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Capítulo 14

 

“Mañana calurosa de septiembre”

 

 

Lucho Olivera nunca se comportó como un hombre organizado.  A pesar de que su profesión demandaba orden y metodología, él jamás hizo que su trabajo lo obligara a obedecer una rutina ni un procedimiento elaborado.  No tenía horarios fijos para trabajar.  Durante un mes alternaba sus horarios.  Durante varios días lo hacía por la mañana y parte de la tarde aprovechaba para trabajar con sus ayudantes.  Luego cambiaba y dedicaba al tablero las horas vespertinas hasta la madrugada.  Pero lo que a él más le entusiasmaba era dibujar y pintar a lo largo de la noche.  La quietud y el silencio noctámbulo le proveían de las musas que difícilmente podía encontrar durante el día.  Lucho Olivera podría definirse como sinónimo de fantasía, pero nunca como prototipo de rutina.  La confianza que le daba poseer una mente tan brillante le hacía subestimar la cuota de precaución necesaria para terminar sus trabajos a tiempo. Generalmente completaba los encargos trabajando sin pausas, pero sin descuidar la calidad.

Luego del incidente en su departamento comenzó a trabajar a un ritmo infernal. Desde el sábado a la noche, el dibujante no se movió de su tablero.  Los lápices, las plumas, pinceles y tinta china grabaron muchas hojas canson.  Fue el lunes por la mañana cuando decidió salir de su departamento, para proveerse de varios atados de cigarrillos.  En esa calurosa mañana de septiembre, volviendo del kiosco, mientras abría la puerta de calle de su vivienda, una voz muy grave lo amenazó de atrás.

—Olivera, no haga estupideces.  Lo estoy apuntando.  Ahora mismo los dos vamos a ingresar a su casa, ¿entendió?

El artista quedó paralizado unos instantes.  Vio reflejada a la persona que estaba detrás en el vidrio de la puerta.  Medía una cabeza de altura más que él, y eso que Lucho Olivera no era precisamente lo que se dice un hombre de talla mediana.  A pesar de que aquel lunes porteño plagaba la calle de gente, de ruido de motores, de un movimiento constante y bullicioso, Olivera no gritó, ni siquiera intentó un ademán para pedir auxilio.  Al abrir la puerta le dijo

—No me sorprende.  Aunque no lo crea, lo estaba esperando.

Subieron por las escaleras, siempre primero Olivera y el alto hombre detrás, vistiendo un fino piloto que le llegaba a los tobillos, a pesar de que la mañana estaba limpia de nubes.  Sus ojos no se veían, escondidos con unos estilizados lentes oscuros. Llegaron al departamento y Olivera abrió la puerta.  Cuando lo hizo, su atacante mostró el primer movimiento de violencia, empujando al artista con fuerza hacia el interior de su casa.  Lucho trastabilló pero no cayó.  De una patada cerró la puerta.  Antes de que Olivera pudiera darse vuelta, lo tomó desde atrás y le sujetó las manos por la espalda. Lo arrastró hasta la primera silla que encontró.  Sacó de su bolsillo una fuerte cuerda y con rápidos movimientos lo ató de pies y manos.

El departamento permanecía a oscuras, con la sola luz que provenía del estudio, donde el artista había trabajado en las últimas veintidós horas.  El hombre con sus lentes oscuros se acercó a la cara del artista.  Continuando con un tono muy ceremonioso y de respeto le dijo casi en un susurro:

—Señor Olivera. Le ruego que no me dificulte las cosas. No es mi intención lastimarlo, pero me veré forzado a hacerlo si usted me obliga. Por Samás que así no sea —dejó escapar una leve sonrisa, festejando su broma—. Esto no le dolerá, pero lo mantendrá bien callado.

Los ojos del dibujante no expresaban miedo.  Observó muy atentamente las acciones del asaltante mientras éste sacaba una cinta muy ancha.  Con varias vueltas a su cabeza, le tapó completamente la boca y parte de la cara, dejando libre sus orificios nasales para que pudiera respirar.

—Bien, ahora señor Olivera, me va a responder dónde está la historieta que vengo a buscar.  ¿La tiene aún en su habitación?

Los ojos de Lucho no expresaron emoción alguna.  Parecía que sus pensamientos viajaban en el cosmos, muy lejos de su departamento de Barrio Norte.  El atacante volvió a usar la fuerza. Con una fuerte cachetada hizo voltear su cabeza.

