapando casi todo su rostro. Ropas deportivas oscuras y zapatillas. Las manos en los bolsillos de la campera. Iván y Dion, por instinto se apartaron de ellos, como dejándolos pasar. No pudieron adivinar las intenciones. Uno de ellos se detuvo frente al hombre del sombrero y del periodista. El otro inmediatamente se paró detrás. El muchacho que los enfrentaba extrajo de su bolsillo una pistola. La luz apenas dejaba ver, pero el periodista reconoció una 9mm en la mano del atacante.

—El celular, la billetera. Rápido o los quemo —dijo con una voz cargada de odio. Sostenía firme la pistola apuntando a la cabeza del hombre del sombrero.

Dion Belfeld mantuvo la calma y se movió despacio tratando de proteger a Iván.

—Tranquilo muchacho, tranquilo, les daremos lo que nos pidan.

—Rápido —dijo el otro.

Iván giró la vista y vio que el de atrás no llevaba un arma. Pudo distinguir que empuñaba un cuchillo. El de adelante le hizo un gesto. No hacía falta que hablaran entre ellos. Ya tenían sus códigos. El modus operandi[1]  lo tenían bien ensayado y practicado. El del cuchillo se acercó a Dion, y le arrancó el celular de la mano. Lo mismo hizo con Iván.

—¡La plata, la plata! —gritó el que apuntaba con la 9mm, acercándose más al hombre de barba.

Iván tenía su billetera en la mano mientras el atacante del cuchillo se acercó a Dion, que estaba buscando dinero en el bolsillo de su pantalón. El muchacho de la gorra le apoyó la punta del arma blanca en la zona del riñón.

—Sos un tipo con plata —le dijo en la cara mientras le miraba su sombrero—. Tenés buenas pilchas y ese sombrero es caro. También me lo llevaría…

—Fijate si lleva oro —le ordenó el que apuntaba con la pistola. El otro observó el cuello de Dion, le miró las manos. No llevaba nada. Entonces giró y se acercó a Iván.

—Acá tenés flaco todo lo que te puede servir —le dijo el periodista, entregando el dinero.

El de gorrita agarró todo pero no quedó conforme y se le acercó. Con una mano, en forma violenta, lo tomó del cuello de la camisa y tironeó. Un par de botones saltaron y quedó al descubierto una cadena con una cruz de oro. Instintivamente Ivan Ojeda agarró la cruz en su pecho. El atacante movió su mano derecha para arrancarle la cadena.

—¡Mía! —gritó el muchacho de gorra.

Iván se apartó a tiempo . El manotazo del atacante cruzó sin tocarle.

—Hijo de puta, no me las vas a quitar —dijo Iván Ojeda con una carga emocional que sorprendió a Dion Belfeld.

 

Entonces todo llegó repentinamente a la cabeza de Dion. Los recuerdos de una cadena que siempre había llevada [2] colgada de su cuello. La cadena que sostenía una vasija pequeña conteniendo semillas. Vasija que había desaparecido durante el tsunami de Japón en 2011. De repente comprendió por qué él, el navegante griego, el soldado, el general, el centinela, estaba ahí en esa oscura calle empedrada de Buenos Aires, en mayo de 2015.

 

Los movimientos de Dion fueron rápidos, contundentes. Con un movimiento del brazo izquierdo golpeó la mano derecha del que llevaba la pistola. El golpe hizo que soltara el arma, que cayó en la calle. Dion, aprovechando el impulso, logró bloquear al atacante con un golpe preciso en el cogote. El asaltante se ahogó, y de la desesperación por no poder respirar se arrodilló en el piso. Dion entonces se abalanzó sobre el otro y logró sujetarlo. Entre sombras y oscuridad, Iván vio todo esto. El hombre de barba, aún llevando su sombrero, hizo una llave con sus brazos, una precisa técnica marcial. El periodista escuchó el ruido inequívoco de un hueso al quebrarse. El atacante del cuchillo gritó desesperado del dolor. Dion entonces lo soltó y el ladrón se desplomó sobre el empedrado. La gorra del muchacho había volado por el aire. Iván vio su rostro. “Qué mierda, no tiene ni 18 años” pensó. El chico se agarraba el brazo derecho, que había sufrido la quebradura. Iván vio que Dion trataba al ladrón hasta con cuidado. Le iba a decir que lo dejara ahí, que no se preocupara por ese gorrita.

