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Capítulo 6

El día que Horus se fue al oeste


 

El Horus estaba a punto de navegar por los mares del mundo. De un mundo que Kassos no conocía. Con sus quince años, fue el segundo barco que construyó en el astillero de su familia, basándose en un diseño que hizo cuando sólo tenía doce. Su padre y sus hermanos lo ayudaron ya que era una embarcación de gran porte, mucho más de la que había hecho años antes. También Selena, acorde a lo que podía hacer, aportó con los quehaceres en el astillero. 


 

El barco fue bautizado con el nombre de Horus. Un nombre que fascinó a Kassos después de haber escuchado la historia que contara un amigo de su padre a su regreso de Egipto. Horus representaba el dios supremo del cielo en las tierras del Nilo, relacionado con lo distante y lo elevado. Esa comparación lo encandiló, pues en cierta manera era una meta en la vida de Kassos: elevarse y distanciarse de todo. 

 

Kassos y su hermana estaban sentados en la baranda de la terraza de su casa mirando hacia el mar.

—El día que te vayas va a ser un día como cualquier otro día en mi vida —le dijo Selena a su hermano. 

—¿No irás a despedirme al puerto?

—¿Quieres que te vaya a despedir?

—Claro que sí… claro que quiero! Me han dicho que van a ir todos mis hermanos, nuestros padres, todos los del astillero, y además irán representantes del gobierno de la isla…

—Va a ir mucha gente —lo interrumpió—. No será necesario que yo esté allí.

Kassos giró la cabeza y miró a los ojos negros de su hermana. Entonces tomó su mano. Ella se sorprendió, no era un gesto nada habitual en él. 

—Sí. Va a ser necesario —hizo una pausa y volvió a mirar al mar—. Para mí es necesario.

Ella pestañeó un par de veces y le respondió. 

—Hace más de un año, cuando me salvaste la vida, juré ante los dioses que nunca te iba a decir adiós. 

 

Todo el pueblo de Merihas se hizo presente para ver zarpar al Horus. Fue un acontecimiento de relevancia. Kassos, hijo de Cosmo, se convertía en el constructor naval más joven en la historia de la isla de Kythnos. Su padre estaba orgulloso a más no poder. Supo que el esfuerzo que hizo de enseñar a su hijo los secretos de los barcos, los mares y de todo el firmamento, había dado los mejores frutos. Kassos, siendo tan joven, ya era un entendido en muchas de las ciencias de la navegación. Sólo le faltaba lo que esa mañana estaba por comenzar: la experiencia. El navegar, el llegar a puertos lejanos, el surcar mares enfurecidos y atravesar tormentas. Kassos se acercó a su padre para abrazarlo en la despedida. Entre sus manos llevaba un objeto metálico y circular. Cuando estuvo frente a Cosmo, Kassos levantó sus manos y se lo mostró.

—Esto es mi guía, mi mapa. No me perderé ni aún timoneando por los siete mares. Cuando lo use, tú estarás a mi lado indicándome la mejor ruta que deba surcar.

El astrolabio brillaba al sol entre Cosmo y Kassos, iluminando cada rostro con un brillo extra. Una emoción que Cosmo no pudo contener brotó por su cuerpo y abrazó tan fuerte a su hijo, que el astrolabio estuvo muy cerca de caerse al empedrado.

—Ve hijo, ve… No serán solo siete mares. Serán setenta... o más. Ve hacia donde nace el sol…  y hacia donde se esconde. Ve hacia donde vuelan las golondrinas. Pero lo más importante, ve hacia donde tu corazón te dirija. 

 

Vítores, aplausos, algunos cantaban… El gobernador despidió al Horus y a la tripulación de cinco hombres con breves palabras, pues en realidad nadie quería escucharlo. El ejército de la isla, apenas unos treinta y cinco soldados, levantaron sus espadas y gritaron como saludo reverencial. Kassos agradeció a todos desde su barco. Antes de zarpar pasó la vista por cada uno. No la encontró. Momento después el Horus partió al oeste, rumbo al puerto de El Pireo. 

 

Durante generaciones se ha dicho que todos los habitantes de Merihas estuvieron esa mañana en el puerto. Pero no fue cierto. Faltó una persona. 



 

La brisa de la mañana soplaba fresca sobre el rostro de Selena. Sus cabellos rizados por momentos le tapaban los ojos. Como todas las mañanas, la niña llevaba las cabras a pastar allá arriba en la colina. Era un día como cualquier otro en su vida. El viento llegaba desde donde estaba el puerto, acercando a Selena los gritos de la gente. Los escuchó con claridad. Supo que era el momento que el barco -ese mismo barco que ella había ayudado a construir- iniciaba su travesía. Ella le daba la espalda al mar pero no dio media vuelta para ver las velas del Horus. Siguió pendiente de sus cabras. Todos allá abajo, incluidos sus padres y hermanos, pensaban que Kassos regresaría luego de uno o quizás dos años como mucho. Selena sabía perfectamente que el viaje de su hermano demoraría mucho más. Sabía que muchos no lo volverían a ver. Ni siquiera su madre lo sabía. Selena no se lo hizo saber ni tampoco se lo diría. 

 

El viento cesó. Los gritos y la música que allá abajo invadía todo el puerto, desaparecieron en la colina.  Todo volvió al sosiego de siempre. Sólo el susurro del viento era lo que se percibía, sólo eso. El corazón de Selena se hizo piedra por un momento. Su hermano tan querido, su protector, su maestro, su guía, ya no iba a estar con ella. Ya no le enseñaría el oficio de los astilleros, ya no jugarían, ni volverían a cantar juntos. Ahora continuaría con su vida de siempre, ayudando a su madre, y aprendiendo todo lo que una niña de ocho años debía aprender. 

 

No quiso ir a despedir a su hermano. No quiso verlo partir, porque ver a alguien que se va es aprehender que se fue, es darse cuenta que ya no está. No. Ella decidió tener la imagen de su hermano siempre a su lado. Por eso había decidido jamás decirle adiós. Presentía que no lo volvería a ver. No porque  Kassos iba a morir en el viaje, sino que cuando él volviera, ella ya no estaría en la isla. Pero algo en su interior le decía que lo reencontraría, quizás en otra vida. Por muchísimo tiempo no supo entender esa intuición. 

 

Acomodó su cabellos por enésima vez y sonrió. Kassos seguía junto a ella. Su ausencia presente era finalmente una presencia ausente. Pero presencia al fin

 

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