
Capítulo 12
Buenos Aires
“Segundo A”
Terminó de masticar el último bocado de pizza y alejó del borde de la mesa el plato con los cubiertos cruzados. El placer final no consistía en saborear el último trozo de mozzarella, sino en el disfrute del cigarrillo que siempre fumaba como postre en toda comida. El pesado hombre de barba casi blanquecina abrió el nuevo paquete de Gitanes y hurgó en sus bolsillos buscando el encendedor. Lo encontró en la parte interna de la chaqueta de jean. Con el cigarrillo en la boca accionó el mecanismo para encenderlo pero el barato sistema de lumbre a piedra se deshizo en su mano. La rueda con muescas cayó al piso, desapareciendo entre las patas de las sillas. El hombre miró lo que quedaba del nuevo encendedor que había comprado esa misma mañana. Maldijo en voz baja y se echó propias culpas por haberlo comprado tan sólo a un peso al vendedor callejero. Juró que gastaría más dinero comprando un Zippo, los viejos e inalterables encendedores de bencina. Dejó a un lado el roto aparato y buscó al mozo para pedirle fuego. Éste no se encontraba dispuesto en aquél momento. Fue entonces que vio al muchacho recostado sobre la puerta de entrada a la pizzería. Se levantó de su solitaria mesa y fue hacia él.
—Flaco, ¿tenés fuego?
Ariel Avilar contestó con la respuesta correcta de otra pregunta.
—No fumo, perdoná.
El hombre volvió a su mesa aún con el cigarrillo sin encender colgando entre sus labios. Ariel dio media vuelta y miró hacia la vereda. Los relojes de toda la Argentina marcaban las 21:30 y por un momento él quiso estar en otro país. Transcurrieron tan sólo cinco minutos desde que había arribado a la pizzería donde debía encontrarse con Natalia. Aún podía dar marcha atrás y dejar de lado el plan que ella había ideado. En plena noche del sábado, Ariel sentía que su lugar no era el estar parado allí, en una pequeña pizzería de Barrio Norte. Por un momento deseó salir corriendo, olvidar la promesa que había hecho y bolichear tranquilo por las calles de Quilmes. Pero, muy por el contrario a lo opinión de sus ex novias, él era un hombre de palabra. Si había prometido menos de veinticuatro horas antes que él lo iba a hacer, pues así sería. Tal dicotomía, de entrar a lo de Lucho Olivera sin su permiso o hacerlo con el consentimiento de su “maestro”, no la había podido resolver durante toda la madrugada, toda la mañana, casi toda la tarde y en las pocas horas de aquella noche. Las excusas planteadas por Natalia parecían tener sentido, pero no lograban convencerlo. Por más que lo pensara de mil maneras, no encontraba una forma digna de dar una solución a su futuro accionar, que comenzaría tan pronto su amiga apareciese por esa vereda a entregarle la copia de las llaves del departamento de Olivera. Los nervios comenzaban a alterarlo, sumado al cansancio que iba acumulando por no lograr dormir en las últimas cuarenta y ocho horas. Ni siquiera había podido analizar las consecuencias de la reunión de aquella tarde en el museo etnográfico. Sus pensamientos perdían coherencia y no respetaban ningún orden. Pero a pesar de todo ello, aún continuó en la tensa espera. Minuto tras minuto asomaba su cuerpo a la calle para tratar de divisar a Natalia, pero el tiempo pasó sin novedades. El cansancio le devino en malestar. Pasados los veinte minutos su espera desesperó. Natalia no estaba cumpliendo su parte, y por lo tanto él se sintió habilitado para abandonar el plan. El alivio lo hizo suspirar; estaba liberado de cometer un acto cercano a lo criminal según su escala de valores.
Cuando Ariel Avilar decidió encarar la marcha de regreso a su casa, su celular lo detuvo.
Luis Olivera, muy ceremonioso como era su costumbre, invitó a pasar a la joven Natalia Arlegain a su departamento. La relación entre ellos había nacido poco tiempo antes y entablaron una amistad honesta, sin otro motivo que dejar transcurrir juntos el tiempo hablando de historia, de ciencia y de arte. Lucho no trababa relaciones de este tipo fácilmente. No tenía casi ninguna comunicación con sus vecinos. Él sabía que ellos eran personas que gustaban de espiar la vida ajena y no le hacía ninguna gracia que vieran entrar a una joven y bonita señorita a su departamento. Pero no podía escapar de tal chusmerío y aprendió a dejar pasar por alto los comentarios que él nunca escuchaba pero con certeza se hacían detrás de otras puertas. Aunque era un hombre que muy difícilmente permitiera ingresar a cualquiera a su departamento, con Natalia era distinto. Ella lo había atrapado con su encanto, su simpatía, su inocencia y nunca intentó siquiera insinuar un mínimo acto de seducción hacia el artista. Luis Olivera apreciaba las actitudes de buena educación en una persona y esa razón -más las otras antes mencionadas- hicieron de Natalia su amiga. Desde el último encuentro que ambos habían compartido, transcurrieron más de sesenta días.
