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Capítulo 23

México DF

 

 

“La Serpiente en el equinoccio”

 

 

El Zócalo, la plaza mayor de la ciudad de México, extendía sus límites un poco más allá de lo cotidiano.  Desierta de gente, aparentaba dominar el doble de su superficie.  En la madrugada de aquel martes, los habitantes sin techo del corazón de la capital mexicana dormían en sus bancos y huecos de costumbre.  Algunos turistas -con sobredosis de tequila- caminaban y reían atravesando las interminables baldosas, buscando su hotel para restituir fuerzas.  O bien escarbando entre las históricas callejas para obtener el refugio de otro bar.  Aún faltaban un par de horas para que el asfalto comenzara a absorber los primeros calores de un sol siempre dominante.  La plaza dormía sus pocas horas de sueño, acariciada por una tenue luz artificial, y vigilada celosamente por las majestuosas torres de la Catedral por un lado y la fachada del Palacio Nacional por el otro.  Los gruesos campanarios, que nacieron de pie para que ninguna sombra las alcance, son guardianes de una gloria blindada por la historia y la solemnidad.  La plaza le rinde homenaje en cada metro cuadrado de superficie.  ¿Qué sería de La Catedral sin el Zócalo, esa enorme extensión de baldosas infinitas a sus pies?  Seguramente otra construcción escondida, un monumento de la fe popular acobardada entre edificios, como lo es la catedral de San Patricio en Nueva York, que puede dar fe que perdió sus fuerzas silenciada entre tantos rascacielos.

Lucho Olivera cruzó la avenida para atravesar la plaza en diagonal.  Caminó muy despacio, como midiendo cada paso, con la cabeza erguida y respirando metódicamente. Amaba esa ciudad.  Para él, México representaba la Roma de América.  La capital de un imperio de otrora.  Una ciudad que basó sus gloriosos cimientos en el terreno menos indicado para crecer: una laguna.  Con una base de barro y agua, México nació para ser Capital, pues no podía tener otro destino.  Orgullosa, muestra al mundo que ella puede ser la ciudad más populosa del mundo, mal que le pese a otras urbes.  Ciudad de una resistencia a prueba de terremotos.  Olivera pisó la vereda de la calle 16 de Septiembre y encaminó hacia la zona de la Alameda.  Dejó llevar sus pasos por un viejo recuerdo de veintisiete años.  Caminó varias cuadras y se detuvo.  Apoyó el viejo maletín que cargaba en una mano y sujetó con más fuerza el estuche cilíndrico que llevaba en la otra.  Observó el hotel que una vez lo alojó como huésped.  Las luminarias de la histórica calle dejaban ver claramente la fachada gris, oscurecida por el hollín de los años.  La entrada dejaba escapar la luz interior.  Olivera sonrió al volver a encontrarlo. Cruzó la angosta calle empedrada y trató de abrir la puerta.   En el primer intento no logró su cometido.  Supuso que el picaporte estaría trabado, entonces accionó con más fuerza.  Esto produjo un fuerte retumbe en el pasillo de entrada.  Pero el portón no cedió.  Desde el interior, un hombre canoso y de bigotes negros se arrimó fastidiado.

—¡Señor, por favor! ¿No se da cuenta que está cerrado? 

Al abrir la puerta, Olivera se disculpó con suma cortesía, como era lo habitual en él.

—Perdone mi imprudencia, señor. Tenga usted muy buenos días. Mi nombre es Luis Olivera, llegué desde Argentina hace menos de una hora. No tengo reserva en este hotel, pero he llegado hasta aquí porque en 1975 yo estuve ocupando una de sus habitaciones. Es un hotel del que tengo muy buenos recuerdos por lo limpio y confortable. ¿Hay alguna vacante?

El encargado lo invitó a pasar.

—Hombre, por favor, no se quede allí parado. Ingrese. Habitación hay, así que está usted de mil suertes, porque en dos días tenemos todas la plazas reservadas.

Llegaron juntos al mostrador.  El hombre canoso se aproximó a un gran panel de madera dividido en cubículos.  Cada uno correspondía a una habitación, y allí era donde se depositaba la llave.  Muchas llaves no estaban a la vista.  El encargado se aprestaba a tomar una de la hilera de más abajo del tablero, cuando Lucho Olivera lo detuvo.  Él había visto que una de las llaves, la de la habitación que él buscaba, estaba colgada cuatro niveles más arriba.

—Tiene que ser la 35, por favor.

