
Capítulo 26
Buenos Aires
“Adelina en el desayuno”
Fue esa la mañana más hermosa y excitante que hubiese vivido en mucho tiempo. Por lo menos, de las que podía recordar. Su sueño tan profundo acabó instantáneamente en un abrir de ojos, literalmente. Umberto Vissi se vio una vez más en la gran cama, despertando junto a la mujer que lo cuidó y protegió por casi un lustro. Giró la cabeza y observó el pálido rostro de Adelina, radiante de la belleza cincelada por el paso de los años. Rozó con la mano sus delicados cabellos negros que serpenteaban a lo largo de la almohada. La escuchó respirar profundamente, con el ruido apenas susurrado que escapa mientras se duerme y se sueña en paz. Prolongó ese instante armónico todo el tiempo que pudo, sin querer cambiar de postura. Su mujer delató el toqueteo con un leve estremecimiento de su cuerpo, pero sin despertar.
Cinco años atrás utilizó su técnica para conquistarla. Con el simple método de los que saben ejecutar un refinado plan de conquista, Adelina fue suya. Él pertenecía a esa estirpe de hombres que con una sola mirada, advierte las necesidades de una mujer sola o no satisfecha en plenitud. Con el tacto suficiente se acercó a ella. Una pequeña charla, una sonrisa y la primera invitación. Dispuesto a no rendirse ante la primera negación, ni a la segunda, o ante una tercera, accionó la fuerza capaz de lograr toda propuesta: la insistencia. Pero con Adelina no necesitó redundar. Pocos días bastaron para que mudara sus pertenencias a la casa de la mujer. Adelina se sorprendió que toda la mudanza de su nuevo amante entrara en un bolso de mano. La relación fue muy bien recibida por Natalia, hija de Adelina y pronto los tres actuaron como unidad. Poco a poco él fue comandando la relación, luego los quehaceres de la casa, la disposición de horarios, terminando con la administración de los ingresos. Él pasaba semanas enteras sin salir a la calle. No lo necesitaba. Adelina se convirtió no sólo en su mujer y amante, también en su discípula, adicta a su gran magnetismo y fusionándose con su cultura. Una cultura cimentada en la historia, en el arte, en las relaciones humanas y sobre todo, en el culto al poder.
Aquel día despertó sensiblemente excitado. No le ocurría a menudo, como tampoco ocurría que se despertara antes que ella. Siguió tocando el cabello de Adelina con las yemas de sus dedos, como si estuviera acariciando las cartas ganadoras de una mano de póker. Con el dorso de su mano fue rozando su frente, sus pómulos y su nariz. Adelina despertaba lentamente, entre las caricias. Él posó su mano en la boca y ella separó sus labios. Introdujo el dedo índice y ella comenzó a saborearlo como una golosina. El clímax aumentaba así como la erótica sensación de la mujer. Él fue bajando su mano por el cuello hasta desaparecer debajo de la sábana. Con la mano bien abierta frotó sus senos. Los pezones comenzaron a endurecerse. Con el pulgar y el índice recorrió cada milímetro, frotando las puntas en círculos. El calor invadió los cuerpos y la sábana fue retirada por completo dejando al descubierto los dos cuerpos desnudos. Ella movió su brazo para tocar el cuerpo de su hombre buscando directamente su sexo. Rozó el pene que ya se hallaba extremadamente erecto. Él se incorporó y con sus labios recorrió sus senos hasta llegar a su pubis. Adelina comenzó a jadear de placer, mientras era besada en sus labios inferiores, sintiendo su clítoris estremecerse. Luego de varios minutos ella supo que estaba lista para la penetración. Agarró con cierta violencia las nalgas de su amante y lo atrajo hacia ella. La penetración ocurrió de inmediato entre gemidos y respiraciones agitadas. Los movimientos sexuales comenzaron a sucederse en forma cada vez más rápida y frenética. Ella comenzó a gritar de placer. El hombre demoró su eyaculación hasta donde le fue posible aguantar. Los alaridos fueron de los dos, llegando ambos al punto culminante. Él aflojó el cuerpo y los brazos, recostándose a su lado con la cara para arriba y los ojos cerrados. Adelina se acomodó sobre el enorme físico de su hombre y volvió a dormitar unos minutos. Él también trató de volver a conciliar el sueño, pero continuaba excitado. Dejó a su mujer boca abajo y besó su espalda, sus nalgas y sus pies. Deseaba penetrarla nuevamente, pero se contuvo. Fue al baño y se masturbó.