—Ya no recordaba su cara —bromeó el artista, hablando con su característica voz grave.
—Lucho, sos exagerado como un andaluz —dijo Natalia ingresando en el departamento.
Desde la puerta de entrada se accedía a un gran living comedor con un amplio ventanal al fondo, cubierto de pesadas y sedosas cortinas. Todo el piso estaba alfombrado de pared a pared con una moquet de suave color beige. Tres sillones rodeando una pequeña mesa de vidrio invitaban a sentarse para disfrutar del cálido ambiente. Las paredes estaban revestidas con un delicado papel de líneas verdes. Allí colgaban gran cantidad de obras, pinturas de estilo clásico. Ninguna reproducción, todos originales. Su autorretrato, de excelente factura y gran tamaño, presidía el lugar.
Una vitrina iluminada desde su interior exponía varias obras de arte, la mayoría de alto valor, tanto histórico y artístico como pecuniario. Desde el Louvre una reproducción en miniatura de la Venus de Milo, de la Grecia del siglo III una estilizada ánfora con grabados en oro, del reino del Nilo dos figuras doradas representando a Osiris y a Horus, de la civilización perdida de los aztecas un par de utensilios de aproximadamente seiscientos años de antigüedad. Entre otras exóticas piezas, como escondiéndose entre tanto esplendor asomaba la opacidad de una pequeña vasija de vidrio, de pequeño tamaño, sin brillo. Sin embargo era la pieza con más antigüedad en la pequeña colección, con mas de tres mil quinientos años, originaria de la región mesopotámica de los ríos Tigris y Éufrates. Dicho vaso le fue regalado a Olivera en un viaje que había realizado hacía treinta años. Lucho lo protegía con un cuidado diferente, como si fuera la pieza de más alto valor. Pero no era el único elemento dentro de su departamento que atesoraba de tal manera. Otra obra, pero realizada por él, tenía tanto o más valor que esa pequeña vasija de vidrio.
Natalia, al pasar delante de la pequeña mesa de vidrio, apoyó una cámara digital que llevaba en su mano y se acomodó en la gran mesa del comedor que se ubicaba cerca del ventanal.
—Lucho, perdoname, pero se me hizo tarde —explicó mientras tomaba asiento y a la vez suspiraba profundamente.
—¿Tenemos tiempo de llegar al cine?
—Obvio. Es más —se acomodó la larga melena y sonrió—. Hasta tenemos tiempo de cenar.
—Niña —respondió Olivera—, me han sobrado algunas empanadas de este mediodía y si quiere preparamos una ensalada...
Natalia lo interrumpió.
—¡No no no! Hoy te invito yo. Me muero de ganas de una deliciosa pizza, de esas que venden acá a la vuelta.
—Sí, no estaría mal repetir tal salida —el artista recordó la noche cuando, tiempo atrás, los dos cenaron en aquella pizzería. Luego, se quedó contemplando la cámara de fotos que estaba apoyada sobre el vidrio de la mesa—. ¿Y este artefacto, es una cámara digital? —la tomó con sumo cuidado—. No entiendo mucho de esta tecnología.
—Con esa cámara no se necesita rollo de película. Me la compré la semana pasada y saco fotos hasta mientras estoy durmiendo —Natalia se levantó y fue a la cocina—. Permiso, Lucho, voy a ver si hay gaseosa —entró rápidamente en la cocina, tratando de ganar espacio por si él la acompañaba. Con un rápido movimiento tomó la copia de las llaves colgadas en el tercer gancho de un pequeño portallaves colgado en la pared. Guardó las llaves en el bolsillo delantero de su pantalón. Abrió la puerta de la heladera y le habló con la cabeza introducida en el frío compartimiento—. ¡Lucho! ¡No tenés nada para tomar! Voy a comprar una Paso de los Toros como te gusta a vos.
Olivera aún estaba observando la cámara de fotos. Pareció no prestar ninguna atención a lo que gritaba Natalia dentro del refrigerador. Continuó con sus pensamientos.
—No entiendo de esta tecnología en la fotografía, y no creo que la calidad digital supere a la película tradicional.
La joven salió de la cocina.
—Después nos sacamos unas fotos. Ahora voy a salir un momento a comprar las pizzas y vuelvo.