La mano del encargado se detuvo antes de tomar la llave de la habitación que estaba dispuesto a entregar.  El tono de voz de Olivera retumbó como una orden, cosa que no le hizo mucha gracia.  Sin retraer la mano que ya estaba apoyada en el tablero, giró todo su cuerpo para observar al nuevo huésped.  Las facciones de Olivera permanecían circunspectas.  Las sombras sobre su cara, debido a la luz que emanaba el foco de luz justo encima de su cabeza, le daba un toque sombrío y majestuoso.  Sus ojos habían desaparecido en las sombras y su nariz se prolongaba más allá del mentón, llegando a confundirse con el piloto que llevaba puesto.  Lucho Olivera repitió:

—La 35 si es posible… —y agregó— Por favor.

El conserje estiró su  brazo y tomó la llave.  La presencia de Olivera no le resultaba muy amigable, por eso no quiso entrar en conversaciones adicionales.

—Pague por adelantado.

Olivera subió por la escalera hasta el tercer piso.  Cuando abrió la puerta de la habitación 35, suspiró.  Allí estaba él, nuevamente, luego de muchos años.  Encendió la luz y observó el ambiente.  Lo recordaba perfectamente.  Habían cambiado los colores de las paredes por otros más oscuros.  El mobiliario era distinto.  Las cortinas, otras. Pero el piso de madera seguía intacto y era la misma lámpara la que colgaba en el centro del cielo raso.  Cerró la puerta.  Dejó sobre una mesa el tubo plástico y el equipaje.  La luz de la mañana comenzaba a divisarse a través de la persiana.  Apagó la luz y se sentó en la cama.  Todo con movimientos muy lentos, pausados.  Se sacó la ropa, la dobló prolijamente y la colgó en la silla.  Sacó del equipaje su clásico piyamas.  Desplegó las sábanas y se acomodó boca arriba, mirando al techo.  Estaba muy cansado.  Los viajes largos en avión lo fatigaban y necesitaba descansar hasta el mediodía.  Estaba feliz de volver.  Cerró los ojos y antes de quedarse dormido evocó las pirámides milenarias de Chichén Itzá.

 

 

 

 

 

——— * * ———

 

 

 

El despertador hizo vibrar toda la habitación. Sonó a la misma hora de siempre, 7:20 de la mañana, pero Lucho Olivera no se turbó pues había abierto sus ojos con dos minutos de anticipación.  Luego de tres días consecutivos despertándose a los veinte minutos de pasadas las siete de la mañana, el reloj biológico de Olivera estaba programado.  Aquella mañana era el último día de la Convención de Historietas de la Ciudad de México del año 1975.  Se trataba del primer evento mundial de esas características y los artistas más prestigiosos del noveno arte decían presente en la centenaria capital.  Olivera había sido invitado por King Features Sindicate, la compañía que publicaba su tira Dick El Artillero -una historieta sobre un jugador de fútbol- en los diarios más importantes del mundo.  Con su metódica forma de proceder se levantó, tomó una ducha y bajó a desayunar su habitual café negro, sólo acompañado con el primer cigarrillo del día.

 

El lugar donde se desarrollaba la convención estaba atiborrado de gente.  Artistas, escritores, editores, empresarios, organizadores y periodistas se mezclaban con fanáticos del género y los que asomaban sólo por satisfacer su curiosidad.  El intervalo del mediodía invitaba a reponer fuerzas con las picantes comidas mexicanas, poblando los bares y restaurantes de la zona.  Lucho Olivera prefería salir a caminar solo, recorrer el centro histórico, visitar algún museo y observar las casas de antigüedades. Se detenía ante las vidrieras repletas de cacharros, artefactos en desuso, extravagancias de una cultura diferente.  Solía conseguir reliquias históricas que habían escapado de las estanterías de un museo.  Sostenía que un escaparate de una casa de antigüedades narraba la historia de una cultura con mayor solvencia que un libro.

Un hombre se detuvo a su lado.

—¿Puede observar aquella escultura de un sacerdote maya? Le aseguro que es genuina. La gente no lo sabe, piensa que es una réplica moderna, pero debe tener no menos de 500 años.

Olivera lo miró de soslayo con desconfianza.  No gustaba de los desconocidos que se le acercaban para decirle cosas inconexas, y menos sin pedirle permiso.  Trató de girar para el otro lado, tratando de escaparle, pero el hombre lo detuvo.

—Por favor, disculpe si lo incomodé. No fue mi intención. Usted es Lucho Olivera, ¿verdad?

