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Capítulo 10

 

“Más allá de los seis peldaños”

 

 

Llegó caminando por Moreno, subiendo la calle como en cámara lenta, pasos cortos.  Llegaba cansado.  La subida desde la avenida Paseo Colón estuvo a punto de acalambrar sus pantorrillas.  Ariel Avilar no había pegado un ojo en toda la noche.  El batido de emociones fuertes, el desgaste mental fuera de lo cotidiano y el trabajo físico desacostumbrado le habían sacado la oportunidad de lograr un descanso adecuado. Reposo que hubiese necesitado, sabiendo las actividades que aquel sábado se le presentaban y que no podía relegar.  La noche anterior, luego de ultimar detalles para hacerse de copias fotográficas de la historieta celosamente guardaba por Lucho Olivera, Ariel se ofreció a Natalia para acompañarla a su casa, barrio de Barracas.  La excitación alimentaba esperanzas placenteras y liberaba ratones relegados, pero tanto sus roedores como los demás bichos alocados que danzaban en su cabeza, tuvieron que ser nuevamente recluidos cuando la madre de la muchacha arruinó los planes de ingreso en la vivienda.  Ariel se vio obligado a regresar a su departamento en Quilmes, en plena madrugada y sin cenar.  De todos modos el hambre no lo atormentó: su estómago aglutinado no dejó transitar ningún tipo de alimento, sea sólido o líquido.  Varias mateadas y tangos quejumbrosos lo acompañaron hasta bien entrada la mañana, mientras pensaba una y otra vez en qué complicada situación se estaba involucrando. Y si su corazón no lo estaba también.  Trató de dormitar ya cerca del mediodía, esfuerzo que sólo concluyó en mirar detenidamente el cielo raso sin siquiera cerrar un ojo.  Salió de su guarida y trató de despejar su cabeza jugando a las visitas con amigos antes de partir al centro de Buenos Aires, para llegar a las cinco en punto de la tarde al museo etnográfico.

El pesado portón de hierro lo invitaba a ingresar al majestuoso edificio construido a finales de 1800: el museo etnográfico “Juan B. Ambrosetti”, dependiente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Enhiesto en pleno centro de la vieja capital.  Edificado para ser sede de la Facultad de Derecho, con la fisonomía propia de un establecimiento académico: fachada retirada, amplio ingreso con imponente escalera, pisos altos, patios y jardines.  Ariel se había convertido en una recurrente visita al establecimiento, sobre todo a su excepcional biblioteca.  Al ingresar nunca dejaba de pasar la vista por un roído cartel que recitaba  “Debido a la antigüedad del edificio, el mismo no está adecuadamente acondicionado para personas con problemas de movilidad. Disculpe las molestias”.  El aviso le hacía sonreír.  Los discapacitados no lo disculpaban, pero de todas maneras se las rebuscaban para entrar apelando a la astucia y valentía.  Como deben hacerlo día a día para andar por la ciudad, esquivando infinitos obstáculos.  Avilar se dirigió hacia la oficina de administración.  Lo atendió una empleada que él había visto desde hace un par de años.  Sus caderas, en aquel entonces las definió como terribles e infartantes, finalmente habían cedido en todos los aspectos debido al impiadoso paso del tiempo.

—Señor, ¿lo ayudo?

—Buenas tardes. Busco al Dr. Márquez.

—¿Licenciado Alejandro Márquez?

—Sinceramente señora, no conozco su nombre de pila.  Tengo una cita con él, concertada por el doctor Suárez Belloco.  Mi nombre es Ariel Felipe Avilar.

La -aún bella- empleada se le acercó.

—Ah, sí, disculpá.  Alejandro me dejó un recado para vos.  Te espera en la biblioteca del área de Asia y África.  ¿Te indico como llegar?

—Muchas gracias. Conozco el camino.

Recorrió el pasillo central y atravesó el jardín interior. Un viejo patio con mucho verde, palmeras y árboles cubriendo todo el recinto de sombras.  Se accedía a la biblioteca en el pabellón ubicado en el ala posterior.  Subió despacio los seis peldaños de la galería y golpeó la puerta antes de ingresar.  Divisó al fondo dos personas que, sentadas frente a un gran escritorio y con muchos libros abiertos de par en par, hablaban en voz baja respetando el silencio que impone el estar en una biblioteca, aún fuera de horario al público.