A pesar de que la primera impresión de Olivera era que no prestaba interés cuando estaba concentrado en un tema, realmente atendía a múltiples acontecimientos en forma simultánea. Lo más sorprendente era que no se le escapaba el mínimo detalle de lo que veía o escuchaba o de otro impulso sensorial. Su prodigiosa mente seleccionaba cada hecho en forma separada y él respondía conforme a la motivación generada por ese estímulo. Las últimas palabras de Natalia lo obligaron a mudar de tema en forma abrupta.
—Deténgase, niña. No irá esta noche a comprar las pizzas y la tónica —lo pronunció de manera tal que Natalia se detuvo en forma súbita.
—¿Por qué no me dejás ir?
—La zona se ha puesto muy peligrosa —Olivera se puso de pie—. Hace dos días asaltaron a un muchacho siendo las veintiuna y cuarenta. Como puede ver, ya no es seguro transitar en la noche. Caminó hasta su viejo teléfono negro, con el viejo disco numérico haciendo sonar la campanilla al retirar el tubo de la horquilla—. No se preocupe, que cenaremos nuestra pizza. Realizaré el pedido como es la nueva costumbre, esa que llaman ahora “de líbero”.
La cara de Natalia abandonó toda sonrisa. Dio tres pasos y apretó la horquilla del aparato telefónico. Su plan corría peligro.
—Si me permitís, gran maestro —contestó con toda cortesía y el mejor humor posible—, hoy no vas a gastar ni siquiera una llamada —entre risas le tomó el auricular del teléfono—. Yo lo haré desde mi celular.
Natalia lo obligó a sentarse en el sillón. El artista no alcanzó siquiera a balbucear excusa alguna.
—Ahora, lo único que te pido es que me digas el número al cuál llamar. Y no se dice “de líbero”, sino “delivery”.
Él rió. Lo tomó como una gracia más de esa chiquilla y le siguió la corriente. Natalia representaba para él la imagen de la hija que siempre quiso y no pudo tener. Comenzó a dictarle el número de la pizzería que conocía de memoria. Ella iba marcando en su celular, pero no exactamente los mismos números que Lucho le estaba indicando.
Cuando Ariel Avilar decidió encarar la marcha de regreso a su casa, su celular lo detuvo.
—¿Hola?... —contestó atropelladamente. Del otro lado escuchó la voz de Natalia.
—¿Con la pizzería? —dijo la muchacha.
Ariel se mostró desencajado.
—¿Natalia? ¿Sos vos? Estás hablando conmigo, Ariel, Afa.
Lucho Olivera observaba a la joven mientras ella realizaba el pedido caminando de un lado a otro, pero sin perder la tranquilidad.
—Sí, si. Te escucho... Buenas noches. Es para hacerte un pedido.
—¿Un pedido? —respondió Avilar, intrigado.
—Anotá, por favor. Una especial de mozzarella y jamón. ¿Hay mucha demora?
—¿!Qué!? No te entiendo. ¿Por qué no venís a la pizzería? Te estoy esperando hace media hora.
Natalia continuó. Apretó las mandíbulas, como suplicando para que su amigo comprendiera el mensaje.
—Perdoná el apuro. Es que siempre voy en persona, pero hoy andamos cortos con el tiempo y necesito que me traigan la pizza al departamento. ¿Cuánto me dijo que va a demorar?
Ariel se rascó la cabeza. Intuyó que algo no estaba saliendo según lo planeado y que había cambios de planes.
—Ah, voy entendiendo... ¿No podés venir? ¿Querés que yo la compre y vaya para allá?
Natalia aprovechó que Olivera se retiraba al dormitorio y le habló en voz muy baja.
—Sí, boludo, apurate, no puedo ir —volvió a levantar el tono de voz—. ¿¡Veinte minutos me dijiste!? ¡Perfecto, che! ¡Ah, no te olvides de traer una Paso de los Toros!
Ariel observó la cantidad de gente que había en la barra.
—¡No creo que me la den en tan poco tiempo! —gritó.
—Sí, una tónica. Si no es Paso de los Toros, cualquier otra, pero tónica. ¿Cuánto me va a salir?
Ariel hizo un rápido cálculo matemático mirando la cartelera de precios.
—Veinticinco pesos, creo....
—Espere, ya le paso el dato... —Natalia se dirigió donde estaba el artista—. ¿Cuál es la dirección, Lucho? —Olivera le dictó a Natalia, que repitió lentamente— Agüero 2228, segundo piso, departamento A. ¿Todo bien?
Ariel, como no tenía en ese momento ningún bolígrafo ni en qué anotar, lo memorizó.
—Si, supongo que está bien.
—Muchas gracias, te espero. Y cortó la comunicación.