Entonces el artista lo observó.  Según estimó, aquel hombre doblaba su edad. Físico de contextura fuerte y muy viril.  Su cabellera era abundante y negra, con una barba crecida.  No presentaba canas.  Olivera pudo observar que su mirada era limpia y transparente.

—Sí, yo soy Olivera. ¿De dónde me conoce?

El hombre de barba le extendió la mano.

—Gracias a Dios que lo encuentro. Soy un admirador suyo. Vine especialmente a México para dar con usted. Lo estuve buscando en el centro de convenciones y lo reconocí cuando se marchaba. Lo estuve siguiendo algunas cuadras y lo alcancé aquí. No me presenté, disculpe. Mi nombre es Lorenzo De Zeballos.

Lucho Olivera tendió su mano.  Al tacto percibió un cierto bienestar.

—El gusto es mío, señor De Zeballos —respondió el joven Olivera, demostrando respeto—. Es muy extraño que me reconozcan, pues mi foto no ha aparecido en la convención.

—Le cuento, pues he estado en Argentina alguna que otra vez y allí he podido ver su foto en varios reportajes que le han realizado.  Sepa que desde que publicó por vez primera a Gilgamesh no le he perdido el rastro. Usted ha realizado una historia magnífica con ese personaje.

—Muchas gracias. ¿Dijo usted que ha venido a esta ciudad sólo para dar conmigo?

El hombre llamado Lorenzo miró el reloj en su muñeca.

—Debo partir en una hora y sería un honor para mí que me acepte una invitación de almuerzo. ¿Está de acuerdo?

—No pensaba en digerir nada...

—Pues entonces acompáñeme a tomar una cerveza. Lo amerita.

Se ubicaron en un bar donde las paredes relataban cuantiosas historias, quizás más de las que las propias pirámides aztecas pudieran. Cuando el mozo dejó la bebida sobre la mesa, Lucho preguntó:

—Señor, ¿dónde vive usted?

Lorenzo De Zeballos bebió un trago largo, refrescando su garganta y su sangre en aquella calurosa tarde mexicana.

—Estoy trabajando lejos de aquí. En la península de Yucatán. Soy guía turístico en Chichén Itzá. Hace veinte años que trabajo allí.

—Deberá entonces conocer la historia de la civilización maya...

—Con lujo de detalles —contestó guiñándole un ojo—. Enseñar cada recoveco de la ciudad a los turistas es una pasión que llevo dentro. Cada guía que realizo es como volver a estar allí, viviendo entre sus plazas y sus pirámides.

Lorenzo De Zeballos prosiguió relatando secretos de la historia maya ante la concentración casi desmesurada del artista argentino.  Olivera escuchaba extasiado cada frase, cada detalle y quedó muy sorprendido por la cantidad de anécdotas que relataba el experimentado guía.  El encuentro transcurrió sin que ninguno de los dos fuera conciente del tiempo.  De Zeballos volvió a observar la hora.

—Lucho, se nos ha ido el tiempo. Mi ómnibus está por partir.

Olivera agradeció el momento tan feliz que había pasado.

—Muchas gracias por la invitación. Creo que este momento fue el más preciado de mi estadía en México.

—Por favor, por favor. La alegría de poder hablar con usted no puede valorarse. Si le hubiese pedido un autógrafo, no sería nada más que una marca en un papel, pero este encuentro tiene un alcance... digamos que... inmortal.

Los dos rieron.  El hombre de barba prosiguió.

—Ahora le pido un favor, y no puede negármelo.  Escuche bien, Lucho… Es de suponer que usted regrese pronto a la Argentina, quizá hoy mismo.  Pero le pido encarecidamente que prorrogue su partida unos días.  Debe venir a Chichén Itzá para ver en persona todo lo que le conté.

Lucho Olivera tosió.

—Bueno, me encantaría, claro que sí, pero...

—Nada de peros —Lorenzo tomó un papel algo arrugado que llevaba en un bolsillo y con un bolígrafo escribió prolijamente—. Aquí están todos mis datos. Un bonito viaje que podrá hacer es ir en tren hasta Mérida, y de allí hay ómnibus —luego dobló el papel en cuatro y se acercó a Olivera.  Se lo introdujo en el bolsillo de la camisa y le dio una palmada en el pecho—. No lo pierda, por favor. Nos vemos allá, ¿vale?

