
Capítulo 28
Península de Yucatán, México
“Buscar. Encontrar. Matar.”
La información suministrada por la Secretaría de Turismo sobre Lorenzo De Zeballos no fue clara ni precisa. Precisamente, para Lucho Olivera, aquella incertidumbre alimentó la esperanza de encontrar al guía en las ruinas de Chichén Itzá. El operador de turno le previno a Olivera que el informe que le estaba entregando no era fehaciente; que por mucho tiempo la información no había sido actualizada y las modificaciones en los padrones eran efectuados muy de cuando en cuando, casi siempre con el cambio de una nueva política que apuntaba al cruzamiento y optimización de las bases de datos de todas las provincias. Una tarea que hasta el día de hoy nunca alcanzó a plasmarse y que no se logrará en siglos, palabras textuales del cansado y aburrido empleado público del gobierno mexicano.
—Es posible que Lorenzo De Zeballos aún cumpla sus funciones. Los guías con mucha experiencia no son relevados fácilmente, al menos que Chichén Itzá guste de mantener a su personal con un estatus de juventud, sobre todo para no tener que lidiar con las exigencias que gente de avanzada edad pueda reclamar…
—Gracias. Buenas tardes —con el debido respeto Lucho Olivera interrumpió en forma cortante la prolongada verborragia del empleado.
Sin perder tiempo, partió de la ciudad de México para comenzar a recorrer sin pausa mil quinientos setenta y siete kilómetros que lo distanciaban de las ruinas arqueológicas en la península de Yucatán, viaje que le demandó toda la noche y parte de la madrugada del miércoles.
Llevando bien aferrado en sus manos los dibujos de la historieta que treinta años atrás le había encomendado De Zeballos, ingresó en el predio de las ruinas, siendo uno de los primeros turistas en recorrer la zona de las pirámides mayas. Tres décadas transcurridas desde su visita mejoraron el lugar, con nuevos descubrimientos arqueológicos y novedosas instalaciones, brindando un mayor confort para el visitante. Pero el cuidado de los parques y esculturas denotaba una estudiada falta de mantenimiento. Era un fiel reflejo de Roma, en donde reliquias de la humanidad parecen abandonadas a su suerte, envejeciendo con el hollín y la basura, sin que nadie le preste la suficiente atención. Es que, pensó Olivera, estas piedras y esculturas son parte de su historia, de su vida, y como tal deben estar donde están, sin siquiera trabajar en su restauración. Aunque le dolía ver el añejamiento de las obras de arte y de su inevitable deterioro, no era partícipe de emplear elementos químicos para devolver a las obras su estado original, pues el “estado original” se basa en suposiciones redactadas por licenciados y asesores de turno, dictadas según la moda y el entorno de la época. El valor de una obra de arte (sea una escultura, una pintura o simplemente el escombro de una columna) lo brinda el paso del tiempo, y es precisamente el apilar de los siglos lo que la embellece y valora. A pesar de que a primera vista la ciudad de los mayas le pareció algo descuidada, reconoció que, de esa manera, aquellas piedras seguían vivas, con su carga imperturbable de historia y no se mostraban como restos embalsamados y muertos.
No era precisamente aquello lo que estaba pensando Lucho Olivera mientras caminaba bordeando la magnífica pirámide que llamaban El Castillo, dando pasos cortos, como si lo dominase cierto temor por llegar a su meta. La atención del dibujante no se concentraba en las ruinas de su alrededor. Caminó despacio, con mirada imperturbable, fija en dirección al sur de la pirámide. Una mano dentro del bolsillo de su gastado pantalón de hilo ahuyentando el delgado frío matinal, mientras que con la otra aferraba el largo cilindro plástico conteniendo los originales de la historieta. Lucho Olivera avanzó en dirección a la pequeña pirámide donde supo encontrar a Lorenzo De Zeballos en un atardecer de equinoccio.
