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Capítulo 25

 

 

“El payé Cupiratí”

 

 

Esto está abandonado, pensó Robin Wood mientras atravesaba la espesura de selva y malezas. Las primeras luces del día permitían divisar un sendero que daba muestra cabal de no haber sido caminado durante mucho tiempo. Hace veinte años, recordaba Wood, el recorrido podía hacerse sin tanto esfuerzo y no teniendo que esquivar tanta vegetación, tallos, yuyos, espinillos, barro y mosca. Una rama no vista estuvo cerca de asemejarlo a su personaje Nippur, el tuerto, cuando casi le arranca el ojo derecho. Atravesó tan solo cuarenta metros en once minutos. Demasiado tiempo para dar con una vieja choza de paja y barro, buscando a un personaje que él sabía vivo luego de tantos años. Tiempo no era precisamente lo que le se sobraba, pero Robin estaba dispuesto a demorar todo lo que fuese necesario para hablar con el viejo.  Si es que lo encuentro, fue su segundo pensamiento, un instante previo al despejar con su brazo derecho otra rama cargada de pesadas hojas y ver la choza. Con barro en sus zapatos, y un par de insectos revoloteando sobre su cabeza, se acercó despacio hacia la única puerta.

—¿Payé Cupiratí? .... Hola... Soy yo, Robin...

 

 

——— * * ———

 

 

El nombre guaraní Payé Cupiratí en realidad era el nombre sustituto de Richard Montgomery, un pionero de la primera generación nacido en tierra paraguaya.  Richard, cuando maduró como hombre, decidió mutar su nombre por Cupiratí, pues comprendió que su vida estaba más ligada a la tierra guaraní que a la lejana Australia de donde sus padres habían llegado.  Él, como tantos otros nacidos en América, comenzó a formar una rica colonia agrícola.  Sus progenitores habían arribado desde las lejanas tierras oceánicas guiados por un líder carismático.  La colonia mantuvo sus foráneas tradiciones a lo largo de muchos años, pero poco a poco los más jóvenes comenzaron a partir en busca de nuevos horizontes.  De esta manera fue perdiendo su identidad, olvidando sus memorias, y de a poco enterrando la vida del viejo asentamiento australiano.   Richard, más tarde Cupiratí, se ganó el apodo de Payé, pues le atribuyeron actos de sacerdocio y de magia.  Nada de eso logró ser en la vida.  Ni mago –aunque le hubiera gustado- ni mucho menos sacerdote. Lo único que lo emparentaba con la actividad presbiteriana era comandar una mesa en almuerzos dominicales, en la cual bendecía el vino que luego todos los comensales bebían hasta quedar dormidos bajo una parra en los viejos patios de tierra.

Él amaba esa clase de vida y echó raíces como un lapacho.  Su modo de vida fue siempre austero, arraigado a las costumbres indígenas y campesinas.  No tuvo esposa, ni tuvo hijos.  Pero -esto fue confirmado por los colonos- conoció muchas esposas, pero de otros.  Se dice que a sus hijos los han criado otros padres, sin saber éstos que por las venas de los niños corría sangre del Payé.   Vivió rodeado de naturaleza, tan sólo cubierto en las noches por un techo y cuatro paredes de barro, pues su vida transcurrió afuera, en el campo, entre la gente y los animales.   No gustaba de criar ganado ni de pelar su espalda al sol en los días de siembra o de cosecha. Sus manos jamás mostraron callosidades producto del trabajo duro, pero su labor entre los colonos e indígenas de la región producía más beneficios que la venta del algodón. Todos los colonos eran amparados con sus consejos, la guía de sus palabras y con su bendición.  Su rancho era el lugar más visitado y ninguno jamás insinuó en limpiar u ordenar su casa. Todos respetaron su vida íntimamente ligada a la naturaleza y fue evidente que él se nutría de ella.

