
Capítulo 11
Asunción, Paraguay
“Calle de viejos lapachos”
La noche se apoyaba sobre Asunción. El empedrado comenzaba a desprender el calor acumulado durante el día provocando un leve y casi imperceptible vapor que se desvanecía a milímetros del suelo. Los viejos lapachos de las desgastadas veredas aún florecían con sus rojos y fucsias, llenando de color a la capital de Paraguay. La sombra del planeta cubrió la ciudad mientras las amarillentas luces artificiales iniciaban su parpadeo original. Un auto se detuvo frente a una de las tantas casonas ubicadas en aquel boulevard. Del taxi bajó un hombre con un pequeño bolso en la mano. El auto arrancó haciendo chirriar al empedrado, dejando detrás a una solitaria silueta de imprecisos contornos desdibujados por las luces de los antiguos faroles. El hombre, de pie, enfrentó a la vieja residencia. Anunció su presencia pero nadie respondió a su llamado. Abrió la vieja cancela e ingresó en el patio delantero, cubierto de una frondosa vegetación. Llegó a la puerta principal de la casa. Golpeó tres veces. Nadie respondió. Apoyó su maletín en el piso y trató de accionar el picaporte. Sabía que en aquella vieja casona las puertas no se cerraban con llaves. Tratando de ingresar, no se percató de que alguien lo estaba espiando desde la oscuridad del patio. Tampoco se dio cuenta de que lo seguían, hasta que sintió en su nuca la evidente presión de que lo estaban amenazando con un arma.
—No te muevas o la cabeza se despedirá de tu cuerpo.
Con la rapidez y la solvencia de conocer las artes marciales, el hombre giró sobre si mismo y tomando ambos brazos de su atacante, le hizo girar en el aire haciéndolo caer de espaldas sobre el duro mosaico del piso.
—Púdrete en el infierno en el que mereces vivir, perro sarnoso y con lepra de cien gorilas.
El hombre que estaba en piso, boca arriba y con el zapato del otro apretándole casi la garganta, alcanzó a suplicar.
—¡Piedad, hermanito! No creas que me olvidé de que eras cinturón negro. Sólo quería saber cómo andaban tus reflejos después de tanto tiempo. ¡Y no me arruines la camisa!
Robin Wood rió y ayudó a incorporarse a su hermano. Hacía algo más de cuatro primaveras que Robin y Ronny no se encontraban. Ronny, o bien Ron como lo apodaba su hermano, se había radicado en la ciudad de Asunción desde muy joven. Cinco años menor, fue en la familia el hijo recto y trabajador, el que respetó siempre las reglas familiares. En cambio Robin, fue como el hijo pródigo pero, a diferencia de la divina parábola, nunca había regresado a su casa. Ronny se hizo cargo de su anciana madre hasta el día que ella murió. Nunca reprobó la actitud de su hermano, pues admiraba sobremanera a Robin. Envidiaba su capacidad de aprender y aprehender de cada matiz de la vida. Ronny supo que su destino era muy diferente y lo aceptó sin frustración ni recelo. Se sintió feliz cada día sabiendo que estaba ubicado en el lugar y en el espacio que le había designado la vida. Siendo muy niños, los juegos eran propuestos por Robin, y era el que imponía las reglas, siempre en desmedro de Ron. Esto enfurecía al menor de los Wood. Sus padres habían dejado bien claras las reglas del buen decir. Las malas palabras estaban prohibidas, sin excepciones y quien las dijere sería castigado. Es por eso que Robin reemplazó aquellas palabrotas por otras de menor impacto pero que por su significado denostaban un más profundo énfasis. Esta ocurrente forma de maldecir le sirvió a Robin para escribir en sus guiones tremendas puteadas que eran aceptadas en la editorial en la cual trabajaba, muy cuidadosa de la buena moral por cierto. Ronny invitó a pasar a su hermano al interior de la casa y le ofreció el dormitorio para huéspedes.
—Ron, por favor, preparame unos tererés que me muero por uno.
El menor de los Wood preparó la bebida que Robin anhelaba desde que había partido del aeropuerto de Ezeiza. A la espera de la mujer de Ronny, que volvía del paseo con sus dos hijos, ambos hermanos se ubicaron a la mesa de madera de la amplia cocina.