De preguntarse por segunda vez qué es lo que pretendía encontrar allí, hubiese dado media vuelta hacia la posada donde estaba alojado, retirado de allí su pequeño bolso y regresado sin escalas a la capital argentina. Olivera no lo pensó dos veces. Se dejó guiar por la inquietud original, tan perenne como lógica, de encontrar a la persona que le había cambiado la vida en 1975. La misión que prometió cumplir en el interior de la pirámide disciplinó su vida de una manera que muchos la hubieran tildado de obsesiva, disciplina que finalmente resultó un fracaso. Un solo error cometido en muchos años cerca estuvo de privarlo de la vida, pero la frustración que Olivera padecía iba más allá de su propia existencia. Sabía que no había cumplido con el encargo que De Zeballos le había confiado. Por eso debía encontrarlo y ponerlo sobre aviso.
Tal como le había dicho el Centinela, la historieta de Nippur de Lagash era un mapa para ubicarlo, pero Olivera no había descubierto la manera correcta de interpretarla. Su caminata, lenta pero constante, continuaba en dirección hacia aquella pirámide, la Puerta que el Centinela custodiaba.
Intentó recorrer el mismo sendero que lo había llevado hacia allí tres décadas atrás, pero la fisonomía del parque no era la misma. Algunos vallados interrumpían el paso y la cabeza pétrea de la serpiente ya no estaba allí para indicarle la ruta. De todas maneras continuó marchando en la dirección correcta. Los trabajos de excavación ampliaron considerablemente el perímetro de la ciudad y nuevos puntos de interés estaban a la vista. Entre ellos, la pirámide que Olivera buscaba. La selva que la tapó durante milenios fue desmalezada y lo que antes era un monte invadido de verde ahora se trataba de una loma limpia de vegetación, en cuya cima resplandecía el monumento. Lucho Olivera se acercó a la pirámide y la contempló durante varios minutos. Los pocos turistas que ingresaban al parque se hallaban lejos, lo que le dio al dibujante cierta tranquilidad para poder inspeccionar el área detalladamente. Analizó con minuciosidad cada una de las cuatro paredes, dando un giro completo a la pirámide. Reconoció de inmediato la cabeza de la serpiente, la de las mandíbulas abiertas y con la lengua colgando. Colocó su mano sobre ella. Esta vez no sintió ningún ruido. Todo permanecía en silencio, en un mutismo frío sólo interrumpido por el viento que comenzaba a soplar, cargando pesadas nubes con la firme promesa de tormenta. Una vez más, y con ambas manos, se apoyó contra una de las paredes tratando de percibir el calor que una vez experimentó. Sólo le respondió el apático contacto de las piedras.
Se alejó unos pasos rastreando la lápida por la que había ingresado al templo donde De Zeballos cumplía su labor de centinela. La encontró exactamente en el mismo sitio, pero completamente cerrada. Con todas sus fuerzas intentó correrla de su lugar. La piedra en el piso no se movió ni un milímetro. Con sus dedos flacos y huesudos comenzó a escarbar en los costados, removiendo tierra y más tierra. No encontró ninguna hendidura, ni un resquicio donde antes se abría una entrada hacia lo profundo. El artista resopló por el cansancio. Aquella lápida no era otra cosa que una pesada piedra sobre la tierra, incapaz de ser desplazada.
Al borde de la pirámide se sentó sobre el piso con las piernas cruzadas. Extrajo del estuche de plástico los dibujos que tan bien había enrollado. Desplegó las hojas entintadas buscando el dato que lo llevara hacia Lorenzo De Zeballos. Debía hallarlo, esos dibujos y mensajes comprendían un mapa. Intentaría descifrar los grabados en las piedras de la pirámide y de alguna manera relacionarlo con sus dibujos. Si eso no resultara, estimó que su viaje hacia Yucatán había sido en vano, evaluando la posibilidad de viajar hasta Irak para ubicarlo en la antigua ciudad de Uruk.