Mientras tanto, el otro atacante logró ponerse de pie y recogió la pistola del empedrado. Apuntó a Dion. El hombre de barba se dio vuelta y vio cómo la 9mm le apuntaba directamente al pecho. Su instinto de luchador hizo que se lanzara sobre su atacante. Pero no llegó a tiempo. El ladrón de gorra disparó. Uno, dos, tres disparos estallaron en la oscuridad. Los tres balazos impactaron de lleno en  Dion Belfeld. La fuerza de los proyectiles lo desplomó hacia atrás. El sombrero se desprendió, el pelo largo se soltó y como en cámara lenta, el cuerpo del músico de New Orleans cayó pesadamente sobre el empedrado.

Al ver esto, y como perseguidos por el diablo, los dos muchachos escaparon corriendo calle abajo, perdiéndose en la oscuridad. Iván simplemente se quedó inmóvil. Vio cómo esos criminales de gorrita escapaban y vio el cuerpo de su amigo en la calle. La sangre derramándose por su camisa. Eso lo hizo reaccionar. Se agachó para socorrerlo. Rápidamente trató de tapar las heridas para detener la hemorragia. El hombre de barba y pelo largo no reaccionaba.

—¡Dion no te mueras! —gritó.

Expectorando, Dion volvió en sí. Tosió fuerte y con su mano sujetó el brazo de Iván.

—Gracias amigo… —le dijo con voz muy débil.

—¡Gracias a Dios estás vivo! No te muevas, trataré de detener las hemorragias, y buscaré ayuda. ¡Quedate vivo por favor!

Iván se puso de pié, mirando hacia todos lados.

—¿Cómo mierda puede ser? No pasa nadie, ni un auto, nadie. Y no tenemos los celulares…

—Iván… —murmuró Dion —. Tengo todo…

—¿Qué decís?

—Busca en los bolsillos de… de mi pantalón… —apenas pudo decir Dion antes de cerrar los ojos y relajarse.

—¿Cómo…? —murmuró Iván y se agachó para buscar en el pantalón. Cacheó en uno de los bolsillos y pudo tocar algo. Metió la mano con cuidado y extrajo los dos celulares—. Sos un genio, un genio,  se los sacaste…

Dion abrió apenas los ojos.

—… en el otro bolsillo, está la billetera y el dinero… Por favor, haz algo por mí…

—No te preocupes —dijo Iván al inclinarse—, ahora llamo al 911, a una ambulancia… No te preocupes.

—Tú llama a todos… pero hay algo que debes hacer…

—Si, si, decime... ¿qué querés que haga?

—Por favor… recoge mi sombrero —pidió sonriendo.

 

 

Tan solo cinco minutos más tarde, un patrullero y una ambulancia llegaron con la parafernalia de las luces y sirenas por calle Chacabuco. Eso atrajo a varios curiosos, que se mantuvieron a distancia.

Los de la ambulancia bajaron pronto con una camilla. El médico a cargo se acercó para atender a la víctima. Pero Dion Belfeld  no estaba tendido sobre el empedrado, sino que se encontraba sentado en el cordón. Iván estaba a su lado, también sentado. El médico los observó, y tuvo que preguntar quién había sido herido.

—¿Cuál de ustedes recibió los disparos?

Fue Iván el que señaló a Dion. Con los cuidados de protocolo, el médico comenzó a revisarlo.

—Por favor, no se mueva, puede seguir perdiendo sangre.

La camisa estaba teñida de rojo. Despacio la desabrochó y con gasas comenzó a limpiar la zona del pecho y del estómago. Estuvo como un minuto trabajando y la expresión del médico cambió.