—Buenas tardes... —Avilar saludó desde lejos.

Ambos callaron y miraron entrar al joven.  Argentino Suárez Belloco se incorporó al recibirlo.  Demasiado gesto de humildad pensó Avilar.

—¡Cómo le va, joven profesor! Lo estábamos esperando.

—Espero no haberme demorado demasiado —contestó, aún sabiendo que se presentaba muy puntualmente.

—Por favor, por favor.  Justo a horario.  Le presento a mi gran amigo, el licenciado Alejandro Márquez, encargado del área de Asia y África en el museo.

Avilar lo saludó con respeto.  Márquez se puso de pie y estrechó la mano del joven.  Los tres quedaron parados rodeando la mesa.  Suárez Belloco se dirigió a Avilar.

—Le puedo adelantar que mi amigo quedó muy sorprendido con el material que me entregó ayer.

—Desde ya muchas gracias a los dos por el desinteresado trabajo para descifrar los jeroglíficos — Avilar no pudo contener su curiosidad y se inclinó para observar los libros.  Advirtió que un par de ellos se encontraban con hojas arrancadas—. Esto es un crimen —dijo mientras señalaba a uno de los libros dañados.

—Sí, lo es.  Estoy poniendo mucho énfasis en que se compren nuevas fotocopiadoras —dijo Márquez mientras se sentaba—. Es un acto criminal, como dice usted.

Los tres sabían perfectamente cuál era el procedimiento habitual en el establecimiento.  Si un alumno -o cualquier otro visitante- necesitaba obtener una copia de alguno de esos incunables libros que allí se resguardaban y protegían, al no contar con una máquina fotocopiadora para tal menester, el interesado debía llevarse el libro hasta una librería y devolverlo más tarde, con el aval de la entrega del documento personal.  Muchas veces las páginas buscadas eran arrancadas y, en el peor de los casos, el ejemplar desaparecía.

—Bien, vamos al punto que nos ha reunido aquí esta tarde —sugirió Suárez Belloco—. Ayer le hice entrega de tus dibujos a Alejandro. De inmediato le interesó descifrar exactamente el texto y me llamó para que nos encontremos los tres esta tarde.

—Puede parecer una tontería —prosiguió Márquez—. A priori lo es, pero si se mira con detalle, no lo es tanto.  Ayer deduje casi la totalidad de los signos cuneiformes, pero no todos.  Por eso hoy, a pesar de que no tengo la obligación de venir al museo, llegué temprano para consultar varios de estos libros que usted ve por aquí.

Ariel sintió que había causado mucho ajetreo con su consulta y avergonzado por incomodar al Licenciado Márquez en su día de descanso, pidió disculpas.

—Perdón Doctor, pero no fue mi intención provocar su esfuerzo.  Yo sólo recurrí al doctor Suárez Belloco para ver si podía entender...

Márquez lo interrumpió.

—No es ningún trabajo a desgano, Avilar.  De última, soy yo quien debería disculparme ante ustedes por acordar esta cita en horario tan incómodo —el letrado se aproximó a las fotocopias de los dibujos—. Esta escritura cuneiforme es sorprendente...

En pocos minutos, Avilar olvidó su cansancio y su deuda con el sueño.  La adrenalina que generaba la excitación lo mantendría despierto por muchas horas más.  Se encontraba tan despabilado como si hubiese dormido durante cuarenta días con sus cuarenta noches y prestaba más atención que la que habitualmente asignaba cuando veía un partido de fútbol de Independiente por televisión.   El licenciado Alejandro Márquez desplegó las dos copias escaneadas por Avilar y los apuntes que él había tomado personalmente.  Tanto Avilar como el Doctor Argentino Suárez Belloco se arrimaron hacia aquellos papeles.

—Lo primero que me llamó la atención es la fecha en que fueron dibujadas. Argentino me dijo que datan cerca de 1970.   Avilar, ¿es exacto esto?

—Esta mañana estuve revisando esos datos.  Este episodio de Nippur de Lagash fue publicado en febrero de 1968.  Lo que no puedo precisar es cuándo Lucho Olivera lo dibujó o cuándo Robin Wood lo escribió.  Lo más probable es que lo hayan trabajado unos meses antes.