El hombre de gran contextura física y larga cabellera blanca descendió del taxi. La mirada fija, imperturbable, rígida. Comenzó a caminar con paso practicado, como marchando en un desfile militar de fecha patria, respetando el compás de un redoblante. Ingresó al parque turístico de las ruinas de Chichén Itzá. El viento movía su incolora cabellera haciéndola mecer en una danza macabra, mientras traía desde el norte el frío y la tempestad. Su arrugado traje color caqui delataba las horas de viaje desde Buenos Aires a Cancún, más los ciento ochenta kilómetros en ómnibus hasta las ruinas. Un largo trayecto sin escalas ni tregua. Sabía que el tiempo comenzaba a correr en su contra cada vez con mayor urgencia. Sus días estaban contados desde aquel en que lo penaran retirándolo de sus funciones y obligado a un destierro en el cual no podría hacer otra cosa que esperar el final como cualquier mortal. Un final que no estaba dispuesto soportar. Pecar de traidor lo habilitó para renegar de sus promesas, sin tener que rendir cuentas de ello a nadie. Dueño de sí mismo y señor de sus actos, a Umberto Vissi todo le estaba permitido, pues, desde hacía muchos años, él era el único juez de su proceder.
El tiempo, que por siglos fue su compañero, lo estaba abandonando. Los años, otrora un recurso inagotable, fluyendo en abundancia, convertidos en un elemento imposible de contar, confundiendo su dimensión con días, volvieron a retomar su cabal medida. Cada hora comenzó a tener relevancia y los minutos le pesaron como un retumbante tic-tac señalándole una cuenta regresiva sin tiempo adicional.
Desde que fue condenado a ser un hombre común, vulnerable a las enfermedades y a la muerte, buscó a lo largo y ancho del planeta la forma de escapar de ese destino. Treinta años antes había caminado por ese mismo parque maya, con el mismo objetivo. Pero la búsqueda lo llevó desde México a Europa, tras los datos que lo llevarían a dar con su blanco.
Fue un día de un caluroso agosto romano cuando llegó a sus manos una edición de un cómic realizado en Argentina e impreso en Italia. Una historieta de Nippur de Lagash denominada “Mi Nombre Entre Los Bárbaros”, donde vio claramente símbolos cuneiformes. Reconoció en ellos un mensaje. Comprendió instantáneamente que el dibujante, de nombre Lucho Olivera, estaba conectado de alguna forma con lo que él perseguía. Además, el nombre de aquel artista figuraba en la lista que poseía y que había traído desde México. Inmediatamente cambió su plan, orientando su brújula hacia Sudamérica.
Mudó de continente buscando el rastro de la perennidad extraviada, para instalarse en Buenos Aires, con un nombre y apellido que su falsa documentación atestiguaba fidedignamente. Afirmado bajo el techo de Adelina tendió sus redes para capturar el secreto del artista. Natalia resultó el anzuelo en donde Lucho Olivera mordió la carnada. Con la presa atrapada, sus sirvientes se convirtieron en material de descarte. Decidió actuar por sí mismo.
El tiempo ya no le sobraba.
Dos días antes Natalia informaba que Olivera partía rumbo a México DF. Tan sólo un destino, tan sólo un dato que para él significaba otro lugar: Chichén Itzá. No había otra Puerta en toda la región de la América Ítsmica. Él mismo había cumplido sus funciones de Centinela en aquella Puerta y conocía a la perfección la zona y también a su sucesor. Sabía que el Centinela sucesor ya no cumplía sus funciones allí. La Puerta estaba clausurada. Pero Olivera poseía el código para ubicarlo. El dibujante lo había engañado una vez y no permitiría la redundancia.
Seguro de ello palmeó el costado izquierdo de su saco. El arma estaba allí.
