
Capítulo 17
“No hay lugar seguro donde esconderse”
Sin pensar en lo costoso que pudiera resultar el viaje, Ariel Avilar tomó el primer taxi en uno de los accesos del inmenso edificio de la terminal de Constitución.
—Hasta Quilmes. Rápido, por favor.
El taxista, con la sonrisa producto de recibir un muy lucrativo viaje, accionó el taxímetro.
—Allá vamos.
En todo el viaje hacia su casa, el miedo acompañó al terrorífico sentimiento de culpa que experimentaba Ariel. Desde el momento en que escuchó que el incendio había sido intencional, la frase del comisario de la seccional 53 retumbaba en su cabeza produciendo ecos infinitos: “Si recibimos alguna denuncia de robo, o de cualquier otro ilícito en la dirección de donde se lo vio escapar, terminará preso”. Preso... preso... preso.
En menos de veinte minutos, Ariel bajó del taxi en la esquina más cercana a la de su departamento. Cuando estaba a pocos metros de la entrada del viejo edificio, vio a un patrullero que pasaba a muy lenta velocidad por la calle. Como un reflejo de supervivencia, dio media vuelta y miró hacia el piso.
“Me están esperando... Dios mío, me están esperando” pensaba mientras aceleraba el paso alejándose lo más rápido posible. “Qué hago, me van a agarrar...” Giró sobre la calle Garibaldi y marchó hacia la casa de sus padres, buscando un refugio. Luego de andar las siete cuadras que lo separaban, vio un policía parado muy firme en la esquina. “No puede ser. Ya saben donde viven mis viejos. Me van a detener. La cana sospecha de mí. ¿Enrique Tossán me habrá delatado, el muy hijo de puta? Seguro. Es mucha casualidad y antes de averiguar mi inocencia me van a encerrar... No... Tengo que huir.” Volvió a girar, tratando de que no lo vean y comenzó a caminar las manzanas en zigzag, sin un destino concreto. De pronto recordó que su amigo y socio en internet, Eduardo Carasi, vivía muy cerca de donde él estaba deambulando.
—¿Quién diablos...? —masculló Eduardo cuando apenas se acomodaba para trabajar en su computadora personal.
El timbre del portero eléctrico interrumpió el inicio de su habitual trabajo nocturno. Le resultaba muy sorprendente que en la noche de un lunes alguien se acercara a visitarlo. Caminó hasta el portero eléctrico, deseando que hubiesen presionado en forma equívoca el timbre de su departamento.
—¿Hola?
—Eduardo, soy yo, Ariel. Abrime rápido.
—¿Ariel? ¿Qué hacés acá?
—Apurate, gil, dale que es importante.
Eduardo Carasi bajó corriendo para abrirle la puerta a su viejo amigo. Una vez en el departamento, Ariel se desplomó sobre el roto sofá cama.
—Estás temblando... ¿qué te pasa, Afa?
—Es de no creer, Eduardo. ¡Me busca la cana!
—¿¡Qué!?
— ¿No viste los noticieros? Hay un incendio en Barrio Norte, justo en el departamento de Lucho Olivera...
—Me estás cargando...
—Ojalá. Pero es verdad. El caso es que yo estuve allí el sábado... y tuve que salir un poco... digamos... a las corridas y me agarró la policía. Sospechan que yo entré a robar al departamento de Lucho, pero por suerte me dejaron libre. El caso es que si había una denuncia o algo extraño me iban a detener. Da la casualidad que esta tarde el departamento se incendió. Ahora la cana me está esperando en la puerta de casa y en la de mis viejos.
Cuando dijo esto, Eduardo se levantó y cerró la puerta de su departamento con dos vueltas de llave y colocó la tranca de seguridad.
—Ariel, estás divagando... ¿Supiste realmente qué pasó? ¿Qué sabés de Olivera? ¿Llamaste a alguien...?
Ariel Avilar eclipsó las mil preguntas de su amigo con un grito.