Robin Wood no tuvo relación con el Payé, pero comenzó a recurrir a él cuando vio nacer la necesidad de buscar y encontrar a su abuelo.  El viejo McLeod y el Payé Cupiratí fueron grandes amigos, celebrando durante añares largas charlas en privado. Nadie, en toda la colonia, sabía más de la vida del viejo líder que los había llevado a las tierras sudamericanas que el propio Payé.  Las sospechas de que él conocía sus misterios más recónditos siempre fueron eso: sospechas, pues Cupiratí jamás abrió la boca.  Hasta que Robin, muchos años después, y aprovechando la chochera que la vejez trae, pudo extraerle la información que necesitaba pero que nunca llegó a ser suficiente. Viajaba desde Buenos Aires, o desde otro lugar del planeta, tan sólo para hablar con él sobre su abuelo. Los datos que le dio a Robin, tan austeros como errantes, no le sirvieron al entonces joven Robin para encontrarse con el gran McLeod.

La primera vez que el Payé y Robin Wood se encontraron cara a cara ocurrió una tarde de 1960, el día que el muchacho tomó la decisión de largarse de la colonia para encontrar a su abuelo. Llegó a la choza del Payé.

—¿Qué sabés de mi abuelo?

El Payé Cupiratí se levantó de la silla y fue hasta un armario. Tomando un mate viejo de la estantería, extrajo de su interior un arrugado papel.

—Pequeño petirrojo. Así te llamaba él, ¿no es así? Ven, es tiempo de que lo leas. Cuando tu abuelo se despidió, me abrazó dejándome este manuscrito —se lo entregó a Robin.

El muchacho lo desplegó con sus ojos bien abiertos y comenzó a leer.

“A veces uno no se va porque quiere, sino porque debe.  Me veo obligado a partir, tan sólo para evitar males mayores a los que amo. Cuida a tu familia. Y hasta que nos volvamos a encontrar, Dios te guarde en la palma de Su mano.”

Robin doblegó prolijamente el papel.

—Entonces huyó para evitarnos un daño. ¿Cuál? ¿De qué está escapando?

—Yo mejor preguntaría de quién estará escapando.

—No entiendo, Payé. ¿Quién lo está buscando?

El viejo tomó el papel que el muchacho le estaba devolviendo y lo volvió a colocar dentro del mate.

—No lo sé. Nunca me dijo, y no creo que jamás lo haga.

—¿Sabés en dónde está él ahora?

—Tu abuelo se fue a China —le dijo sin pestañear.

Robin sólo lo pensó dos segundos.

—Entonces me voy a la China.

—¿Cómo vas a hacer? Es un viaje largo, necesitarás mucho dinero.

Pasaron otros dos segundos antes de dar la respuesta que cambiaría para siempre la vida del escritor.

—Entonces me voy a trabajar a Buenos Aires.

Robin Wood no lo volvió a ver por los próximos quince años.

 

 

——— * * ———

 

La destartalada choza era apenas una mancha borrosa de un recuerdo oxidado. Altos pastizales la rodeaban y el techo casi había desaparecido. No estaba en condiciones de albergar a nadie, pero Robin supuso que con la vida que llevaba el Payé no era extraño que el viejo siguiera viviendo allí.

—¿Payé? ¿Hola...?

Robin volvió a llamar pero nadie respondió. Caminó hasta la puerta. Se encontraba entornada, pues la madera estaba en tal mal estado que era imposible cerrarla. Gritó una vez más y esperó casi un minuto antes de ingresar. El interior era lo que fácilmente uno se podía imaginar con tan solo mirar el rancho desde fuera. Todo destruido. Allí dentro sólo había gruesa vegetación y una incalculable cantidad de insectos. Le alcanzó con una mirada para darse cuenta que ese lugar no se usaba ni como refugio circunstancial de algún encuentro de prohibida moral. Cuando retornó hacia la salida una figura humana estaba de pie en la entrada a la choza. Un cuerpo no muy alto, pero que cubría todo el ancho de la puerta.

—¿No le molestaría dar un paso al costado y dejarme salir de este inmundo lugar? —le dijo Wood.

—¿Quién es usted? —preguntó la sombra.

—Un viejo amigo del Payé Cupiratí. Lo estoy buscando.

—El Payé no vive más aquí.

—Ya me di cuenta. ¿Podrías decirme algo que yo no sepa?