—Qué bueno verte, Robin. Desde que avisaste que venías por aquí cambié todos los planes para este fin de semana —dijo Ron entregándole el frío mate en la mano.
—No quiero joderte la vida, che. El lunes me busco un hotel, porque pienso quedarme algo más que un par de días.
—¿Qué venís a hacer por aquí?
Robin demoró en contestar lo que demandó en terminar de chupar toda el agua.
—Varias cosas, Ron. Una es que me enteré de la inauguración de un parque con mi nombre y me gustaría saber de qué se trata. En una de esas el parque es una verdadera cagada y retiro mi padrinazgo.
Ronny lo miró quieto, esperando el siguiente motivo.
—¿Y la otra razón?
—Es difícil de explicártelo. Es una muy vieja meta que retoma fuerza. Hace dos días, en Buenos Aires, me hicieron una entrevista. Fue la primera entrevista al llegar a la Argentina. Será por eso que el resto del viaje me sentí algo afectado.
—Viniste solo esta vez —Ronny sabía de la relación con su secretaria Graciela y estaba ansioso por conocerla.
—Si, vine solo. Porque esto tiene que ver conmigo. Y con vos también.
—Robin, ¿de qué hablás?
El escritor se levantó de su silla y miró la calle a través de la ventana. Las luces amarillas de las viejas farolas iluminaban el boulevard.
—La entrevista fue el jueves en el hotel. Me la hizo un pibe, mirá vos. Estudia historia, se va a recibir pronto. Hizo las preguntas de siempre: cuando comencé, qué hice, etcéteras. Las mismas preguntas que respondo siempre con las mismas respuestas. Pero dijo algo que me tildó.
A sus espaldas, Robin escuchó un fuerte impacto. Dio media vuelta. Su hermano había golpeado la mesa con la mano abierta, haciendo temblar el centro de mesa.
—¡Malditos mosquitos! Arreglé todos los mosquiteros de la casa y siguen entrando, los muy tercos.
—Veo que me das la misma pelota de siempre.
—Vení, sentate, hay otro mate. Decime qué te dijo el muchacho.
—Me preguntó si los McLeod de la serie Highlander tenían relación con la familia.
Ronny detuvo un segundo la respiración.
—¿Qué? Este pibe, ¿sabe algo?
—No, por supuesto que no. Yo jamás hablé del asunto con nadie, ni aún con mis ex mujeres. Enseguida el muchacho se disculpó de la pregunta. Parece que le salió del alma, la improvisó por una relación directa. Lo peor del caso es que le insinué que el personaje de Gilgamesh no lo creó Lucho Olivera.
—Metiste la pata, hermano.
—Puede ser, puede ser. Pero hay algo en él que me dejó intrigado. Hay algo en ese chico que me dice que finalmente lo voy a encontrar.
Ron le entregó el mate a su hermano.
—Ah, estás hablando de ver al abuelo, ¿no?
—Sí. El abuelo, Ron. Sabés que fui a buscarlo, pero nunca lo encontré.
Ronny se levantó de la mesa, se ubicó al lado de Robin y ambos miraron hacia la la calle.
—Robin, después de tanto tiempo he llegado a la conclusión que las historias de mamá fueron pura fantasía, una leyenda que se hizo carne en la colonia. Todas esas aventuras que nos contó mamá sobre el abuelo durante años, que yo escuché siempre... No sé. Se me hace invento. Pero para vos ha sido verdad y fuiste a buscarlo.
—¡No hablés así! —Robin enrojeció su garganta—. ¡Vos no lo conociste! ¡Yo si! ¡Yo si! ¡Yo sé que él vive! ¡Y esta vez vuelvo para encontrarlo!... —un largo silencio sólo quebrado por el ronroneo de un auto pasando sobre el empedrado. Ronny seguía mirando a través de la ventana—. Ron, hermano, vení. Sentate. Dame otro mate por favor.
Ronny volvió a la mesa y miró con ternura a su idolatrado hermano.
—Siempre has creído en la fantasía, Robin. Sos un idealista, un eterno soñador. Por eso te quiero
A Robin se le hizo un nudo en la garganta.
—Si, lo soy. Un eterno creyente en las hadas, Ron. Yo sé que existen.