El dibujante con su mano derecha apretó el bolsillo en señal de afirmación.  Se despidieron cambiando el saludo de manos por un fuerte abrazo.  Lorenzo De Zeballos abandonó el bar y Olivera quedó sentado a la mesa, recordando cada palabra del guía. Sacó de su camisa el papel y lo desplegó.  Miró las anotaciones que le había hecho, con su nombre completo y los datos para ubicarlo en Yucatán.  Cuando lo iba a guardar en su cartera, se dio cuenta que en el reverso había unos garabatos.  Dio vuelta el arrugado papel y vio una serie de signos cuneiformes dibujados con lápiz.  Debajo de los símbolos estaba escrito el mensaje

 

"ga-na dib bad Unug"

"zu lugal-Ki-en-gi"

 

Más abajo, Olivera pudo leer la traducción:

 

"Ven, traspasa las murallas de Uruk."

"Conoce al Rey de Sumeria."

 

Cuando terminó de leerlo intuyó que aquel hombre no era un simple guía turístico. Se levantó de la mesa y corrió hasta la vereda.  Miró para todos lados y sólo vio gente que iba y venía.  Pero no pudo encontrar al corpulento hombre de barba y largos cabellos negros.

         Ricardo Luis "Lucho" Olivera, con tan sólo treinta y dos años de edad, no volvió esa noche a Buenos Aires.  Postergó el regreso sin fecha a confirmar y tomó el primer tren hacia Mérida.

 

 

 

En la oficina de administración de la mítica ciudad de Chichén Itzá le informaron que el guía De Zeballos estaba trabajando y que lo esperase alrededor de una hora y media.  Olivera, ansioso e impaciente como niño recibiendo regalos en Navidad, decidió recorrer las ruinas en su búsqueda.  El sol lo abrasó mientras ingresaba al predio principal.  Lo sorprendió la cantidad de turistas que se amontonaban cerca de la pirámide central, la denominada El Castillo.  Los contó por miles.  Percibió un estado alterado entre la gran masa.  La gente seguía arribando al lugar y en pocos minutos Olivera se vio rodeado de personas que miraban hacia las escalinatas del Castillo. Algunos comenzaban a entonar extraños cánticos y levantaban los brazos al cielo.  Trató de zafar de la presión y retrocedió para salir del tumulto. Escuchó que lo saludaban en francés.

—Bonjour, monsieur Olivera.

—¡De Zeballos! ¡Es un milagro que nos hayamos encontrado en la multitud!

—Bueno, relativamente.  Es que todos los que hoy pisamos Chichén Itzá estamos reunidos en esta plaza.  Milagro sería que nos hayamos encontrado en otro lado...

—¿Pasa algo?

—Hoy es el descenso de Kukulkán.

Olivera miró con cara de interrogación.  Lorenzo De Zeballos se disculpó.

—Aguarde un momento y escuche la explicación en castellano.  Si nos llegamos a dispersar, le diré dónde nos encontraremos.  Escuche bien: siga en línea recta desde la escalera sur de la pirámide y encontrará una serpiente.  Ella lo guiará.  Ahora mire hacia El Castillo...

De Zeballos comenzó a exponer ante un nutrido grupo de turistas franceses. Olivera supuso que el francés hablado por el guía debía ser perfecto.  Él no sabía ni una palabra, salvo esos vocablos que son usados como propio lenguaje: madame, monsieur, oui.  Pero por la velocidad de su dicción y cómo los franceses le entendían, admitió que el guía sabía mucho más que el simple "bonjour".   Luego prosiguió la charla ante otro grupo, pero esta vez en inglés.  Cientos de turistas se acercaban tan próximo al guía como podían para escucharlo.  Por último, Lorenzo De Zeballos comenzó a relatar en idioma español.  Lucho había quedado algo alejado, y contrariando su forma de ser, tuvo que empujar a varios turistas tan molestos como norteamericanos, para poder oírlo con claridad.

—El descenso de Kukulkán es un fenómeno que se produce dos veces al año, en cada equinoccio.  Hoy es 21 de marzo y en pocos minutos Kukulkán, la serpiente emplumada, descenderá desde el tope de la pirámide hasta tocar la tierra.  En pocos minutos verán un juego de luces y sombras proyectadas en la escalinata norte, asemejando el movimiento del reptil.  La serpiente emplumada representa el espíritu de Quetzalcoatl.  La mitología maya considera a Quetzalcoatl como un dios, mitad hombre, mitad divino.  Los mayas lo nombraron como Kukulkán, que significa serpiente emplumada.  Tanto los mayas, como los aztecas, los toltecas y olmecas, lo deificaron y colocaron su imagen en todos los templos.  Según la tradición maya se convirtió en la estrella de Venus.  Kukulkán era ya viejo cuando se estableció entre los mayas, y con su gran sabiduría ayudó al pueblo con principios morales y filosóficos —De Zeballos señaló a lo alto—. En pocos minutos comenzarán a observar el movimiento del dios Quetzalcoatl, que llegando desde el cielo descenderá por la pirámide hasta tocar la tierra, señalando la época de la cosecha del maíz.