—Sabe que me siento muy mal cuando lo lastimo.  No me obligue, ya se lo he pedido.  Le pregunto por segunda vez, ¿aún conserva la historieta en el placard?

Olivera movió su cabeza arriba y abajo, asintiendo.  El alto hombre vestido con el piloto gris ingresó en la habitación.  Fue hasta el placard, abrió las puertas superiores y con rápidos movimientos tiró todo al piso.  Cajas varias y libros fueron desparramados. El hombre encontró la carpeta negra.  Abrió sus tapas y vio lo que estaba buscando.  La obra de “El Código de Uruk”.   Revisó ligeramente cada hoja dibujada y volvió a guardar los dibujos.  Fue donde Lucho Olivera esperaba inmóvil.

—Muy bien, gran maestro.  Esto queda en mis manos. Yo me despido —le hizo un gesto de saludo de cortesano, inclinando su cuerpo y con su brazo derecho formó una parábola en el aire—.  Ha sido un honor trabajar con usted esta mañana. Adiós.

Lucho Olivera vio cómo su agresor se marchaba, cerrando la puerta y retirando la llave que estaba colgada del lado de afuera.  Escuchó los pasos que descendían y luego nada más.  Después, el silencio y la oscuridad casi total.

 

En ningún momento Olivera perdió la calma.  Nunca había pasado por semejante situación, pero luego de leer tanto, luego de tanta documentación estudiada, sabía cómo comportarse.  La calma le permitía respirar sin inconvenientes.  Una respiración agitada y nerviosa lo hubiera finalmente ahogado, provocándole un shock.  Cerró los ojos y relajó todos sus músculos.  En el momento en que lo había atado a la silla, tensó todo su cuerpo, provocando una dilatación en el volumen de sus músculos.  Mantuvo esta tensa y forzosa posición hasta que el asaltante abandonó su casa.  Con la relajación pertinente, acompañada de control mental, su cuerpo comenzó a reducir volumen, alivianando los nudos.  Con la soga desajustada, zafó una de sus manos.  Manipulando como le era posible, logró desajustar el nudo que lo ataba al respaldo de su silla.  Liberó la otra mano y un terrible dolor le produjo volver sus brazos a la posición normal.  Buscó luego el comienzo de la cinta adhesiva y despegó las tantas vueltas que tapaban su boca y cara, soportando en silencio el fuerte dolor provocado por el pegamento en su piel. Finalmente deshizo los nudos de sus pies.

Luego de permanecer en la silla durante varios minutos logró incorporarse. Despacio, muy despacio, como cuidando cada paso, se dirigió al baño.  Encendió la luz. Fue hasta el dispositivo del botón del inodoro.  Retiró la blanca tapa de plástico de la pared e introdujo su brazo por el hueco en el depósito de agua.  La cisterna se encontraba vacía.  Olivera había cerrado la llave de paso del agua unas horas antes. Extrajo con mucho cuidado, unas cuantas hojas dibujadas, envueltas dentro de un celofán transparente.  Luego se dirigió a su estudio.  Tomó un estuche cilíndrico.  Retiró la tapa.  Colocó con sumo cuidado las hojas enrolladas de la historieta que guardaba con tanto celo y luego volvió a cerrar el envase.

Lucho Olivera sonrió, disfrutando la pequeña victoria.  No sólo era un dibujante de jerarquía sino también un escritor de ideas brillantes.  El arduo trabajo de volver a dibujar “El Código de Uruk” durante un día y medio sin descanso había dado sus frutos.  La copia de la historieta que el alto hombre de piloto y lentes oscuros llevaba en la carpeta negra se diferenciaba sutilmente de la original.  Lucho había realizado cambios en el guión y en algunos dibujos, eliminando algunos símbolos que estimaba elementales en la obra original, que él ahora sostenía fuertemente entre sus manos. Caminó hasta el centro del living, mirando cada obra de arte de su departamento.  Y les habló, como si fueran criaturas que pudiesen escucharlo y comprender sus palabras.

—Bien. Ha llegado la hora. Yo me tengo que ir. Espero poder volver a verlos otra vez. Ha sido un gusto.

Se acercó a la vitrina.  Abrió la puerta de vidrio y con cuidado tomó la vasija. La colocó con suavidad entre la muda de ropa que ya tenía preparada en una vieja valija de cartón.  Cerró la vitrina, fue hasta la cocina y agarró la copia de las llaves de la casa.  Abrió la puerta principal y la cerró sin mirar atrás.

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