Ariel Felipe Avilar, sin margen para la duda o la indecisión, comenzó a actuar por instinto. Hizo el pedido de la especial de jamón con el agua tónica y rogó por dos cosas: que la demora no se excediese y que la plata que tenía en su bolsillo alcanzara. Vio con horror que sólo contaba con un billete de veinte pesos más algunas monedas. Según sus cálculos el coste exacto sería de veinticuatro pesos con cincuenta centavos, pero no modificó el pedido. Agradeció a su suerte que fuera una empleada la que controlaba la caja. Apeló otra vez a sus encantos masculinos.
—Lo tuyo es veinticuatro con cincuenta —le dijo la cajera.
Ariel sacó los últimos veinte pesos que le quedaban y giró la billetera para sacudirla. Las monedas cayeron sobre el mostrador, rodando para todos lados. Algunas terminaron en el piso. Se agachó para recogerlas.
—Qué torpe que soy, no serviría para crupier —mintió—. Acá está el resto —y le dio todas las monedas.
La empleada contabilizó todas las pequeñas monedas con sólo una mirada.
—Me faltan noventa centavos.
Ariel, haciéndose el sorprendido, miró para el suelo.
—Hubiese jurado que estaba todo... quizás se cayeron debajo de la mesada—. Buscó en sus bolsillos, pero sólo retiró un arrugado boleto del viaje en colectivo. El pago se estaba demorando. Un hombre de amplia calvicie ubicado detrás de Ariel en la fila se hartó de la situación. Sacó de su bolsillo una moneda y dio un par de golpes leves sobre el hombro de Avilar. Ariel dio media vuelta.
—Dale, pibe. Pagá de una vez —el pelado le dio la moneda.
—Gracias, gracias —repitió Ariel. Tomó la moneda de un peso y se lo dio a la cajera—. Podés quedarte con el vuelto.
Los dieciocho minutos que demoraron en entregarle la pizza fue un calvario para Ariel. Caminó de un lado a otro del negocio, mirando constantemente su reloj. Cada tanto le guiñaba un ojo a la cajera, que lo miraba con curiosidad, debido al evidente nerviosismo que, como aura, emanaba de su ser.
Con la caja de cartón caliente entre sus manos y la botella de plástico con la gaseosa colgando dentro de una bolsa de nylon, salió disparado hacia el departamento de Lucho Olivera, tan sólo a dos cuadras de distancia. Cada paso que daba, cada metro que se acercaba a su destino, las palpitaciones las pudo sentir en su sien. Se detuvo frente al edificio y contempló desde la vereda de enfrente el segundo piso. Dedujo que el departamento A era el que tenía la luz encendida de la sala, pero no pudo observar a nadie debido a las cortinas que le impedían la visión. Cruzó la calle Austria y presionó el botón 2-A en el panel del portero eléctrico.
—¡Bieeeen, llegó la pizza! —gritó Natalia con alegría. Corrió hacia la cocina buscando el portero y contestó el llamado— ¿Quién es?
“Yo, Ariel” casi fue la repuesta, pero el joven continuó con la farsa.
—El pedido de El Quijote, señora.
—Pase, pase —y apretó el botón para liberar la traba de la puerta de calle.
—Esa forma de abrir ya está en desuso, Natalia —le dijo Lucho, parado frente a la entrada de la cocina—. El consorcio decidió, por seguridad, inhabilitar el permiso de entrada desde los departamentos. Así es que voy a ir a atenderlo a la calle. Lucho comenzó a abrir la puerta para ir hacia la planta baja.
Olivera no debía encontrarse con Avilar. El plan volvía a estar en peligro y esta vez fue Natalia la que actuó por instinto.
—¡Esperá, Luis, que te doy la plata!
—Después arreglaremos eso, niña —respondió mientras salía hacia el pasillo.
Cuando Lucho Olivera estaba esperando el ascensor, el teléfono de su casa comenzó a sonar. Natalia corrió para atender y le gritó:
—¡Luchoooo! ¡No bajes todavía! ¿Atiendo el teléfono?
El dibujante, muy intrigado por el llamado, no alcanzó abrir la puerta del ascensor -que había llegado al segundo piso- y volvió hacia su casa. Le hizo un ademán a Natalia para que atendiera.
—¿Hola? —contestó la joven. Pronto puso una expresión extraña. Tapó el micrófono del tubo con una mano para hablarle a Olivera—. No entiendo lo que me dicen, creo que es en italiano… —volvió a hablar al teléfono, con las pocas palabras que conocía.--. ¿Chi parla?
Lucho Olivera ingresó casi corriendo.
—Déjeme. Debe ser desde la editorial.