El rumor de la muchedumbre se hizo escuchar con más intensidad pues el espectáculo estaba por comenzar.  Lucho Olivera presenció así la ceremonia mística.

 

El movimiento del sol comenzó a dar vida a la serpiente.  Las sombras que proyectaban los escalones gigantescos de la gran pirámide en uno de sus vértices, se posaron sobre la escalera ubicada en el sector norte, donde fueron apareciendo triángulos de luz, uno debajo del otro.  Estas figuras geométricas -siete en total-  formaron el majestuoso cuerpo de la serpiente.  A medida que el sol iba desplazándose, los miles de testigos en Chichén Itzá pudieron contemplar al dios maya en movimiento, reptando hacia abajo en una danza religiosa.  Cuando la séptima parte de su cuerpo de luz se dibujó completamente, el cuerpo del reptil terminó uniéndose a la cabeza del Kukulkán, la escultura apoyada en la base de la pirámide.  Las luces y sombras habían coronado su figura.  En ese momento la multitud comenzó a gritar, aplaudiendo y levantando los brazos, como una alabanza hacia Quetzalcoatl que había bajado desde el cielo hasta la tierra.  Olivera pudo sentir un escalofrío en su cuerpo, producto de la emoción vivida.

 

La gente a su alrededor, en su gran mayoría, no se movía de sus lugares.  Algunos comenzaron a caminar, de un lado a otro.  Olivera trató de ubicar al guía, pero se había marchado.  Pensó que Lorenzo De Zeballos debía terminar su turno de trabajo y decidió esperarlo, pues lo lógico sería que volviese al mismo lugar donde se habían visto por última vez.  Continuó contemplando a Kukulkán, que poco a poco iba desapareciendo en las sombras.  Pasada media hora, y sin que el guía regresara salió en su búsqueda. Recordó entonces las indicaciones que le había dado.  Se detuvo delante de la escalera sur de la gran pirámide.  Dio media vuelta y comenzó a caminar sobre una imaginaria línea recta, buscando una serpiente.  El guía no le había especificado qué clase de serpiente, pero supuso que sin dudas se refería a una escultura, pues entre las ruinas mayas era común encontrar cabezas de serpientes talladas en roca, esparcidas por todo el campo.

 

No fue extraña para Olivera la indicación que De Zeballos le diera para encontrarlo.  Más simple hubiese sido que le dijera que a tal hora iba a estar en la administración, o que se encontraran en el bufé.  Pero el guía mexicano no era una persona común.  Su apariencia lo distinguía del resto, no sólo por su altura y tamaño, también por un extraño aura que tienen aquellas personas que nacieron para ser presidente o coronarse rey.  Su forma de hablar, con acento distinguido y señorial simpatizaban con el suyo.  Pero la increíble cultura que emanaba de tal persona lo transformaba en un hombre enigmático.  Él escondía una historia seguramente muy difícil de contar.  Recordó las palabras que le había escrito.  "Traspasa las murallas de Uruk".  ¿Qué era lo que le había querido decir?  Uruk estaba ubicada exactamente del otro lado del planeta.  La ciudad que estaba pisando era Chichén Itzá, una ciudad maya, luego ocupada por los toltecas.  Pero, ¿qué relación habría entre De Zeballos, los mayas y Uruk?  Quizás la respuesta estaba en la otra frase: "Conoce al Rey de Sumeria".   Por lo que habían hablado entre ellos, a Olivera no le quedaba la menor duda de que se refería a Gilgamesh, el más famoso rey de aquella civilización.  La admiración que De Zeballos tenía por Olivera provenía de la creación del personaje de historietas basado en la inmortalidad de Gilgamesh.   Él conocía muy bien la historia del rey sumerio, pero el guía mexicano podía aportarle algunos datos más que interesantes.  Tales misterios lo habían llevado hasta la península de Yucatán y lo encontraban recorriendo un camino sin señales en medio de ruinas milenarias.