La figura permaneció inmóvil y Robin avanzó un paso hasta quedar a un metro de ella. Con la valentía y confianza otorgada por el conocimiento de las artes marciales, el escritor estudió a su potencial oponente. La luz permitía divisar un perfil indígena, un descendiente de los guaraníes que aún vivían en la región. Él los había conocido muy bien y sabía que se trataba de personas peligrosas, pero eran gente que no atacaban sin una razón suficiente.

—Mi nombre es Robin Wood, y quiero volver a hablar con mi amigo al que hace once años que no veo.

El hombre se apartó de su lugar y permitió que Robin saliera.

—Mi nombre es Andrés y vivo aquí cerca. Escuché gritos y corrí hasta aquí, de curioso que soy.  El Payé hace años que abandonó este lugar.

—¿No sabés dónde está ahora?

—Un hijo del Payé es médico y tiene mucho dinero. No pudo ver vivir así a su padre, ¿vió?  Por las pestes, las vinchucas.  Le compró un departamento en el centro.

—¿Un departamento? ¿Y Cupiratí aceptó?

—Cuentan que apenas ingresó no salió más.

Wood respiró profundamente.

—¿Sabés la dirección?

—No.

Robin extrajo de su bolsillo un par de billetes y se lo alcanzó.

—Gracias Andrés. Esto lo vas a necesitar. Yo vuelvo a Asunción.

Robin volvió a internarse en el sendero que lo llevara de vuelta a la ruta, y tras dar unos pasos escuchó que el indio lo llamaba.

—Caray Robin... Si tiene otro de estos billetes mi memoria recordará dónde vive el Payé.

Wood sonrió. Esperaba exactamente esa reacción.

 

 

 

—¿Cómo supiste mi dirección, Robin?

—Cupiratí, no fue fácil. Tengo mis contactos.

Richard Montgomery, llamado Payé Cupiratí, lanzó una fuerte carcajada.

—No te hagas el misterioso. Todo el mundo sabe dónde vivo.

Los dos se estrecharon en un fuerte abrazo. El departamento ubicado en pleno centro de la capital de Paraguay relucía por la pulcritud estética y el buen gusto con una decoración minimalista. Paredes limpias, sillones modernos tapizados de blanco, una lámpara de aluminio en la esquina del salón de estar. Todo hacía pensar en un cuadro donde predominaban los colores pasteles y el blanco. Al fondo, un gran ventanal que miraba a una de las plazas centrales de la ciudad. Un piso alto, donde no llegaban los ruidos de motores ni el humo. Robin observó la nueva morada del Payé. Ambos se sentaron.

—Cualquiera que te conoce desde hace tiempo pensaría que esta no es tu vivienda.

El viejo tomó un control remoto y encendió el equipo de música donde comenzó a sonar una tranquila melodía de sintetizador.

—Y mucho menos que me fascinara la new age.  Es que algunas personas cambian, aunque sea difícil de creer.  Por lo menos cambian el decorado, transforman el escenario de su vida, la banda sonora de su película... pero todo eso es cáscara.  Por dentro siguen siendo los mismos.  Podrás observar que nada de esto corresponde con lo que viví.  Aquél, en medio del abandono, era yo.  Este que vive con el confort a sus pies, también soy yo.  No me pidas una razón.  Simplemente aproveché un regalo.

—¿De un hijo tuyo, puede ser?

Payé rió.

—Vaya, vaya.  Tu contacto sabe algo más que el resto... Sí, uno al cual yo reconocí como sangre de mi sangre.  Él me adora y me obligó a vivir aquí. Y la verdad es que ya me sentía muy cansado de lavar mi ropa a mano.

—Ahora tenés un lavarropas automático...

—No. Ni lo tendré. Encontré una nueva forma de divertirme yendo al lavadero de aquí a la vuelta. Digamos que es mi nueva oficina.

—¿Atendés a tus pacientes allí?

—Sí, sí. Un poco allí, otro poco en la cantina... Trato de que no vengan a este lugar.

El escritor se incorporó.

—Si es molestia, te invito a desayunar.

—Te dejas de macanear y te quedas aquí. ¿Has venido sólo a darme un abrazo después de tantos años?

—Sabés que en todas las veces que te he visitado jamás di puntada sin hilo.

—Pues desarma el carrete.

Robin Wood suspiró profundo y extendió sus brazos y piernas. Extrajo del bolsillo un paquete de cigarrillos. Sacó uno, y antes de encenderlo, preguntó.