Desnudo como estaba bajó hasta la cocina. La última vez que le había preparado el desayuno fue en una cabaña que habían alquilado en los lagos del sur. Esta vez, la ocasión ameritaba sorprenderla nuevamente. Al mediodía partirían rumbo a México y él comenzó a preparar la despedida. Preparó un denso café negro, varias tostadas y en platillos depositó queso untable y jalea. Sacó de la alacena un budín que había conseguido dos días atrás. Colocó todo sobre una bandeja y subió por la escalera de regreso a su dormitorio. Adelina, que había escuchado los ruidos de la cocina, lo esperaba sentada en la cama. Él apoyó la bandeja sobre el colchón y la besó. Ella reía con gracia. Ambos desayunaron con hambre hasta terminar las tostadas. Con un cuchillo sacó el envoltorio de celofán del budín y cortó varias tajadas. Entre miradas de placer y gestos libidinosos masticaron con la boca abierta. Como chicos en edad revoltosa comenzaron a lanzarse pequeños trozos de budín, repartiendo migajas sobre la cama y el piso. La risa hizo que Adelina se atragantara con un pequeño sorbo de café y terminó escupiendo la negra bebida con budín. Él la miró preocupado, pero cuando vio que estaba fuera de peligro, rieron juntos. Adelina se calmó y le tomó la mano. Miró a su marido con desconcierto. No recordaba haberlo visto con semejante buen humor y atención para con ella.
No desde aquellos días que se conocieron. Al poco tiempo él se volvió adusto, introvertido pero no por eso una persona antipática. Quizás el misterio actuó para ella como imán.
Lo miró a los ojos, tratando de comprenderlo. Un dato que él estaba rastreando durante mucho tiempo -y que en su búsqueda había implicado a su hija Natalia- había sido encontrado. Un eslabón para llegar a ostentar un poder que ella no imaginaba, pero por el que sentía tanto anhelo como el que demostraba su hombre. La noticia de que por fin iban por el camino correcto devolvió en él la alegría de seguir luchando y la ansiedad de vivir y amar. Ella estaba feliz, sabía que juntos lo iban a lograr.
El hombre sonrió y le hizo un gesto como preguntando si ella deseaba otra porción de budín. Ella negó con la cabeza, pero él hizo una mueca que quería una última ración. Tomó el cuchillo y amagó con cortar la torta, pero se detuvo. Volvió la mirada hacia su mujer pero el gesto de su cara se tornó inexpresivo. De repente sus labios se comprimieron formando una línea corta debajo de su nariz. El índice de su mano izquierda se apoyó cruzando la boca de Adelina, en clara señal de que no hablara o pronunciase sonido alguno. Cambió de posición el cuchillo en su mano derecha y lo aferró con fuerza. La mujer comprendió que algo terrible estaba por suceder y abrió los ojos como pidiendo una explicación. Lo que no comprendió en ese momento es que el hecho terrible le iba a suceder a ella. El hombre clavó de punta el cuchillo, bien afilado y dentado, entre sus senos. Adelina, en la desesperación y con dolor, aferró el brazo de su atacante clavándole las uñas hasta hacerlo sangrar. Esto hizo que la reacción del asesino fuera aún más violenta, penetrando el filo aún más y haciéndolo girar en el interior del pecho de la mujer, buscando su corazón. Volvió a retirar el metal y lo volvió a clavar, tres veces más. La sangre de la mujer brotaba de su tórax como un balde rebalsando el agua, tiñendo las sábanas de un rojo muy oscuro, casi negro. Adelina vio escapar su vida sin poder decir una sola palabra y murió con su mano aferrada al brazo del que había sido el hombre de su vida, y el de su muerte.