 

Cuando abandonó el predio central, el terreno presentaba una difícil superficie, pero Olivera no se desvió ni un solo centímetro.  Pasó al lado del Observatorio y rozó el Templo de las Monjas, pero ninguna serpiente se interpuso en su trayecto.  Divisó grandes y variados bloques entre la selva, con la vegetación cubriéndolas casi hasta la mitad.  Algunas extrañas esculturas depositadas en el suelo desde hacía siglos parecían querer desaparecer entre los yuyos y el olvido.  Las excavaciones continuaban por todos los sectores alejados de las grandes construcciones.  Siguió caminando unos pasos, hasta que el límite del predio se hizo evidente.  El terreno se veía cubierto de una densa vegetación.  A Lucho Olivera no le pareció prudente seguir adelante.  Lo más aconsejable, concluyó, sería volver a la administración y esperarlo allí.   Antes de retornar echó una última mirada.  A unos treinta metros, una gran piedra parecía emerger de la tierra.  Olivera se aproximó.   Vio una escultura casi destruida, una ruina que aún no había sido trabajada por los arqueólogos.  Despejó varias raíces y enredaderas  que tapaban la mitad de aquel monumento.  Se trataba de una gran cabeza de serpiente, como otras que había podido ver entre las ruinas.   Su mirada apuntaba hacia una pequeña elevación, totalmente cubierta de árboles y extraños arbustos selváticos.  Olivera caminó hacia allí.  Gruesas ramas enredadas con largas lianas entorpecían su paso y tuvo que agacharse varias veces para poder traspasarlas.  Con paso lento, marchó durante largos minutos hasta que alcanzó a ver otra edificación, totalmente recubierta de diversa flora como lo estaba la serpiente que había visto poco antes.  Debajo de ramas y raíces tan gruesas como columnas, asomaba una pirámide enana, cuya altura no sobrepasaba los cuatro metros.  Se acercó despacio, pisando con sumo cuidado.  Rodeó la pirámide para ver si encontraba a Lorenzo De Zeballos o alguna señal.  Pero nada vislumbró salvo unas aves que aletearon desde el piso para desaparecer en la altura de los árboles.  Allí las sombras eran eternas, pues la selva no dejaba penetrar los rayos del sol.

Olivera comenzó a transpirar.  Como atrapado en un sobretodo de fuego, un sofocón de ardiente intensidad invadió cada centímetro de su cuerpo.  El calor y el temor no lograron que volviera sobre sus pasos.   Recorrió el perímetro de la pirámide y sólo vio gruesas piedras milenarias tapadas de una selva también milenaria.   Pero a medida que se acercaba a la pared, comprobó que el calor provenía de la pirámide. Acercó su mano a una de las piedras y rozó la estructura pétrea.   Apenas la apoyó sintió que la palma de su mano ardía y la retiró de inmediato.  La pirámide era una verdadera fuente de calor, como una gigantesca estufa de cuarzo.  Alzó la vista y vio una figura tallada, que no había podido ver antes.  Una pequeña cabeza de serpiente, con sus mandíbulas abiertas y la lengua sobresaliendo en claro mensaje de hostilidad.   Sin una razón lógica, sin motivo aparente, Lucho Olivera levantó el brazo y tocó la cabeza de piedra.  No se quemó.   La escultura se conservaba fría.

De repente, por detrás, oyó un fuerte ruido de características mecánicas.  Olivera dio media vuelta.

—¿Lorenzo? ¿Está usted ahí?

Nadie contestó.  Volvió a preguntar, y notó que sus cuerdas vocales perdían consistencia.

—¿Señor De Zeballos? ¡Hola...!

El silencio volvió a ser absoluto.  El miedo incrementó su ansiedad.  Se movió hacia donde escuchó el ruido, alejándose varios pasos de la pirámide.  Caminó mirando hacia el frente, pero no veía más que una densa selva.  El sonido se detuvo cuando tropezó y cerca estuvo de caer en un foso.  A sus pies se abría un hueco.  Una lápida se había deslizado dejando al descubierto una entrada hacia lo profundo.  Se inclinó para poder observar la abertura con mayor detalle. Vio nacer una escalera de piedra que conducía hacia la negrura del interior.  Como hipnotizado por un brujo, comenzó a bajar.  La poca luz del día le permitía ver los primeros peldaños, pero más abajo la oscuridad era total.  Avanzó con sus brazos abiertos, tocando las paredes.  La escalinata iba descendiendo en espiral.  A la segunda vuelta una luz azulada proveniente del fondo le iluminaba el paso.  Sin dudar y sin detenerse continuó hasta el fin de la escalera caracol.  Entonces la luz se hizo más intensa, con colores que iban variando del azul al rojo y del rojo al blanco.  Llegó hasta un pequeño pasillo que terminaba en una arcada. Cuando se detuvo, lo vio.  No dijo nada ni expresó sensación de asombro.  Simplemente se quedó de pie debajo de la bóveda, mirando el interior de la pirámide.  Lorenzo De Zeballos estaba sentado exactamente en la intersección de dos líneas que marcaban una gran X en el piso.  Vestía completamente de blanco, sentado con las piernas cruzadas como un buda.  Los ojos cerrados y las manos juntas, una palma contra la otra.  El interior de la pirámide estaba iluminado por luces que Olivera no pudo precisar de dónde provenían. Tampoco alcanzó a determinar el tiempo que se quedó observando a De Zeballos. Podría haber sido tan sólo un minuto, como treinta, como una hora. El tiempo se había detenido. La luz fue perdiendo los colores hasta que desapareció. Entonces pudo observar que cuatro velas iluminaban la sorprendente habitación. De Zeballos abrió los ojos y vio al dibujante argentino de pie, en firme posición.

