
Capítulo 27
Asunción
“Traición en el aeropuerto”
—Robin, aquí tienes el pedido.
El sol del atardecer iluminaba con un tono anaranjado la pequeña oficina ubicada en el aeropuerto internacional de Asunción, el Silvio Pettirossi. Un gran escritorio ocupaba casi toda su superficie, con el mínimo espacio suficiente para albergar un par de sillas y una flaca estantería colmada de papeles. Robin Wood estiró la mano para tomar el paquete que el Comodoro Silvio Juárez le acercaba.
—Gracias, Silvio. Te debo otro favor.
—Más te vale que me lo pagues pronto. No ha sido fácil tramitar esto con tan poco tiempo. Para la próxima avísame con una semana de anticipación, por lo menos —respondió Juárez, un alto encargado de los movimientos en la aduana paraguaya.
El escritor extrajo los dos pasaportes envueltos en el sobre. Abrió la primera hoja de cada uno de ellos y sonrió con beneplácito por el buen trabajo que le habían hecho.
—Apenas terminemos con esta emergencia te los devuelvo —dijo mientras colocaba los documentos en el bolsillo de su campera de cuero—. Te doy mi palabra que no es nada fuera de la ley —se levantó de la silla. Lo mismo hizo el Comodoro Juárez—. Gracias de nuevo. Mi vuelo sale en una hora.
Se estrecharon la mano y Robin Wood salió de la oficina con algo de esfuerzo debido al poco espacio entre el escritorio y la puerta. “Deberías relacionar la superficie de tu escritorio con tu hombría, así queda espacio en esta oficinita de cuarta” pensó Wood al alejarse. El Comodoro lo vio partir perdiéndose entre los pasillos del aeropuerto y juntó las manos apoyando sus codos sobre el grueso vidrio de la mesa. “A la primera que te mandes, te encierro. Te salvan muchas amistades, pequeño escritor de historietitas”.
En la sala de espera del coqueto aeropuerto, Natalia Beatriz Arlegain y Ariel Felipe Avilar esperaban el regreso de Robin. Espera que ya era costumbre. Sentada en los sillones nunca cómodos de la sala, la joven dejaba pasar los minutos observando el movimiento de los pasajeros. No era en gran cantidad, pero sí continuo. El joven leía con suma atención un libro de historia sobre la vieja Asunción que había comprado aquella mañana. El próximo vuelo hacia México DF partía cerca de la medianoche, pero Robin los había llevado con muchas horas de anticipación debido a trámites que allí debía realizar. En el momento que Natalia iba a interrumpir la lectura de su amigo para protestar por la demora, Robin apoyó la mano sobre su hombro.
—Antes que comiences a chillar te aviso que ya terminé —le dijo en el oído. Se ubicó delante de ellos. Del bolsillo sacó los pasaportes y se los entregó a cada uno.
—¡Los conseguiste! —exclamó Ariel.
Robin endureció sus labios y le habló con la boca casi cerrada.
—¿Me harías el favor de ser un poco más circunspecto, mi querido Avilar? Esto no es para ventilar. Son sus documentos de ahora en más, y cuanta menos gente sepa de esto, mucho mejor para todos.
Avilar reconoció su exabrupto y su estupidez bajando la mirada.
—Escuchen chicos. Mis contactos han cumplido. Recuerden que estos pasaportes no son genuinos, pero los datos son verídicos. Figuran sus nombres y apellidos, sus caras bonitas y dicen ser argentinos. No van a tener problemas en aduana.
Ariel revisó la documentación y suspiró aliviado. Reconoció el poder ejercido por Wood para poder confeccionar registros apócrifos en menos de doce horas y se sintió seguro al estar bajo su amparo.
—Benditos sean tus contactos, Robin —dijo con voz muy baja, apenas audible.
Natalia rápidamente guardó el pasaporte. Estaba nerviosa y preguntó con insolencia:
—Okay. Faltan más de cuatro horas para el vuelo. ¿Podemos volver a Asunción y comer algo, por favor?
Wood miró la hora en su reloj pulsera y lanzó un suspiro.
—No creo que hagamos a tiempo. En menos de media hora deberemos estar embarcando.
—¿Qué? ¿Adelantaron el vuelo? —preguntó Ariel.
—No. Hay nuevas directivas. No vamos a ir a DF sino que viajamos a Cancún.