Aprovechando la situación, Natalia le sacó de sus manos la llaves, y dándole un beso en a mejilla le dijo:
—Perdoname, pero he dicho que esta noche invito yo.
Cuando Olivera quedó preguntando quién hablaba del otro lado de la línea, la joven ya estaba bajando los dos pisos por la escalera. Su brillante idea de marcar el número de Olivera con su celular y hacerle creer que la llamada provenía de Italia, había tenido éxito.
Ariel se alegró de ver que su amiga bajaba a atenderlo. Ella abrió la puerta.
—Casi se arruina pero ya está todo en sus carriles —le sacó la pizza y la bebida. Ariel no había alcanzado ni a decir hola. Ella hablaba muy acelerada, y no respetaba la puntuación en el decir. Le dejó la copia de las llaves en la mano—. En quince minutos estaremos saliendo no te dejes ver porfa chau.
Ariel no pudo articular ni media palabra cuando Natalia le cerró la puerta en la cara y sólo le brindó una sonrisa a través del vidrio. Él le contestó con un movimiento de mano y vio desaparecer a su amiga por el pasillo del fondo. El acto había acontecido con tal rapidez que no tuvo la más mínima ocasión de saludarla, y ni mucho menos de reclamarle el importe de la cena. Ariel no tenía ni medio centavo encima y estaba muy lejos de su casa.
Guardó las llaves en su bolsillo y comenzó a caminar por la vereda de enfrente en un ir y venir de esquina a esquina. Para no llamar la atención por su sospechosa actuación, se quedó parado en la esquina como esperando a alguien. En uno de los departamentos de planta baja, una anciana -de esas que nada tienen que hacer excepto mirar para afuera como gato en una ventana- observaba atentamente a Ariel que iba y venía de un lado a otro. En la quinta vuelta, él se percató de la mirada punzante de la anciana y al pasar delante de su ventana, le dirigió un saludo, como una gracia, o como para decirle “vieja del demonio, metete en tus cosas”.
La espera se dilató por más de quince minutos y su cuerpo transpiraba, no por el calor, sino por los nervios. Vio salir del ascensor a Natalia seguida por su maestro, Lucho Olivera. Corrió a esconderse detrás de un árbol donde la amarilla luz de la calle no alcanzaba a iluminar. Desde allí vio cómo salieron del edificio. No se movieron de la entrada hasta que llegó un remís. Ambos se subieron al auto y éste arrancó por Austria doblando por Pacheco de Melo. Ariel se mantuvo quieto algunos minutos, asegurándose de que el remís no volviera. Tomó la llave del departamento y cruzó la calle. Respiró hondo y relajó todo sus músculos antes de ingresar. Actuando con total naturalidad, abrió la puerta y se encaminó hacia las escaleras. Los nervios no deberían traicionarlo, aunque cada paso que daba temía resbalar por los encerados escalones. Le costaba subir, y sentía que perdía el aire. Suspiró varias veces antes de llegar al segundo piso. Fue hacia la puerta del departamento A. Colocó la llave en la cerradura y abrió. Se mantuvo inmóvil y no quiso mirar antes de ingresar. Suspiró una vez más.
Cuando abrió los ojos vio que el departamento no se hallaba a oscuras. Una lámpara de pie iluminaba la sala con luz tenue, casi dorada. Con sumo silencio, Ariel Felipe Avilar cerró la puerta sin accionar la cerradura. Su estado de rigidez mezclado con el temor le impedía avanzar. Se quedó un largo minuto contemplando todo desde el hall de entrada. El silencio, envolvente y espeso, sólo era quebrado por el ruido de un motor que se colaba por las gruesas cortinas. Recorrió con la vista todo el ambiente. Vio la mesa de vidrio, y sobre ella, la cámara que le había dejado Natalia. A la izquierda, una enorme vitrina. Más atrás un gran juego de comedor. Y en las paredes, cada cuadro vestía al ambiente como la más importante sala de un magnífico museo de bellas artes. Avanzó para recoger la cámara. Antes de tomarla, levantó la vista para su derecha y vio el gran autorretrato de Olivera. Se estremeció. Un escalofrío le recorrió la espalda. La mirada del dibujante estaba clavada en él, y la expresión de su rostro marcaba una fría severidad. El realismo con el que dibujaba y pintaba Olivera, hacía que sus obras parecieran tener vida propia. Así lo sintió Ariel, y le pidió disculpas.
—Perdón Maestro. No sé cómo es que estoy haciendo esto, pero tengo la sensación de que es para bien.