—Vicente —le dijo al enfermero—, acercá más la luz.  

 El enfermero iluminó bien de cerca el tórax de Dion. El médico terminó de limpiar todo resto de sangre. Volvió a revisar y comenzó a rascarse la cabeza.

—Disculpe señor… ¿Cuál es su nombre?

—Mi nombre es Dion Belfeld.

—Bien, Dion, pero… no sé cómo preguntárselo… ¿Está usted seguro que le han disparado?

El que reaccionó fue Iván.

—¿Cómo puede preguntar eso? ¡Tres balazos a quemarropa! Yo lo vi, y vi cómo lo tumbó.

—Es que… —dijo el médico— lo que veo es sangre, pero no encuentro ninguna herida…

Iván se acercó para mirar el torso.

—Dion, pero, pero… entonces… la sangre, tu caída…¿fue un truco para despistar a los asesinos?

El hombre de barba se recogió el pelo.

—Pues no. No fue un truco. Ni yo lo entiendo. Entonces no me impactaron, los balazos me han rozado seguramente… Ya me siento bien.

El médico ayudó a Dion a incorporarse. Pensó que era probable que un proyectil lo hubiera rozado, pero tampoco vio ninguna herida, ni un raspón… No dijo nada. Era tarde, estaba cansado y quería volver a su casa.

—Señor Dion, no hace falta que lo llevemos a la guardia. Gracias a Dios usted se encuentra bien.

El policía se acercó a Iván.

—¿Usted hizo la llamada al 911? Debe hacer la denuncia en la comisaría. Por lo que dijo, esto fue un intento de robo agravado por el uso de armas.

—No, deje todo como está, señor policía —interrumpió Dion Belfeld mientras se acomodaba el sombrero—. No haremos denuncia, ¿o estamos obligados a hacerla? No hubo robo ni crimen alguno.

—En este caso no está obligado, pero recuerde que tiene derecho a hacerlo.

—En este caso, les agradecemos su inmediata intervención. Nada ha pasado al fin y al cabo.

—Señores —dijo el policía— tengan ustedes muy buenas noches. Les recomiendo dejar pronto este lugar.

 

Dentro del taxi que los llevaba hacia el centro, Iván estaba en silencio. Él mismo había visto todo, los disparos, el impacto, la sangre, la caída. La luz era muy poca, pero no dudaba. Algo muy raro había sucedido.

—Iván, estás muy callado. No te preocupes, fue solo un rasguño…

El periodista levantó una mano como pidiendo permiso para hablar.

—El inmortal…

Dion quedó muy sorprendido.

—¿Qué dices?

—Hace muchos años hubo un crimen. Sucedió acá en Buenos Aires, en el barrio de Barracas. Un hombre asesinó a su mujer y la enterró en el jardín de la casa. La hija de la asesinada, que no era hija de él, lo descubrió. Pero por alguna extraña razón que no recuerdo, la policía estaba con ella. El hombre quiso matar a su hijastra pero la policía actuó a tiempo. Le dispararon varias veces, y el cuerpo del asesino quedó tendido en la cocina. Estaba oficialmente muerto. Pero cuando lo llevaban hacia la morgue, este hombre comenzó a respirar. Ninguno supo cómo pudo sobrevivir. Finalmente fue procesado, y condenado. Tiene prisión perpetua. Todos en la cárcel lo llaman “el inmortal”.

Hubo un largo silencio.

—Sólo eso, me has recordado al caso del inmortal, sólo eso…

Dion Belfeld abrió bien los ojos.

—Iván, ¿tienes hambre? Necesitamos cenar. Ahora vamos a mi hotel. Espérame a que me dé un baño. Luego te invito al mejor lugar. 

El periodista se iba a negar. Mientras tanteaba su libreta electrónica en su saco, lo pensó dos veces.

—Acepto, inmortal.

operandis...?

llevado

bottom of page