—¡¡¡ NOOOO !!! —bajó la cabeza y la envolvió entre sus brazos—. ¡Perdí el celular!
Su amigo palmeó su hombro.
—Afa, haceme el gran favor de bajar los decibeles, ponete bien, que no está pasando nada. Es mejor que llames a tus padres, contales que estás acá. Tranquilizate, voy a prepararte un café.
Cuando su amigo entró en la cocina los pensamientos de Ariel zumbaban hasta dejarlo sordo. Se preguntó si su amigo no estaría sospechando de él, o que, desde la cocina podría llamar a la policía. “Por algo cerró la puerta y guardó las llaves” pensó con dolor. “Estoy encerrado...”. Tomó el teléfono que estaba a su lado y marcó un viejo y conocido número.
—Hable
—Vieja, soy yo.
El grito de alegría de su madre puso algo de calma en la tormenta que hacía naufragar a Ariel Felipe Avilar.
—Nene, qué lindo que llamaste. Hoy casi no hablamos nada. ¿Cómo estás?
Ariel carraspeó y afinó sus cuerdas vocales.
—Bien, vieja, muy bien. Mirá, esta noche... tengo que trabajar y estoy en Buenos Aires. Si alguien pregunta por mí...
Hubo un imperceptible cambio en el tono de voz de Ariel que su madre interpretó como una señal de peligro.
—Ariel, no me mientas. Algo pasa. No estás en Buenos Aires. Veo que estás llamando desde la casa de Eduardo.
El joven profesor de historia cerró los ojos, mordiéndose los labios. Esta vez su mentira tenía patas extremadamente cortas. Olvidó que sus padres habían adquirido un sistema de reconocimiento de llamado.
—No... Perdón, estaba pensando en otra cosa. Sí, estoy en lo de Eduardo. Es que hoy di tantas vueltas... en fin. Me voy a quedar acá toda la noche. Una pregunta... ¿Fue alguien a tu casa y preguntó por mí?
—No, nene. Nadie vino a buscarte. Ya todos saben que no vivís más acá...
Ariel se tranquilizó permitiéndose una leve sonrisa y suspiró.
—Ah, claro. Bueno, viejita, mañana te llamo yo. ¿Si? Chau, un beso... y otro al viejo… si… claro... —Ariel quería cortar la comunicación, pero era de esperar la catarata de consejos útiles pero impracticables que su madre le estaba dando—. Si, ¡chau!
Eduardo llegaba con la taza de café en su mano.
—Ahora te veo mejor, Afa. Tomate este café, tirate un poco y mirá la tele si querés mientras yo termino un laburo en la compu y luego seguimos charlando.
Aprovechó la ocasión para llamar nuevamente a Natalia, pero la línea siguió dando ocupado. Ariel extendió los brazos, reclinó la cabeza sobre uno de los apoyabrazos del sofá y estiró sus piernas todo a lo largo. Muchas preguntas sin respuestas rebotaban en su cabeza.
En los últimos cuatro días su vida no compatibilizaba con aquella rutina diaria de ir y venir de la facultad, de estudiar, de dar clase, de trabajar en los tiempos libres para la página de internet, ni la de salir a la noche con amigos. Su vida había ingresado en zona de caos; una sucesión de eventos no programados y de sentimientos que escapaban de su control. A pesar del peligro haciéndole zancadillas, aferrándolo y tirándolo al piso como en un “tacle”, Ariel se sentía bien. Paradójicamente feliz. En una forma surrealista, Ariel sintió estar formando parte de una de las tantas aventuras que de niño alimentaron su fantasía. Como Alicia atravesando el espejo y llegando a un país de sueños, Ariel abrió un gigantesco y lujoso libro de historietas, con tapas bien firmes que permitían sostenerlo de pie e introdujo su cuerpo por una de las viñetas. Se vio allí dentro, saltando de un dibujo a otro, conociendo nuevos personajes y pudiendo codearse con los creadores. Pero no toda historieta termina bien, y los riesgos que estaba sufriendo eran bien reales, tangibles.