—¿Puedo...?

—Sí.

—¿Querés uno?

—No. Es muy temprano.

Robin aspiró profundamente y exhaló la primera bocanada sin tragar el humo.

—La verdad no sé en qué día vivo. Ni recuerdo la última vez que dormí —Wood se inclinó sobre una mesa para depositar su cigarrillo y miró con una sonrisa al viejo—. Te doy una sola chance para que adivines por qué vengo a verte.

—Sigues buscando a tu abuelo.

Robin cerró los ojos y lanzó una risa muda.

—Es verdad lo que dicen de vos. Sos un vidente, viejo.

—Mire jovencito, es una broma, ¿verdad? ¿Cuál otro motivo puede ser el que te movilice hasta mi hogar? Digo más, de todas las veces que has venido a consultarme ¿hubo otra razón que no sea para hablar del gran McLeod? Han pasado muchos años desde que nos vimos la última vez, pero veo que no has abandonado la idea de encontrarlo.

— Sí, Payé, la había abandonado. Pero todo tiene su momento. Quizás antes no era la hora de toparme con él. Yo me adelanté a los tiempos, por eso no pude encontrarlo. Fueron muchas las frustraciones en mi errar por el mundo para dar con mi abuelo. Siempre fue esquivo. Y tus datos nunca fueron precisos...

— Te equivocas Robin, y perdona que te interrumpa —el viejo elevó el tono de su voz para sobreponerla a la de Wood—. Todas las veces que me has consultado sobre él, te he dicho la verdad. No habría por qué ocultarte nada. Con tu abuelo hemos sido muy amigos y conozco algo sobre su vida, quizás un poco más de lo que haya sabido tu madre. Pero no mucho más, créeme que es así, Robin. El Abuelo, como todos lo llamábamos, no tenía un destino final. Cuando te dije que había ido para China, pues allí me había dicho que estaba. Tiempo después volvió a hablar conmigo y me dijo que partía para Rusia. Luego me enteré que volvía a América. Todos esos datos fueron precisos, verídicos.

Robin dio otra pitada al cigarrillo y dijo:

—De esa manera me convertí en un peregrino. Mi primer viaje a Europa en el buque carguero, crucé desde Londres a Hong Kong en tren, atravesé el desierto de Sahara en caravana, después Australia, Dinamarca, Munich... Ya perdí la cuenta de los lugares en donde viví. Fue al principio motivado por esta búsqueda, luego... —se quedó en silencio mientras su mano izquierda dibujaba caminos en el aire— Creo que después la usé como excusa para recorrer el mundo. Lugar donde iba, ni rastros de él y así se fue desvaneciendo el impulso inicial. Al principio intenté ubicarlo con mensajes escondidos en los guiones, en los dibujos, pero nunca dio una señal. Pasaron muchas aventuras, muchas vidas en mi vida y lo di por desaparecido. Para serte honesto, no me quitaba el sueño saber si aún el abuelo seguía viviendo. Aprendí a sobrellevar esa frustración de no encontrarlo y no me importó. ¿Sabés lo interesante de todos estos años? Pude coexistir con su fantasma.

—¿Fantasma…?

—El fantasma de la inmortalidad, Payé.  Nadie me quitará de la cabeza que el Abuelo es inmortal.  Mi madre siempre lo negó, mi hermano me toma por loco. Pero vos nunca me lo objetaste. Has dejado que mi duda persista y mil veces te he pedido una respuesta concreta. Y para no perder la costumbre, te la vuelvo a hacer.  ¿Mi abuelo es inmortal, Richard?

El Payé Cupiratí giró la cabeza y miró a través del ventanal. Susipró y habló.

