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Capítulo 22

 

 

“Sólo personal autorizado”

 

 

El aeropuerto de cabotaje de la ciudad de Buenos Aires, el Jorge Newbery, estaba quedando vacío en las primeras horas de la madrugada.  De los miles de pasajeros que poblaron sus largos pasillos en el día, no quedaban ni sus pisadas.  Los asistentes de limpieza habían cumplido su labor, barriendo y lustrando todo el piso.  El último vuelo había partido dos horas antes, con destino a Comodoro Rivadavia.  Permanecían en el edificio personal de guardia, algunos empleados de las líneas aéreas y otras empresas  que sólo hacían horas extras.  El BMW que conducía Robin Wood frenó en el ingreso al edificio central.  Solamente se detuvo, porque ni siquiera estacionó.  Apagó el motor, sin desconectar las luces y bajó del automóvil, acarreando sólo un pequeño maletín.  Detrás de él, Ariel Felipe Avilar y Natalia Beatriz Arlegain lo siguieron a través de varios pasillos a gran velocidad, hasta que Wood dio la nueva orden:

—Esperen sentados ahí que ya regreso.

Abrió una puerta donde un cartel avisaba "Sólo Personal Autorizado" y desapareció de la vista de los jóvenes.  Natalia dio un soplido de fastidio.  Se acomodó en un sillón para soportar más cómoda otra larga espera.

—Afa, espero que no se le haga costumbre esto de "esperen acá", "esperen allá". ¿Nos quiere para que seamos su público de primera fila?

Ariel se aproximó pero permaneció de pie, mirando hacia la entrada donde Robin Wood había ingresado, con dura expresión.

—Che, sólo fue un mal chiste —Natalia intentó ablandar la postura de Ariel—. Vení, sentate acá al lado mío, dale...

Él giró la cabeza y sin decir nada aceptó la invitación.  Cuando se acomodó, ella lo agarró del mentón, y sin vueltas lo besó en la boca.  Para Avilar aquel beso fue como un desahogo, el permiso para liberar tanta energía mal generada, tanta angustia.  Sintió el sabor indefinido de la boca de Natalia en la suya y respondió el beso con pasión.  En un segundo, Ariel percibió que estaban solos, en un pequeño cuarto, sin salidas y no en un extensísimo recinto sin límites a la vista.  Tanta fue la fogosidad de Ariel que Natalia lo terminó apartando.

—¡Afa! ¡Pará, pará! Muy... muy bueno lo tuyo, pero no creo que este sea el lugar.

—¿Te parece que no? Mirá, no hay nadie, las luces casi apagadas, cómodos sillones, hay un aroma a cierto perfume en el aire, casi un silencio absoluto... Decime qué mejor lugar que éste...

—Muy ingenioso, profesorcito, pero le recuerdo que no estamos aquí para mimos.  No es joda esta situación, y perdón que siga, pero, ¿pensaste en lo que te dije sobre Robin?

Ariel Avilar se agarró la cabeza y refregó su cara varias veces.

—Sí, claro que lo pensé.  Pero sólo son suposiciones muy rebuscadas.  No sé... la verdad es que prefiero no pensar en eso, y seguir creyendo que estamos acá porque debemos encontrar a Lucho Olivera, y saber qué misterio hay detrás de todo esto.  No quiero sospechar que Robin no es Robin, y quiero entender que vos estás acá porque el destino nos unió.  No quiero ni siquiera cruzar un mal pensamiento en tu contra, que si estás tramando un plan para sacarme del medio y quedarte con todo...

Natalia reaccionó mal y Ariel supo que había abierto la boca más de la cuenta.

—¿¡Qué!? ¿¡Qué te pasa!? ¿Qué carajos estás diciendo?

—Dios mío... —Ariel bajó la vista al piso y se tapó los ojos.

Robin Wood hizo sonar la campana de salvación.

—¡Natalia, Ariel! ¡Rápido, vengan por acá!