Como toda imagen de un rostro que mira de frente, el retrato daba la impresión de seguir cada paso de Ariel por el departamento. Sentía la mirada de Olivera clavada en su espalda, observándolo sin pestañear, lo que acentuó su sentimiento de culpa. Pudo dejar a un lado la inevitable curiosidad de observar de cerca cada precioso elemento de esa mágica residencia y se dirigió a la cocina. Colgó el llavero en el sitio donde Natalia le había indicado y encaminó sus pasos hacia el dormitorio. No encendió la iluminación de la alcoba, la tenue luz que llegaba desde la sala le permitía ver claramente el placard. Actuando en penumbras se sentía más tranquilo, o quizás menos culpable. Abrió las dos pequeñas puertas superiores del armario y en puntas de pie hurgó por la negra carpeta. El compartimiento estaba completo con cajas de diferente tamaño, muchos papeles apilados, y varias cajas metálicas. Buscó por debajo y creyó tocar el vértice de una carpeta. Como no podía agarrarla con firmeza, estiró todo su cuerpo y comenzó a tironear. Por un momento varias cajas se desacomodaron y estuvieron a punto de caer sobre su cabeza, pero pudo detener el derrumbe con su brazo izquierdo. De esta forma, logró extraer la tan buscada carpeta.
Transpiración muy fría recorrió espalda y axilas; sus pulsaciones aumentaron el doble cuando llevó la carpeta negra a la larga mesa del comedor. Con cuidado extremo abrió la tapa y allí vio lo que nunca hubiese imaginado, ni aún en sus sueños más fantásticos.
La más impresionante historieta que Ariel recordara haber visto se le presentó ante sus desorbitados ojos. Tuvo la extraña sensación de que los dibujos emanaban luz propia. Se quedó boquiabierto durante casi un minuto contemplando aquella obra de arte. La pobre iluminación de la sala comedor llegaba débil sobre el majestuoso papel blanco de enormes dimensiones. Aún así, el joven profesor de historia quedó contemplando la primera página.

Después de leer el texto y contemplar cada trazo de ese soberbio dibujo, dispuso de la cámara para fotografiar. La luz de la sala no le pareció lo suficientemente intensa. A pesar de que el aparato contaba con flash, corrió hasta la puerta de ingreso para encender todas las luces desde el interruptor. Cuando volvió a la mesa, enfocó la lente pero no llegó a disparar. Un fortísimo estallido hizo temblar las paredes. Las ventanas del balcón vibraron a punto de quebrar los vidrios. De repente, todo fue oscuridad. Luego, un continuo ruido, semejante el derrumbe de edificios, llegó desde el exterior. A través de las cortinas, el departamento se iluminaba con el esporádico resplandor de los relámpagos. Ariel fue hasta el ventanal y corrió una de las pesadas puertas de hierro y vidrio. Salió al balcón. Un telón de agua caía hacia la calle que comenzaba a inundarse de vereda a vereda. La sorpresiva tormenta que pretendía convertirse en diluvio arreciaba con potentes truenos. La luz se había cortado hasta donde alcanzaba la vista de Ariel. El pánico no paralizó al joven que volvió a ingresar para terminar su trabajo, a pesar de la oscuridad. Sacó una foto de la primera hoja cuando la electricidad volvió a generar luz para iluminar todo el ambiente. Con más ansias de huir de aquel sitio, que de ver y contemplar la obra extendida ante sus ojos, desplegó la segunda hoja y accionó la cámara digital.

Tan ensimismado se encontraba con la historieta que no escuchó el ascensor detenerse en el segundo piso, ni el ruido de la puerta metálica al abrirse. Cuando se preparaba para fotografiar la tercera página, supo que el miedo y la ansiedad lo habían traicionado. Se dio cuenta que estaban por ingresar al departamento cuando percibió que introducían la llave en la cerradura.
Diez minutos antes, Natalia y Lucho Olivera se encaminaban hacia el cine, pero fue cuando el dibujante dio media vuelta llevando a la muchacha del brazo. La tormenta estaba por caer y el artista no quería estar fuera de su casa. Natalia intentó sin éxito detener el regreso. Olivera estaba muy alterado con la tormenta y con los cortes de luz.
En el momento que Lucho introdujo la llave para abrir la puerta, Natalia cerró los ojos con fuerza, y comprendió que todo el plan había fracasado. El artista, con el rostro rígido, un rictus de que algo estaba realmente mal, miró a Natalia de reojo y le comentó en voz baja:
—Acá entró alguien. Las luces del comedor están encendidas.
Con una valentía que a Natalia le sorprendió, Olivera abrió totalmente el ingreso a su vivienda con un portazo y se quedó parado en el pasillo mirando hacia el interior. Natalia tapó su rostro con ambas manos y se apoyó contra la pared. Lucho Olivera gritó como arengando a una tropa.