—Los hechos contradicen la lógica. Pero te repito la misma respuesta, para no perder la costumbre: no hay pruebas de que él sea inmortal. Cuando escuchaba sus historias, yo hacía cálculos sobre su edad.  No era disparatado en aquella época, te hablo de cuarenta años atrás, haber vivido todo lo que él relataba. Yo le daba unos sesenta y cinco años, y él nunca fue preciso en dar a conocer su año de nacimiento.  No le gustaba festejar su cumpleaños, y con los años en la colonia luego de tres generaciones, nadie recordó si alguna vez festejaron su fecha.  El Abuelo era un ícono, un intocable y hasta daba temor a muchas personas. Pero como te dije, los hechos contradicen la lógica. La primera es que la apariencia física no correspondía a una persona que dijo haber vivido tanto tiempo, y en los últimos años antes que partiera, era evidente que su rostro no reflejaba arrugas, cuando todos envejecíamos a su lado.  En aquella época no existía la cirugía plástica, claro.  Si hablamos de operaciones de estiramiento de la piel, hoy te podría dar ejemplo de varios inmortales —el viejo rió solo. Se levantó y siguió hablando mientras se dirigía a la cocina—. El segundo punto es que los años siguieron su curso. Yo envejecí como cualquier hijo de vecino y mantuve contacto con tu abuelo, hasta no hace mucho. Hoy él debe contar con más de cien años. Pero tampoco eso implica que sea inmortal. Actualmente cada vez más personas superan el siglo vivido. Por eso dudo de tu hipótesis —regresó a la sala—. Que el abuelo sea, como vos me has dicho más de una vez, ¿el propio Gilgamesh?

Robin apagó su cigarrillo.

—Nada demuestra que no sea él —dijo el escritor—. Tampoco es descabellado sospechar que un inmortal viva entre nosotros.  Miles de acontecimientos suceden en este planeta y nosotros no sabemos nada, no nos enteramos.  Ahora resulta que si no lo han pasado por televisión no existe. Y si internet tampoco dice nada, menos. Creemos en las cosas porque lo vemos en la pantalla, porque lo leemos en algún diario, necesitamos que exista una documentación fehaciente  y que millones de personas hablen de lo mismo. Entonces decimos "es verdad, lo que ocurrió es verdad". Pero yo te aseguro, luego de haber dado vueltas por los lugares más extraños de la tierra, que el noventa y nueve por ciento de las cosas suceden y nadie sabe nada. También hay entes ultra organizados que ocultan información, con la noble, muy noble excusa de no alarmar a los habitantes. Te puedo narrar historias que escuché de contactos del tercer tipo, te puedo dar nombres de personas que han sido abducidas por extraterrestres.  Dicen que están entre nosotros, caminando a la par tuya en la calle. Todo eso existe, es real, pero nadie lo toma en serio, nadie lo cree —se incorporó y se paró junto al Payé—. Por otro lado, el escepticismo es total, casi irrisorio. Están esos programas que te muestran imágenes de platos voladores, paneles de personas que hablan de viajes en ovnis, pero la gente ve eso y lo toma como si estuviese viendo un dibujito animado en Cartoon Network.   Han transmitido una autopsia a un alienígena, ¿y qué dice el mundo de esto? Se ríe. La opinión pública está muy manipulada.  Ahora, ¿resulta tan extraño que Gilgamesh exista? Yo no lo creo, pero los demás me van a decir que es imposible que un inmortal respire hoy en pleno siglo XXI.  Todo está muy tecnificado, tan digitalmente controlado, que nadie escapa a las cámaras ocultas, a los paparazzis cibernéticos.

Hizo la pausa.  Su viejo amigo volvió a la cocina. Robin miró al ventanal y siguió el discurso.

—Payé, ahora estamos acá en tu departamento, hablando y es posible que por el ventanal alguien, o algo, nos esté grabando. Salimos a la calle y caminamos solos y pensamos que nadie nos ve y podemos mear detrás de un árbol. Pero en otro lado del mundo, alguien que juega con un satélite, se está destornillando de la risa mirando nuestra postura mientras orinamos.

Robin caminó hasta la cocina en donde el Payé Cupiratí preparaba el primer mate.

—Ahora bien —continuó Wood mientras se rascaba la cabeza—, impedir que un hecho tome conocimiento público, o eludir controles gubernamentales, no es tarea difícil para alguien que conoce los trucos. Fijate que en todo procedimiento siempre queda abierta alguna puerta escondida. Los hackers saben que en todo sistema hay una puerta abierta y su función es encontrar dicho enlace. Sólo hace falta habilidad para engañar al sistema. No pongo en duda que mi abuelo sabe cómo: cambio de documentación apropiada, o bien pérdida de la misma, y la historia sigue transcurriendo...