Como dos acólitos en servicio sagrado se levantaron de un salto y tuvieron que correr para alcanzar al escritor que marchaba con mucha prisa por el pasillo central.  A su lado iba un oficial de la fuerza aérea, vestido con uniforme regular.  Tanto el oficial como Wood caminaban en silencio, atravesando puertas y barreras.  Ariel se sorprendió que llegaran al portón de embarque sin haber traspasado ninguna traba aduanera y sin que nadie de seguridad controlara sus pertenencias.  Cuando llegaron al exterior, el oficial los invitó subir a un auto.  Luego de una marcha entre aviones comerciales que se encontraban detenidos en el gran playón de hormigón, el auto tomó un camino lateral y a toda velocidad se dirigió a la zona de hangares, ubicada en el lado opuesto del edificio central.  Ante uno de los portones que se veía abierto, el oficial detuvo la marcha.  Ariel, con sus ojos bien dispuestos, observaba todo desde la ventanilla del asiento posterior.  Natalia, sentada a su lado, tampoco apartaba la vista de todo lo que la rodeaba.  Las luces de la pista señalizaban el largo kilometraje de toda la franja de hormigón.  A la izquierda del automóvil, un gigantesco hangar dejaba escapar la luz de su interior por el entreabierto portón.  El oficial se dirigió a Robin con una orden entrecortada.  Ariel vio el hangar vacío.  Sintió que el piloto de la fuerza aérea ignoraba totalmente su presencia, como la de Natalia, pues sólo se dirigía hacia el escritor.  Robin saludó al oficial y abrió la puerta.  Sin darse vuelta para mirar a los jóvenes, les comunicó que se bajaran, que el rodeo había terminado.  Cuando el automóvil dio media vuelta y regresó por el mismo camino por donde había llegado, los tres comenzaron a caminar hacia el hangar.  A medida que se iban acercando, detrás de una de las puertas de metal que permanecía cerrada, comenzó a asomar el único aparato allí estacionado.  Ariel pudo poco a poco observar un pequeño avión.  Mas tarde supo que se trataba de un Beechcraft C-90, un avión de cinco plazas, uno de los turbohélices más livianos que se usa tanto en vuelos ejecutivos como así también para aero taxi.  Se estremeció con el sólo hecho de pensar que deberían viajar hasta México D.F. en esa pequeña cáscara de nuez.  Robin Wood adelantó los pasos y se distanció para hablar con el que, aparentemente, era el único encargado en ese hangar.  No sin antes decirles la orden de uso corriente: "esperen aquí". 

En menos de un minuto, Robin se acercó al avión con el operario.  Éste bajó la escalerilla y Robin gesticuló hacia los jóvenes para que se introdujeran en el mismo. La primera en subir fue Natalia, y lo hizo en forma tan natural como si todos los días tomara un taxi aéreo para ir a la facultad.  Robin y el operario observaron el subir de la joven y fijaron la vista en el trasero de la muchacha.  Avilar sintió algo parecido a los celos y a la bronca, pero todo el entorno de misterio que cubría esa noche era suficiente para eclipsar cualquier tensión de índole personal y pasional.  Luego que Natalia trepó los cuatro peldaños, Robin Wood le hizo señas a Ariel para que siguiera los pasos de la muchacha.  Adentro, Natalia estaba sentada en uno de los asientos detrás de los lugares reservados para el piloto y el copiloto.  Ariel Avilar se ubicó a su lado y comenzó a examinar el interior de la nave.  Se ajustó el cinturón de seguridad y aguardó la entrada de Robin y el piloto, o del resto de la tripulación que los llevaría a la América Central.  Un minuto después asomó su cuerpo el escritor paraguayo.  La sorpresa de Avilar fue completa cuando Wood saludó con un grito de despedida al operario que permanecía en el piso del hangar.  Izó la escalerilla y acto seguido cerró la puerta.

—Robin, ¿el piloto no viene? —preguntó Avilar acercando el torso hacia delante hasta donde el cinturón se lo permitía.

—Por supuesto que sí

El escritor se ubicó en la butaca frente a los controles. Con rápidos movimientos, como quien opera regularmente una máquina expendedora de café express, Wood inicializó todos los indicadores.  Un segundo después, los dos turbohélices comenzaron a girar.  El ruido comenzó a generar un volumen cada vez más alto. 

—Ariel, por favor, no me dejes solo como un chofer y sentate a mi lado.

Antes de adelantarse, Natalia le tomó el brazo.  Él notó que estaba nerviosa y  algo aterrada.

—No tengas miedo, Nati. Parece que Robin sabe lo que hace.

Ariel no quiso tocar ninguno de los miles de botones que estaban a su alcance.

—Señor Wood —le dijo a través de los ruidos que provenían de las hélices—, le cuento que es la primera vez que me subo a un avión.

—Entonces sólo tenés que saber dónde están las bolsas de papel para vomitar —contestó entre risas—.  ¡Abróchense los cinturones!

El Beechcraft C-90 salió muy despacio y comenzó a carretear por una pista auxiliar.  Wood hablaba por la radio con los agentes de la torre de control, recibiendo indicaciones.

Avilar no podía creer lo que estaba viviendo, como tampoco podía creer que pudieran volar en ese avión hasta su destino.  Quiso preguntarle a los gritos "¿Vos estás seguro que esta cosita nos llevará hasta México no sin antes hacerse mierda?", pero amainó el interrogante con otras palabras:

—Robin, ¿cuántas horas de vuelo tendremos hasta México?

Wood lanzó una carcajada.

—Ja ja ja  ¿Y quién te dijo que volaremos hasta México? ¡Nos vamos a Asunción, chicos!

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