—¿Cómo es eso? —cuestionó el profesor de historia—. Pero sabemos que Lucho Olivera está en México…
—Lo más seguro es que Lucho no se haya quedado en la capital. Tengo un buen dato que dice que lo más probable es que haya viajado para la península de Yucatán.
—Hubieras avisado con tiempo, Robin. No tengo el traje de baño ni el bronceador —bromeó Ariel.
—No vamos a ir a la playa, te lo aseguro.
Con un evidente nerviosismo, Natalia se puso de pie.
—¿Se puede saber para dónde nos vamos a dirigir exactamente?
Con la paciencia y el disfrute de jugar con las inquietudes de la joven, Robin hizo el ademán de calmar los ánimos.
—Piano, piano, ragazza. Confíen en mí.
—¿Confiar…? —Natalia se contuvo de gritar. Miró hacia los costados—. Bien, confiamos entonces —guardó silencio un instante y agregó—. Si me disculpan, debo hacer cosas de mujeres.
La vieron alejarse, pero antes de perderla de vista, Robin le dijo a Ariel:
—Seguila y tratá de que no te vea. Presiento que no se dirige al baño. No la pierdas de vista y fijate qué hace.
—Pero…
Robin presionó con fuerza el brazo de Felipe-
—Andá, te dije.
A su pesar, Avilar siguió los pasos de su amiga por la sala y luego por un gran pasillo, a una distancia prudente. Vio entonces que no encaraba para el toilette, sino que ingresaba en un local de cabinas telefónicas.
Natalia pidió una línea de teléfono y se introdujo en el locutorio. Marcó el número del celular de su madre. Luego de treinta segundos nadie respondió la llamada y se activó el contestador automático. Sorprendida, Natalia dejó un corto mensaje.
—Mami, raro que no contestes. Te llamo al fijo.
Volvió a digitar el número de línea de su casa. La señal de llamada no dejó de sonar hasta que escuchó su propia voz del otro lado: “Hola, no hay nadie que pueda atenderte este momento. Luego de la señal dejá tu mensaje y te llamaremos a la brevedad”.
—Mami, por favor. Esto es importante. Cancelen el vuelo a DF. Hay cambios de planes. Viajamos a Cancún… —tomó aire y prosiguió—. Escuchen bien, volamos en media hora para Cancún. Cuando pueda les mando más datos.
Colgó el aparato, más nerviosa cada minuto que pasaba. No era posible que su madre no estuviera para atender el celular, ni mucho menos que en su casa no hubiera nadie para contestar. Su madre y su compañero debían esperar el mensaje de la confirmación del vuelo hacia México.
Se incorporó de la silla y al mirar hacia delante vio que Ariel la estaba observando del otro lado del vidrio. En una décima de segundo cambió su rostro de preocupación por el de una amplia sonrisa y lo saludó con un beso al aire. Se preguntó qué hacía Ariel en ese lugar, si la había seguido y sobre todo, si había escuchado el mensaje. De haber sucedido esto último Natalia debía encontrar pronto una buena excusa; no podía dejar que le quitaran la máscara.
Al salir del centro telefónico, se enfrentó con su amigo, que mostraba una expresión poco cariñosa.
—Pensé que habías ido al baño…
—Ahora mismo voy para allá. Necesitaba primero hablar con mi madre para decirle hacia adónde vamos, para no preocuparla… —acarició su brazo— No te pongas celoso. Vamos, volvé con Robin. Voy para allá en un minuto.
Ariel Felipe Avilar caminó de regreso cabizbajo. Al verlo, Robin se le acercó.
—Algo pasó, ¿no es así? Hablá rápido.
—Tenés razón, Robin. Ella esconde algo. Dejó un mensaje por el teléfono en su casa dirigido a su madre y a alguien más.
—¿Qué dijo?
—Que los planes habían cambiado. Les avisó que cancelaran un vuelo hacia DF. Les dijo que nosotros viajamos para Cancún y que pronto les iba a dejar otra comunicación —Avilar hablaba mirando al piso.
Robin le dio una fuerte palmada sobre su hombro.
—Te avisé. Ahora más que nunca no hay que sacarle los ojos de encima.
De eso Ariel estaba seguro, de que no podría dejar de observarla, sobre todo porque ahora sabía que estaba enamorado.