"Que mi abuelo sea el mismo Gilgamesh del que hablan las tablas babilónicas, no es una quimera. Yo tenía tres años y recuerdo todas sus historias, como si me las hubiese contado ayer. Fueron miles y miles de relatos, hechos vividos hace cinco mil años. El abuelo me las contaba con una precisión exacta, con detalles minuciosos. Jugando, me enseñó a escribir en forma cuneiforme, tal cual lo hacían en Sumeria. Supe escribir signos que fueron descubiertos por arqueólogos veinte años después...

Payé Cupiratí miraba a los ojos de Robin con suma atención mientras chupaba por la bombilla. El escritor prosiguió.

—Estuve en Escocia. Allí cuentan el viejo mito de un inmortal llamado McLeod. Líder de una colectividad que vivió bajo su tutela cerca de doscientos años. La versión de su inmortalidad llegó a oídos del rey. Lo mandó a matar. A él y a toda la comunidad.

—Conozco esa leyenda —acotó el Payé.

—Nadie sobrevivió. Se dice que nunca encontraron el cuerpo de McLeod. De esta historia nacieron otras, y llegó al cine y a la televisión.

Cupiratí volcó agua caliente en el mate.

—Y así se hizo famoso Christopher Reeve y toda la casta de los Highlanders —le dijo a Robin mientras le alcanzaba el mate.

—Paraguayo bruto tenés que ser. Fue Christopher Lambert.

El viejo se acomodó en una pequeña silla.

—Reeve o Lambert, el que deba ser… La película demuestra que la historia de tu familia sigue viva. Historias que se fueron repitiendo de boca en boca, de generación en generación. Yo creo que esta vez se dio de generación intermedia a otra. Tu abuelo te instruyó casi desde bebé, relatándote todas esas historias, que es el legado de tu familia. Imagino que tu abuelo recibió esa historia de su otro abuelo, y éste de su abuelo, y así pasaron siglos. No es de sorprender. Si es así, es un sistema muy bien organizado y no es necesario dejar nada escrito. Es posible que el McLeod escocés sea un antecesor tuyo y la historia fue derivando en lo que vimos en la pantalla.

Robin le devolvió el mate y se recostó sobre la mesada de la cocina.

—Pamplinas, Payé. Lo que decís es una idea sin sustento. ¿Cómo es posible que yo sea aquel que la tradición familiar eligió para perdurar el legado y ni siquiera sé, a esta altura de mi vida, qué cuernos es y para qué carancho sirve?

—Nadie dijo que las cosas sean claras. El momento no llegó aún…

Robin Wood bajó la cabeza y quedó mirando un punto fijo en el cerámico del piso.

—El momento está llegando. Es ahora…

La música new age invadía el departamento. Payé Cupiratí tomó la pava de agua caliente, el mate, y se dirigió al living.

—Esto explica las cosas. Has llegado hasta acá para decirme aún más. Largue nomás.

—Apareció el documento.

El viejo dio un largo sorbo.

—Ah… Entonces es verdad…

El escritor se sentó a su lado y lo miró a los ojos.

—Mi madre nunca mintió, Richard. Ella me había dicho que…

El Payé continuó la frase.

—Que cuando tu abuelo abandonó la colonia prometió con el tiempo dejarte datos para que lo encuentres.

Robin se incorporó y fue hacia la ventana. Mientras hablaba no dejó de mirar hacia afuera.

—El documento no es una carta de puño y letra, ni un escrito mecanografiado. Es una historieta. ¡Una historieta! ¿Te das cuenta, Payé? El muy ingenioso sigue jugando con los mejores movimientos. ¡Una historieta! ¡A mí! ¡Al escritor de comics más prolífico sobre el planeta le sigue el juego con las mismas armas! —Robin se rascó la cabeza—. Es un abuelo digno de mí.

Su viejo amigo reclinó el cuerpo sobre el respaldo del sofá y miró la espalda de Robin, que seguía con la mirada fija hacia la calle.

—Muchachito engreído. ¿No será al revés?