—¿¡QUIÉN ESTÁ ALLÍ!? ¡SALGA INMEDIATAMENTE!
Nadie contestó desde adentro. Olivera seguía de pie, estático, firme. Natalia asomó su cabeza y esperaba ver a Ariel, pero Ariel ya no estaba. Lucho ingresó y fue directo hacia la mesa del comedor, viendo sus dibujos desparramados.
—¡NOOO! ¡¡MIS DIBUJOS!!
Natalia lo siguió. Olivera continuó gritando.
—¡Han descubierto el Código! ¡Han descubierto el Código! —repetía una y otra vez mientras revisaba las láminas.
Natalia vio que la cámara no estaba sobre la mesa de vidrio en la entrada y se acercó hasta donde Lucho, desesperado, contaba las páginas de su obra y las metía en la carpeta. Luego caminó hasta el ventanal, pues vio que las cortinas bailaban con el viento. La puerta ventana se encontraba abierta y salió al balcón. Asomó la cabeza hacia la calle y vio a Ariel descendiendo por la reja de la casa vecina llegando hasta la vereda y desapareciendo bajo la lluvia.
Al escuchar que trataban de abrir la puerta lo primero que se le ocurrió a Ariel fue esconderse en el balcón, pero no tardarían en encontrarlo. Se asomó por la derecha y calculó cómo llegar desde el segundo piso hasta la terraza de la casa adyacente. Guardó la cámara en el bolsillo de su pantalón y, con mucho cuidado de no patinarse, pasó su cuerpo al otro lado de la baranda. Parado en el flanco exterior sujetándose a los barrotes, se deslizó hacia el primer piso. La lluvia continuaba su incesante caer y el agua le chorreaba por todo el cuerpo. El balcón del primer piso estaba protegido con una reja cuadriculada desde el techo hasta el piso y eso lo ayudó para poder afirmarse con los dedos en el trenzado de hierro, hasta alcanzar con los pies el borde de la baranda. Dio media vuelta y no tuvo más que dar un pequeño salto hasta la terraza de la casa vecina. Desde allí, buscó bajar a la vereda y para lograrlo le sirvió la fuerte estructura de reja de una gran ventana. En un minuto había alcanzado el piso y huyó corriendo.
La anciana, desde la vereda de enfrente, lo vio todo. Abrió la ventana y comenzó a gritar, llamando la atención de un patrullero que casualmente pasaba por delante de su vivienda.
—¡UN LADRÓN! ¡UN LADRÓN! —gritó con una chirriante voz aguda dirigiéndose a la policía mientras gesticulaba y hacía señas—. ¡Yo lo vi! ¡Escapó desde esa casa y va corriendo para allá!
El patrullero activó la alarma y fue en persecución de Avilar.
Ariel Felipe había corrido debajo de la lluvia sin un rumbo fijo. Su intención era alejarse lo más posible del departamento de Olivera, cuando fue sorprendido por un patrullero que, deteniéndose sobre la vereda, le cortaba el paso.
—¡Quieto! —le ordenó un policía que lo apuntaba con una escopeta Itaka.
Avilar no movió un pelo y en acto reflejo levantó los brazos.
—¿A mí?
Sin contestar, lo esposaron y a los empujones lo introdujeron en el patrullero.
—No te muevas que te liquido.
La orden inmovilizó al joven. Se mantuvo callado y tieso mientras el patrullero, haciendo sonar su sirena, se dirigió a la Comisaría 53.
Al llegar hicieron descender a Ariel y de un brazo lo llevaron a la guardia. Le quitaron las esposas y lo obligaron a sentarse a una mesa. La humanidad de Ariel no cesaba de temblar del frío, y del miedo. Nada de lo que estaba sucediendo le parecía real. Otro policía se sentó frente a él y lo miró fijo un rato.
—Alguien lo ha visto saltar de una casa y es sospechoso de robo. Por eso usted está acá.
El joven estudiante no sabía como comportarse, pero supo que tenía que hablar y defenderse. Era su oportunidad.
—No, por favor, yo no he robado nada. No hice nada, le juro, nada tengo...
—Lo atraparon huyendo, ¿no es así?
—¿Huyendo? No... Simplemente escapando de la lluvia, señor.
La voz del oficial bajó un tono y acercó su rostro.
—¿Saltó o no saltó desde la casa?
—Si... —tuvo que reconocer Avilar— es que… Mire, en realidad es que... —su voz seguía fluctuando y las palabras parecían no coordinar— es una salida forzosa que tuve que hacer... A veces me pasa.
El oficial lo observaba con la ceja levantada.
—¿A veces le pasa qué cosa, ciudadano?