—Olivera, sabía que iba a llegar.

Lucho se dio cuenta que no era un sueño ni una visión. En ese momento las agujas del reloj comenzaron a avanzar. Comprendió que estaba en un lugar y en un momento vedado para la humanidad. Volvió a sentir miedo. Sacó fuerzas para hablar. Una pregunta.

—¿Quién es usted?

El guía mexicano se puso de pie, tan sólo haciendo fuerzas con sus piernas, sin tocar el piso con las manos.

—Perdone la incomodidad. El templo es estrecho. Lo invitaría a sentarse si tuviese una silla, pero puede hacerlo en el piso y recostarse contra esa pared.

Lucho Olivera no se movió, ni siquiera lo intentó.

—Señor Olivera, cualquier ser de aptitudes normales no hubiese podido encontrar la entrada al interior de la pirámide. Me ha encontrado en plena sesión de inicio, pero nada malo ha ocurrido. Ellos lo saben...

Olivera siguió con su rígida postura. No comprendió ni una sola palabra. Como un niño al que no fue respondida su inquietud, volvió a preguntar exactamente lo mismo, sin falsa grosería.

—¿Quién es usted?

De Zeballos permaneció de pie sobre el nudo de la gran X surcada en el piso.

—Antes que le conteste, deberá responder a un petitorio mío. Está aquí porque yo lo invité y porque ha podido encontrarme. Son dos condiciones que se han cumplido. Antes que le revele ciertas cosas, deberá darme su palabra de no divulgar el secreto.

Lucho Olivera lo miraba sin pestañear.

—Señor Lorenzo De Zeballos, o como quiera que se llame. ¿De qué está hablando?

Las luces sepia de las velas iluminaban el recinto dando un tono lóbrego al lugar. Las sombras del guía se multiplicaban en las paredes interiores de la pirámide, pero su cara se dejaba ver nítidamente.

—No puedo revelarle nada sin antes obtener su palabra de no divulgarlo —respondió con suma seriedad.

Olivera miró todo el recinto. Desde la pequeña arcada en la que estaba parado se extendía una superficie perfectamente cuadrada de no más de diez pasos de longitud en cada lado. El piso parecía ser de un mármol ocre, pero no pudo diferenciar el color con exactitud debido a la iluminación de los candelabros. Desde cada esquina nacía una línea negra, formada por otra piedra. Surcaban el piso de un vértice al otro, formando una cruz. Las paredes eran de piedra áspera, y por las sombras divisó extraños diseños. La inclinación era vertiginosa y las cuatro paredes se unían a unos tres metros del piso. La única abertura existente en el interior de la pirámide era por donde él había ingresado. Los gruesos candelabros se ubicaban a un metro de distancia a cada lado de De Zeballos. Las velas originaban una larga gota de fuego, consumiendo el escaso oxígeno que ingresaba. Era evidente para Olivera que aquel lugar era un templo, un lugar de meditación tan escondido y misterioso que provocaba temor. La presencia del misterioso guía en cierta manera lo tranquilizaba. Presentía que era testigo de algo trascendental. Por eso no dudó al contestar.

—Tiene mi palabra de que no divulgaré el misterio.

—Dígame, Lucho, ¿sintió el calor proviniendo de la pirámide?

—Sí.

—¿Tocó la pequeña cabeza de serpiente?

—Sí, lo hice.

—Por último, ¿ha visto extraños colores al ingresar en la pirámide?

—Sí, como rayos azules, rojos y blancos.

—Usted es un elegido, Olivera. Uno entre miles de millones. No quiero que se asuste, no es mi intención que pase usted un mal momento, pero desde hoy su vida tiene otro sentido. Usted tiene las suficientes cualidades, yo lo presentía, por eso lo he escogido. Le contestaré quién soy.