—Eso me sorprende aún más.  La escritura cuneiforme aquí dibujada es exacta. Estos signos datan de la última etapa de la escritura sumeria, en el 650 antes de Cristo, cuando se reemplaza totalmente la forma pictográfica.  En el 3000 AC la forma de representar las cosas comunes como los animales, utensilios, el cuerpo humano, cualquier figura u objeto, se hacía plasmando en dibujos simbólicos llamados pictografías o pictogramas.  Hacia el 2400, van apareciendo signos cuneiformes pero que aún se fusionaban con el dibujo original.  Muy lentamente estos símbolos que aquí vemos —señaló un libro con centenares de signos cuneiformes— reemplazan los dibujos por una escritura totalmente abstracta.  Es lo que conocemos como la tercera etapa y data del año 650 AC…  Todo esto que voy narrando ustedes seguramente lo conocen, pero me sirve de prólogo para dar un dato más.  El descubrimiento de las primeras formas de escritura y su estudio nace en el siglo XIX.

Suárez Belloco no pudo permanecer mudo e interrumpió la lección de su amigo.

—Claro. Champollion con la Piedra Roseta de Egipto, y años más tarde fue Henry Rawlinson que fue, en cierta medida, el iniciador de la ciencia de la asiriología.

Márquez siguió aportando datos.

—Es en 1820 cuando Champollion traduce la famosa piedra, y veinte años más tarde, Sir Henry Rawlinson, oficial inglés, descifró la piedra de Bahistún.

—Piedra que relata la victoria del rey Darío I —acotó Avilar para demostrar que él tampoco podía quedar afuera de una implícita competencia por quien sabía más. Márquez, antes de que la conversación trepara por cualquier rama, dio por terminada la disputa y fue directo al punto.

—No quiero desviarme del tema.  Todos estos estudios fueron en continuo avance y se profundizaron con el tiempo.  Recordemos que la bibliografía no era abundante hace cuarenta años.  Supongamos que estos signos que Avilar nos presenta fueron dibujados en 1968.  Por aquellos años no era fácil encontrar textos que documentaran esto.  No como hoy que tenemos infinidad de libros, documentos, revistas especializadas y ni que hablar de la información que nos brinda internet.  En la década del 60 el poco material bibliográfico seguramente se encontraba en la Biblioteca Nacional, o bien en los grandes museos como el Louvre o el museo Británico. Evidentemente el que dibujó esto conocía perfectamente la forma de escritura sumeria y concretó un muy profundo análisis.

Avilar se rascó la cabeza.

—La duda mía es quién de los dos autores lo habrá hecho.

—Sería interesante saberlo, fíjese usted.  Creo que pocos hombres en el mundo hace cuarenta años pudiesen escribir como lo hacían los escribas hace cuatro mil —remarcó el jefe de cátedra de Historia Antigua.

Márquez continuó con su discurso.

—El autor de estos signos de cuña, sea esta tal persona que se esconde bajo el pseudónimo de Robin Wood o bien el dibujante Olivera, testifica un profundo estudio sobre la escritura cuneiforme.  Sigo sorprendiéndome que un simple guionista de historietas o un dibujante de revistas den cátedra del asunto con dos simples dibujitos.

Avilar reaccionó irritado contra el concepto desvalorizado y casi de humillación con los que hacía referencia el licenciado a los autores de Nippur de Lagash.

—Disculpe señor, pero ha incurrido en varios errores y perdóneme si lo corrijo. Primero, Robin Wood no es un pseudónimo, sino es que es su nombre real.  Hijo de irlandeses y escoceses.  Segundo, que ser guionista de historietas no es una tarea menor, sino que requiere de mucha preparación, tanto cultural como histórica —se contuvo, porque pensó en detallar sus logros y fama internacional, pero lo tomó como excesivo—. Y el señor Lucho Olivera es un afamado dibujante, ilustrador y pintor graduado con honores en la facultad de dibujo y pintura.

Suárez Belloco, que conocía bien a su ex alumno trató de amainar el tono.