Los turistas llegaron en tandas desde cuantiosos charters en grupos perfectamente sincronizados, mezclándose con los que arribaban por sus propios medios. Umberto Vissi pasó a través de ellos sin detenerse e ingresó manteniendo su paso firme y constante. Fue en aquel populoso tumulto de la entrada cuando creyó escuchar su nombre, pero en vez de buscar a quien lo estaba nombrando, siguió con rumbo fijo hacia una pequeña pirámide ubicada en el sector sur. Como la misma se hallaba bien retirada de lo que era la plaza central, en donde El Castillo, las mil columnas y el lugar de juego de pelota convocaban las mayores atracciones, nadie caminaba por el lado sur. Siguió un viejo sendero y trepó por una de las colinas, en donde vio asomar la vieja Puerta. Aminoró su marcha en el momento en que recuerdos de centurias ametrallaron su memoria. Como el que vuelve de lejos hacia su lugar de siempre, el corpulento hombre vivió la experiencia de ver pasar ante sus ojos todos los viejos recuerdos, aquellos de su largo período como uno de los Centinelas de Uruk.
Siguió caminando pero con paso lento, mirando al piso absorto en sus memorias. Cuando levantó la vista vio al hombre sentado al pie de la pirámide con las piernas cruzadas, leyendo enormes hojas repletas de dibujos. Se detuvo. Llevó su mano a la sobaquera.
El viento sopló con más fuerza, acercando ruidos de tormenta, cuando Robin Wood, Ariel Felipe Avilar y Natalia Beatriz Arlegain llegaron a la entrada de las ruinas arqueológicas mayas. Los tres arribaron en el compacto Peugeot 307 color negro que alquilaron en el aeropuerto internacional de Cancún tan sólo una hora y cuarto antes. Ariel, que no gustaba de las altas velocidades, sufrió de más en cada curva de la carretera 180 cuando Robin no levantaba el pie del acelerador.
Natalia viajó todo el trayecto como un paseo de placer, disfrutando de los ciento cincuenta kilómetros por hora promedio que Wood exigió al auto francés. Pero la alegría del recorrido en auto no disminuyó la angustia que llevaba adentro. Durante el vuelo desde Asunción, Robin Wood les explicó que su destino final era Chichén Itzá. En Cancún, la joven no dispuso del tiempo necesario para hacer una nueva comunicación con su madre. La única –y última- oportunidad de hacer contacto era comunicarse desde el parque de las ruinas mayas. Si el celular de Adelina volvía a no contestar, entonces los desencuentros se producirían irremediablemente. Natalia no se dejó desanimar pero un nuevo temor la dominaba. La traición hacia Avilar estaba llegando a un punto culminante. Sus planes iban en marcha de todos modos. Tarde o temprano debía dejar el disfraz de buena amiga y novia para evidenciar sus verdaderas intenciones en la historia. Por otro lado no estaba segura si Ariel había oído su conversación en el locutorio del aeropuerto de Asunción. Trató de que su amigo dijera algo con respecto a eso, pero Ariel actuó como si nada hubiese escuchado. Seguir actuando con inocencia la mantendría a flote. Con la misma inocencia de siempre que tan buenos frutos le había dado en diecinueve otoños.
Hija única nacida de un fugaz matrimonio, a Natalia nunca le faltó techo, comida, ni dinero. Su madre la mantuvo rodeada con lujos innecesarios, cultura y arte. Dueña de una importante galería, Adelina supo hacer negocios no siempre translúcidos con autoridades gubernamentales. Encargada muchas veces de organizar exposiciones en museos del estado, obtuvo cuantiosas ganancias con el tráfico de mercaderías (que ella nunca vio) encerradas en los contenedores que llegaban a los puertos argentinos y que, adrede, quedaban excluidos de las inspecciones aduaneras. Adelina nunca fue capaz de conformar una pareja estable y la niña convivió con los efímeros concubinatos que su madre llevaba a la casa. Fue así hasta la llegada de un ítalo argentino de nombre Umberto Vissi. Umberto volvió a darle energía a una viuda mal satisfecha hasta entonces y se ubicó como el tercer participante de una extraña familia durante los últimos seis años. Natalia vivió la adolescencia bajo su tutela, pero era a su madre a quien rendía tributos. Muchas veces la odió y pensó en escapar de su casa, pero Adelina era su ideal de mujer. Se dejó dominar por ella de una manera consciente y respondía a sus anhelos. La vida junto a la nueva pareja de su madre modificó el entorno material y vacío al que estaba acostumbrada por otro con mucho contenido espiritual y místico.