Lorenzo De Zeballos volvió a sentarse con las piernas cruzadas.

—Soy un Centinela y esto que ve aquí es una de las entradas a la gran ciudad. Soy el guardián de las murallas de un pueblo escondido. Estamos en la Puerta, por donde se entra y se sale. Mi misión es protegerla, velar por su integridad. Yo reconozco quienes son los que pueden traspasarla, pero también sé quienes no deben hacerlo. Por eso estoy aquí.

“No debo comentarle mucho más, pues no lo entendería. Hay cosas tan extrañas que ni yo mismo en tanto tiempo las he conocido y comprendido. Hoy esta Puerta se abre y permanecerá así durante un determinado lapso. Esta no es la única entrada, hay otras en el mundo. La cantidad exacta la desconozco. Existen otros Centinelas como yo repartidos en el planeta. Existimos durante mucho más tiempo del que pueda llegar a imaginar.

“A mi me ha tocado vigilar esta entrada, la de Chichén Itzá.

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—Lorenzo De Zeballos me identifica perfectamente.

—¿Quiénes son los que utilizan la Puerta?

—No puedo revelarlo. Sólo diré que son hombres milenarios.

—¿Cuál es la ciudad? ¿Acaso es Uruk, el nombre que ha dejado escrito en el papel que me ha entregado?

—Estamos en la puerta de Uruk.

Ricardo Luis Olivera sintió estremecer su cuerpo con una desconocida vibración. Quedó con la boca abierta sin decir nada. De Zeballos continuó.

—Es una Puerta incomprensible desde nuestra dimensión, Olivera.

El dibujante tartamudeó al preguntar.

—El papel decía "Conoce al Rey de Sumeria".... acaso... usted es... es ¿Gilgamesh?

El guía mexicano volvió a ponerse en pie. Suspiró antes de contestar.

—No, Lucho, no soy Gilgamesh. Sólo puedo adelantarle que estamos en la entrada de su reino. Como le decía, yo lo he invitado hasta aquí porque lo necesito. He descubierto que un ex Centinela, al cual se le han retirado los privilegios, está necesitando algo que yo poseo. Yo sé que él está cerca, pero no debe conseguir lo que está buscando. Como yo no puedo abandonar este sitio, es por eso que le pido un gran favor.

Caminó por una de las líneas de mármol negro y tuvo que agacharse para llegar hasta el último metro. De rodillas, con la pared inclinada rozando su cabeza, retiró con la mano derecha una placa del piso. Luis Olivera lo observaba con atención, pero las sombras no permitieron que viera sus movimientos. De Zeballos extrajo una pequeña vasija de vidrio. Luego, volvió a colocar el mármol negro en su lugar. Con sumo cuidado, regresó al centro de la pirámide, llevando con ambas manos el pequeño recipiente.

—Yo había pensando en otra persona para este propósito, pero no la he podido ubicar. Hay fuerzas superiores accionando y usted ha aparecido. El peligro acecha y no hay mucho tiempo para perder. Yo lo he elegido para que proteja a esta vasija. Llévela lejos de aquí, a su casa, o cerca suyo en lugar seguro. Será por un tiempo, mas no puedo precisar cuánto. En el futuro yo lo ubicaré y nos reencontraremos. Tenga cuidado, por favor.

El artista tomó la vasija y no hizo ninguna pregunta.

—Lucho, debo pedirle otro favor. Permítame que explote su gran cualidad artística. Necesito que dibuje una historieta. Yo le daré el guión. Venga, pase el resto del día en mi casa y le daré a conocer cada detalle.

—¿Cómo dice?

—Tiene mucho valor que usted la dibuje. Pero esta historieta no deberá ser publicada, no hasta el día que yo se lo pida. También esta historieta deberá mantenerse oculta.

—¿Con qué propósito la realizaré?

De Zeballos quedó pensando la respuesta.

—Necesito encontrar a una persona. Y es posible que Nippur de Lagash me ayude a hacerlo.

 

 

 

 

——— * * ———

 

 

 

 

Luis Ricardo Olivera despertó ocho horas más tardes, en la habitación 35 del hotel de la calle 16 de Septiembre. El atardecer caía sobre Mexico DF, pero el día comenzaba para el artista. Salió a la calle y aspiró los vientos aztecas que le dieron la bienvenida.

Debía averiguar si después de tantos años un muy viejo guía turístico de la península de Yucatán todavía cumplía sus funciones en las ruinas de Chichén Itzá. .

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