—Yo insisto que a la historieta debería otorgársele más seriedad, contrarrestando la fama que tiene de ser un simple pasatiempo.  Vea usted, Alejandro, que en una visita que hice al museo de historia de París, me sorprendió ver en la librería, rodeado de todos esos libros costosísimos, la colección completa del personaje de Asterix.  Allá, en Francia, este simpático personaje galo no sólo representa el alter ego de los franceses, sino que en sus dibujos y en la temática, interpretan perfectamente la época del imperio romano. 

—No quise ofender, por favor, no me malinterpreten —se disculpó el licenciado Alejandro Márquez—. La historieta es un género que desconozco, evidentemente.  Pero por mi educación y cultura, lo catalogo como un arte menor, tanto en lo artístico como en lo literario.  Es... como decirle... el mismo concepto que tiene un músico clásico, un compositor, con la música popular, que la considera inculta, chabacana —miró a su amigo Argentino—. Ché, si tenés algo de ese galo, prestámelo.

Los tres rieron y Ariel puntualizó:

—Otra cosa que lo va a sorprender aún más, Licenciado.   Robin Wood, al escribir la historia, contaba con apenas veinte años y Olivera algunos más que él.

—Oh, eso sí que no lo había tenido en cuenta, joven.  Otro punto que conlleva a un misterio más grande.  Algo que no puedo explicármelo ni aún con mis treinta y ocho años en la profesión y con más de cinco libros escritos —tanto Ariel como Suárez Belloco quedaron a la expectativa.

— Hasta ahora el dibujar tales signos cuneiformes en estos dibujos puede llegar a ser razonable —el Doctor Márquez se sacó los anteojos y con la mano derecha se tomó el entrecejo, cerrando los ojos—. Señores, hay aquí signos dibujados hace exactamente... —demoró en hacer la cuenta— treinta y siete años, los cuales fueron descubiertos siete años después de que fueran publicados en la revista.

Ariel y el jefe de la cátedra de Historia Antigua quedaron en silencio, tratando de comprenderlo.  Avilar quebró el mutismo con voz quebrada.

—Si entendí bien, significa que estos signos cuneiformes fueron dibujados mucho tiempo antes de que se descifraran, ¿no?

El Doctor Márquez volvió a colocarse los lentes.

—No sólo antes de que se descifraran, joven Avilar, sino antes de ser descubiertos.

—¿Está usted se... —Ariel estuvo a un tris de preguntarle si estaba seguro, pero para no faltar el respeto ante tan importante eminencia en la materia, corrigió su pregunta— señalando algún error?

Suárez Belloco intercaló.

—La única falla que podría haber es en la fecha de la publicación de la que usted nos dice, Avilar.

El licenciado Alejandro Márquez miraba fijamente a Avilar como amparando la idea de su colega.   El estado de Ariel Felipe Avilar pasó de la conmoción inicial a la firme desazón de sentirse falsamente acusado.

—De ninguna manera, señores.  No tengo cómo argumentar en este momento la credibilidad de mis datos, pero ya mismo podríamos conectarnos a internet para certificarlos—. Giró la cabeza por todo el recinto, pero no observó ninguna computadora.   Sólo amplias mesas desnudas rodeadas de baratas sillas de hierro y plástico.  En las paredes, infinidad de estantes con infinidad de libros en sus paneles.

—No estamos dudando de usted —el licenciado Márquez intentó calmar al muchacho—. Una explicación lógica y coherente es que este dibujo es un agregado a la historieta original muchos años después.  Otro razonamiento no encuentro en este momento.

Argentino Suárez Belloco, por ser su amigo y con el respaldo de ejercer muchos años en la materia, finalmente se atrevió a cuestionar a su colega.

—Alejandro, ¿estás seguro de lo que estás diciendo?  Digo, ¿cómo lo descubriste?

—Estaba esperando esa pregunta.  Acérquense a este símbolo —Márquez tomó una de las fotocopias de la historieta, les expuso la primera viñeta y señaló el símbolo dibujado justo debajo del dedo meñique del escriba zurdo—. Aquí está escrita la palabra morral.  Este término no había sido visualizado hasta el descubrimiento de más de tres mil tablillas de barro en el palacio real de la ciudad de Elba.  Este descubrimiento sucedió en 1975. Acercó entonces un gran libro que estaba abierto a su izquierda—. Aquí figura la historia de la delegación italiana dirigida por el profesor Doctor Paolo Matthiae, quien descubre los restos de la antigua ciudad de Elba, que sólo figuraba en otros textos, pero que hasta ese momento se creía perdida —abrió en otra página que estaba señalada por un trozo de papel—. Aquí, si pueden ver, están los nuevos símbolos cuneiformes que se descifraron con esas tablillas, exactamente treinta y ocho símbolos.  Este que ven aquí —se los indicó con una birome sostenida en su mano izquierda— es el mismo que vemos aquí —señaló con el índice derecho el dibujo de Nippur.