¿Qué había pasado en el departamento de Lucho Olivera? ¿Acaso el dibujante había sucumbido al fuego y los bomberos no habían podido encontrar su cuerpo? Por otro lado estaban todas las incógnitas sobre los mensajes que Robin Wood había publicado casi treinta y cinco años antes. ¿A quién iban dirigidos? ¿Cómo era posible que Lucho o Robin supieran los signos cuneiformes antes de que se hubiesen descubierto, por lo menos oficialmente? Luego la obra de Olivera, a la que apenas pudo ver, ¿por qué tanto celo en atesorar semejantes dibujos? ¿Valía le pena tenerla escondida?.... Y con Robin Wood, ¿por qué tanta inquietud por saber de esa obra? Muchos interrogantes. Y condimentando tal ensalada, llegaba la sal y pimienta que aderezaba Natalia Beatriz Arlegain. Repasó cada minuto vivido desde el jueves a la mañana, y la casualidad de haber conocido a su flamante novia el mismo día en que su aventura había comenzado. No debía perder más tiempo, debía llamarla cuanto antes, notificarle el incendio, que él estaba bien. No se dio cuenta, pero los pensamientos lo fueron llevando lentamente al umbral de un frágil sueño, hasta que el timbre del teléfono terminó por despertarlo.
—Quedate tranquilo que yo atiendo —dijo Eduardo.
Ariel sospechó que no volvería a descansar luego de aquel llamado.
—Ariel, es la persona llamada Nilda Alicia Malvina, tu maravillosa madre, la que quiere hablar con vos.
Avilar arrancó el tubo de las manos de su amigo.
—¿Vieja? ¿Pasa algo?
La voz de su mamá, siempre jovial e inocente.
—Nene, te aviso de algo. Hace un rato alguien llamó a casa preguntando por vos. Qué raro, pensé, nadie te llama por acá. Decía que quería ubicarte en forma urgente. Una persona muy encantadora, divertida. Ah, y muy caballero. Le pregunté el nombre pero fue tanto lo que habló que no recuerdo bien si me lo dijo o no. Dice que tiene unas pertenencias tuyas y te las tiene que dar en forma urgente. Como sé que vos estás ahí trabajando con Eduardo, le dejé la dirección y va camino para allá. Era para avisarte, nomás.
La presión arterial del joven Avilar hubiese estropeado cualquier tensiómetro en aquel minuto. No alcanzó a vocalizar correctamente lo que quería decir, o bien gritar, pero el hecho fue que cortó el llamado de su madre de una manera abrupta. Con la desesperación de huir y no involucrar a su amigo -aunque quien lo buscaba ya poseía el dato de la dirección del departamento de Carasi en plena peatonal Rivadavia- obligó a que Eduardo lo dejase ir cuanto antes. Éste trató de entender la desesperación de Ariel, pero para no contradecirlo en su estado tan irritable, lo acompañó hasta la planta baja y vio cómo huía corriendo por el largo pasillo de la galería y lo perdió de vista cuando giró para la derecha.
El primer impulso de Avilar fue correr hacia la plaza San Martín y de allí seguir corriendo. Tan sólo eso. Correr, tomar distancia y luego pensar un plan. La peatonal Rivadavia, en el centro de Quilmes, era un corredor desierto. Debido a la mala iluminación de los descuidados faroles, no alcanzó a vislumbrar la silueta de una persona que caminaba en su contra, y que lo reconoció de inmediato.
—¡AVILAR!
Ariel detuvo su carrera en una baldosa. Pero trastabilló, un pie chocó con el otro, y se desplomó sobre el piso, golpeándose la cabeza. Cuando reaccionó, levantó la vista y vio al hombre que estaba parado junto a él, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse.
—Avilar, ¿estás bien?
Cuando vio su cara, no pudo otra cosa que gritar su nombre.
—¡Robin Wood!