—Escapar. Para no crear problemas. Mire —trató de sonreír—, asunto de amantes y maridos celosos... —cerró los ojos suplicando que lo que acaba de decir no embarrara la situación.
—Ajá, amantes… —el sargento respiró hondo— no sé si usted habrá notado que lo hemos palpado y sólo encontramos su billetera vacía —la colocó sobre el viejo escritorio— sin ninguna moneda dentro, encontrando tan sólo su cédula, y otros documentos. Además de esta pequeña cámara —mostrándole el dispositivo fotográfico— y este celular.
Ariel no se había percatado que los policías lo revisaron, extrayendo todas aquellas cosas de su pantalón empapado por la lluvia.
—Sí... La cámara...
—¿Es suya?
Detrás, la comisaría seguía su habitual trabajo, en esos momentos alterado por la terrible tormenta que caía sobre la Capital Federal. Una persona, vestida de civil, se le acercó.
—¿Ari? ¡Ariel, sos vos! ¿Qué hacés acá?
Avilar giró su cabeza y reconoció a un viejo amigo de otros años.
—¿Eh...? ¡Hola...!
Ubicó su cara, pero no pudo recordar su nombre ni de dónde lo conocía. Se paró y extendió su brazo para saludarlo. El otro se acercó y, con gesto amigable, le dio un beso en la mejilla. Aquel beso dio con la pista para recordar el nombre de su conocido. Repasó las estrofas de “Uno”, el tango de Discépolo, con su “beso que no llega” y “de llorar tanta traición”.
—¡Enrique!
Enrique Tossán y Ariel Avilar no se habían visto las caras en los últimos dieciséis años. De niños compartían el quinto grado de la escuela primaria. A ninguno le iba a ser fácil olvidarse del otro. Como carne y uña compartían todo en todas las tardes después de clase. Se escondían para leer las revistas de Piturro y ante las niñas hacían fama de sus más osadas variantes varoniles, como inflar sus no desarrollados bíceps ante las inexpresivas miradas de sus compañeras. Enrique tuvo que abandonar el Bernardino Rivadavia antes de finalizar quinto, puesto que su padres se mudaron al “centro”, a la gran Capital. Durante mucho tiempo estuvieron conectados con abundante y colorida correspondencia, hasta que el tiempo y la distancia completaron el ciclo de amistad.
—¡Quique! ¿Qué hacés… acá?
—¿Yo? ¿Qué hago yo acá? Perdón, Ari, pero la pregunta te la tengo que hacer a vos: ¿¡Qué carajos hacés vos acá!?
Ariel se encogió de hombros y levantó las manos cual signo de inocencia.
—Se han equivocado. Me agarraron escapando de la casa de una mina.
Enrique, que trabajaba en la Comisaría 53 encargado del sector informático, se acercó al oficial y habló con éste al oído. Luego le dijo a Ariel:
—¿Podemos ver tu cámara?
—Ustedes mandan —respondió Avilar, de pie al lado de la silla.
Su viejo amigo tomó la máquina y observó las fotos digitales por el visor. Al ver sólo dibujos en todos los fotogramas, sonrió.
—Ari, siempre el mismo Ari. Por lo que veo, no dejaste las historietas —le entregó la cámara y agregó—, ni las mujeres!!.
Enrique Tossán volvió a hablar con el sargento. El policía rió y se levantó de su silla y rompió la hoja que estaba completando en la vieja máquina de escribir.
—Señor Avilar, no le pintaremos los dedos. Esta noche hay demasiado trabajo en el barrio como para perder el tiempo con usted. Su amigo lo ha salvado. Pero recuerde esto. Si recibimos alguna denuncia de robo, o de cualquier otro ilícito en la dirección de donde se lo vio escapar, terminará preso. ¿¡Entendido!?
“Nunca tan entendido” pensó Ariel.
—Sí, señor, completamente. Muchas gracias.
Saludó al agente con suma cortesía y respeto. Luego, se acercó a su viejo amigo.
—Gracias Enrique. Es muy loco lo de esta noche. Qué bueno que me reconociste.
Su viejo compañero de primaria apoyó su brazo en el hombro de Ariel.
—Y vos cuidate, flor de pelotudo. Cada día caen varios y mucho no importa si son inocentes. Quedan adentro. Dejá de hacerte el amante latino… —hizo una pausa— che, dejame tu número y te llamo para tomar unas birras, ¿dale?
—Por supuesto, Quique.
Se estrecharon en un fuerte abrazo. Antes de salir de la comisaría, Ariel le preguntó:
—¿Te puedo pedir un pequeño favor?
—¿Otro?
—¿Me prestarías unos pesos así puedo volver a casa?