Los dos eran exactamente iguales.  Tanto Suárez Belloco como Ariel Avilar observaban uno y otro tratando de encontrar alguna diferencia.

—Impresionante —sólo fue la palabra que lograron expresar.

—Les voy a leer lo que dicen los dibujos en la historieta de este personaje Nippur de Lagash —continuó Alejandro Márquez—. En el primero, el texto agregado con el bolígrafo negro no se interpone a ningún símbolo, pero aquí —apuntando la otra ilustración— la sombra proyectada de la cuña del escriba me parecía que tapaba algo, pero me equivoqué.   A pesar de las manchas negras, los símbolos son clarísimos —miró a los dos con una sonrisa—. ¿Quieren saber qué dice?

El ambiente, el silencio y las sombras que avanzaban sobre la biblioteca escenificaban el marco propicio para acentuar el suspenso que el encargado del museo le daba a la situación.

—Alejandro querido, ¡dejate de dar vueltas y largá el rollo! —fue el exabrupto de Suárez Belloco.

—Es un poema, escuchen:

 

Padre - Madre.

Busco tu presencia donde sale el sol.

Busco en donde se esconde.

Busco tu contacto.

Colmar mi morral con tu amor.

 

Luego tomó el otro dibujo y tradujo.

 

Yo también persigo la no muerte.

 

El licenciado sacó sus anteojos y contempló al joven estudiante.

—¿Satisfecho?

Avilar repasaba cada verso que había escuchado.  Márquez le acercó un papel en donde estaba escrito el poema.

—Joven, aquí tiene la respuesta a su inquietud.  Ahora, la inquietud es mía.  Estas palabras escritas aquí, en el dibujo más grande, “SEGUI BUSCANDO, ROBIN WOOD”, ¿son del propio autor?

—Así es.  Hace dos días le pedí un autógrafo y me escribió eso.

—Vaya, vaya.  Parece ser que usted comenzó la búsqueda nomás.

Avilar aflojó cada músculo tenso de su cuerpo e hizo crujir sus nudillos como era su costumbre antes de comenzar un discurso.

—Lo extraño es que no sé qué estoy buscando.  A decir verdad no estoy buscando nada, pero esto es la invitación a encontrar algo más.  Ese poema no me dice nada, no me da ninguna pista.

—¿Cómo? ¿No es que tienen relación con el guión de esta historieta llamada “Mi nombre entre los Bárbaros”? —preguntó un intrigado Suárez Belloco.

—Ninguna, en absoluto.  Este capítulo de Nippur narra la actuación de los bárbaros en sumeria.  Hombres rubios que atacan poblados y no dejan a nadie con vida. En una caravana Nippur es arremetido por los salvajes y queda como el único sobreviviente.  No lo matan sino que lo toman prisionero.  Es llevado a un campamento donde conoce al jefe, que es una mujer.  Ella se enamora de Nippur y él, aprovechando la ocasión al quedar a solas, escapa.  Incendia el campamento y para que no lo olviden, escribe su nombre en la arena antes de huir.

Alejandro Márquez se rascó la cabeza.

—Ajá.  Entonces ¿cuál es la referencia del poema de la tablilla en buscar a sus padres?

El viejo profesor también acotó.

—¿Y esa búsqueda de la no muerte?