Robin actuó como si no lo hubiese escuchado. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de entrada. El Payé, con la bombilla en la boca, lo siguió con la mirada. Robin recogió el maletín que había traído y lo llevó a la mesa. Cupiratí abrió muy grandes sus ojos al ver a Robin sacando del  interior del mismo un par de hojas.

—¿Este es el famoso documento? —le preguntó al escritor.

—Una parte —contestó mientras tomaba del interior del ataché la cámara fotográfica—. Estas son copias de las dos primeras páginas de la historieta que estaba en posesión de Lucho Olivera en Buenos Aires. No tengo dudas de que éste es el mensaje que iba a dejarme el abuelo.

Payé Cupiratí tomó las dos impresiones y las observó.

—¿Están dibujadas por Olivera?

—Sí.

—“El Código de Uruk”. Es claro el mensaje —agregó mientras leía el texto en las viñetas—. Está dirigido a vos y te va enseñando un camino… Me imagino que has guardado el original bajo siete llaves.

El escritor tragó saliva antes de contestar.

—Esta es una razón por la cual hoy estoy acá.  El original desapareció.  Lucho Olivera también desapareció.  La historia es más o menos así.  Una joven de Buenos Aires descubrió esta obra de Nippur de Lagash que estaba en casa de Olivera y que no había sido publicada.  Engañando a un joven profesor de historia, tan fanático de las historietas como yo de las mujeres, logró que el muchacho le sacara una copia a cada una de las páginas con esta cámara digital que ves acá —tomó la cámara con su mano izquierda—. El plan no resultó ciento por ciento efectivo, porque el muchacho debió partir antes de ser descubierto por Olivera, logrando fotografiar sólo dos páginas.

El viejo dejó las copias sobre la mesa y agarró la cámara.

—Es fácil adivinar lo que sucedió —-agregó—. Lucho se dio cuenta de que habían localizado el documento y escapó.

—Eso en el mejor de los casos. Peor es pensar que lo hicieron desaparecer y el documento está ahora en posesión de ellos.

“Ellos” pensó el Payé.  Aquellos que hicieran que el viejo McLeod abandonara la colonia, aquellos con los cuales entre él y Robin tejieran historias de persecución, de exterminio, intrigas sin ningún fundamento.  Hasta ese momento.

—Ellos existen, Payé —Robin sabía exactamente qué estaba pensando su amigo—. Natalia, la niña que engatusó al muchacho para que sacara estas fotos, me ha dado las copias. Aunque te resulte extraño, no opuso reparos en entregarme todo esto —el nerviosismo de Wood hizo que pronto encendiera otro cigarrillo—. Todo es muy extraño, Payé.  Esta chica, Natalia, seguro que pertenece a la gente que busca a mi abuelo.

—¿Y este muchacho, el profesor de historia? ¿Está con ellos?

—Se llama Ariel.  Ariel Felipe Avilar.  No.  Él no pertenece a ellos.  Me gustaría que conozcas a los chicos.  Están en casa de mi hermano.  Los traje conmigo.

Payé estaba de pie, mordisqueando una galleta.  Se detuvo un momento y maduró la deducción.

—Creo que lo estás haciendo bien...

—Por supuesto.  Es mejor tener al enemigo cerca y a la vista, todo el tiempo que sea posible.  Resulta que Lucho Olivera ha tomado un avión con destino a México DF. Por lo menos sé que vivió para tomar ése vuelo.  No sé después.  Pero tengo que ir a buscarlo.  Sólo Lucho puede mostrarme el resto de la historia.  Con la excusa de necesitar ayuda, pedí que Natalia y Ariel vengan conmigo.  Ahora viajaremos para allá.

—Te puede resultar peligroso.  Estás guiando la serpiente cascabel hacia el ratón…

—Estoy llevando al ratón directamente a la ratonera.  Natalia va a orientarme hacia los que están detrás de esto…. Hacia el gran misterio que esconde mi abuelo… La excitación que llevo dentro de mí no me deja estar quieto.  Una pregunta, Cupiratí. Olivera viajó a México. ¿Sabés qué pude haber ido a hacer Lucho allá?

El viejo apagó el equipo de música y la sala fue un altar del silencio.

—En México DF no creo que pueda hacer demasiado.  Si van a ir para allá cambien el destino.  Vayan a Cancún.

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