—Esos mensajes nada tienen que ver en la historia.   El ejemplo más claro es en este pequeño dibujo, donde Nippur firma en la arena para que no lo olviden.  Y ahora podemos afirmar que allí no dice su nombre —Avilar no podía permanecer sentado y comenzó a caminar dando vueltas a la mesa—. Ahora, pensando en profundidad, no sólo los mensajes traducidos por el licenciado no tienen relación alguna con la historia, sino que ambos dibujos están fuera de contexto.  En la historia nunca se nombra a un escriba.  Y que Nippur, un gran guerrero pero mejor pensador y filósofo, dejara su nombre en la arena, es sospechoso.  ¿Arena?  Es volátil, inconsistente.  Una simple brisa y su nombre se borra.  Además, ¿por qué escribirlo?  No es lógico en la historia.  ¿Un signo ególatra en Nippur?  ¿Una presunción, una fanfarronería del personaje?  Las características de este guerrero son cien por cien opuestas a la vanidad.  Entonces, ¿por qué están esos mensajes?

El jefe de cátedra de Historia miraba a Avilar caminar y dar vueltas.  Le causaba gracia, porque era el mismo comportamiento que el joven profesor celebraba en la clase frente a sus alumnos.

—Tu ídolo tiene razón: “Seguí buscando”.

—Sí, tiene razón. Seguiré buscando... —Ariel levantó los brazos y miró hacia arriba—. ¡Es un mensaje secreto!

—¿Mensaje secreto? —preguntó el licenciado Márquez, que tuvo que darse vuelta completamente porque Ariel estaba parado justo detrás—. Joven, ¿acaso no serán muchas las horas que pasa frente a un televisor?

—No.  Es claro que es un mensaje para alguien.  Una broma, una apuesta, qué se yo.  Mire, en el mundo de los escritores, pintores, escultores, dibujantes, cineastas, existe una forma oculta de comunicación.  Oculta para todo el resto de la humanidad, pero no para el destinatario.  O bien encubre un enigma, un anagrama, que sólo lo sabe él.  Los artistas juegan mucho con esto.  ¿Escuchó a Los Beatles?  Sus canciones contienen mensajes secretos.  Ni que hablar de artistas como Salvador Dalí o Leonardo Da Vinci para ir más lejos.  Este poema —se acercó a la mesa para tomar el papel en su mano y revolotearlo— es seguramente eso.  Un mensaje para otro artista, o un juego entre Robin Wood y Lucho Olivera.

Los veteranos profesionales aceptaron la hipótesis de Avilar, pero el licenciado Márquez continuaba intrigado.

—Y ahora que sabe el mensaje oculto, ¿no le produce, aunque sea,  un leve cosquilleo por averiguar a quién está dirigido?  Le doy una pista: a sus padres.

—Puede ser, por lo de “Padre-Madre”.  Usted mismo tradujo aquí en singular: “Busco tu contacto”, o sea, que debe referirse a una sola persona.

Argentino Suárez Belloco dio una palmada en la mesa.

—¡Ah, bueno, eso es hilar muy fino!  Puede ser una licencia poética aludir a dos personas como una sola, mucho más refiriéndose a sus padres.

—Si, creo que me sobrepasé— pero Avilar no estaba conforme con eso—. ¡La pelirroja!

“Joven, está loco” estuvo tentado Márquez a contestar.

—¿Pelirroja? ¿A qué se refiere?

—Disculpen, pero vino repentinamente a mi cabeza una idea.  Ayer escuché a una pelirroja que hacía mención a su abuelo como “el padre de mi mamá”. Escuchen, ¿no podría ser que el mensaje estuviese dirigido a su abuelo materno?

—Comenzar a divagar sobre esto nos puede demandar horas y horas y nunca sabríamos la verdad —remató Suárez Belloco—. Lo que no podemos dejar pasar por alto es el punto que asombró a mi colega, el de la fecha de publicación.

Ariel Felipe Avilar, en tan solo un segundo, sacó de la galera un razonamiento para dejar conformes a los dos letrados.

—Un momento, un momento.  Este dibujo —dijo enfáticamente señalando a la fotocopia con los dibujos de Olivera— es escaneado de un libro recopilatorio de las primeras aventuras de Nippur que fue editado mucho tiempo después, en 1981.  ¡Trece años después!  La primera página fue retocada y dibujada nuevamente para el libro recopilatorio.  Esto explica por qué aparecen esos signos cuneiformes.

La explicación conformó a los científicos, pero no para Ariel, pues sabía que puntualmente en aquel episodio de Nippur no se había retocado el dibujo, salvo el aplicar espantosos colores a su original de blanco y negro.

El enigma fue el mayor estímulo.

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