Umberto, desde su llegada, narró historias que al principio a Natalia le parecieron fantásticas, pero comprendió que eran reales. Tanto ella como su madre fueron inducidas hacia cierto fanatismo por sus palabras. Historias que hablaron de otros tiempos y otros lugares, de enlaces esotéricos y mensajes ocultos, de religiones perdidas y revelaciones. Umberto instruyó a las mujeres con su sabiduría y las llevó a formar parte de comunidades reservadas como la Rosacruz. Pero el hombre cuidó de no dar la cara en las ceremonias. Una de sus historias era la que estaba llevando a Natalia hasta las puertas mismas de la arqueológica ciudad maya de Chichén Itzá.
Según sus propias palabras, Umberto Vissi llevaba muchos años de su vida buscando algo que le había sido robado. Un elemento tan valioso que el poseedor podía llenarse de gloria, como sólo lo puede dar el poder de vencer a la muerte. Le era imprescindible volver a recuperar lo quitado y tenerlo bajo su custodia, ya que en manos de otros podría generar un desequilibrio en la humanidad. A él le habían otorgado la responsabilidad de su custodia y las fuerzas del mal se lo habían arrebatado. Estaba escrito que una trinidad lograría restablecer el orden en el nuevo milenio. Trinidad constituida por Umberto, su madre y ella. Juntos obtendrían la gloria de ser los custodios del Hombre. Natalia estaba convencida de que lo que Umberto buscaba era el Santo Grial. Les había explicado que un paso para localizar lo robado era ubicar a un dibujante de nombre Ricardo Luis Olivera. Les comentó que el artista había tenido comunicación con aquellos que le habían robado. Dio instrucciones a Natalia de entrar en el mundo de Olivera para hurgar en su vida y en sus cosas con el fin de encontrar información relevante.
Su trabajo estaba dando buenos resultados hasta ese momento, pero el alcanzar sus objetivos implicaba no permitir que sus sentimientos se entrometieran. Conocer a Ariel Avilar le hizo tropezar. Temió que su corazón la traicionara.
El que sí se vio traicionado y humillado fue el propio Avilar. Luego del pequeño incidente en el aeropuerto Silvio Pettirossi no le quedaron dudas. Natalia tramaba algo a sus espaldas. El dolor de semejante engaño no lo dejó actuar con solvencia ni frialdad. Durante el viaje en avión Natalia se le acercó varias veces de una manera muy cariñosa mientras le preguntaba, en forma sutil e indirecta, qué había escuchado en la cabina de teléfonos. Ariel supo evitar la respuesta y más de una vez se encerró en el baño para morder su amargura y secar una lágrima que lograba escapar en contra de su voluntad. Debía continuar actuando como si nada hubiese sucedido, de acuerdo al plan de Robin Wood. Estaba metido hasta el cuello en una empresa seria, de riesgo, a pesar de no comprenderla en su integridad. Los hechos lo llevaron de las narices. Lejos estaba de poder dar marcha atrás y dejar solos a los verdaderos interesados con sus incumbencias. Ahora también era su compromiso. Encontrar a Lucho Olivera era el objetivo. ¿Y después qué? La ambición de enredarse con su ídolo y su increíble mundo lo llevaba atado de pies y manos.
Ariel Felipe Avilar seguía recorriendo su propia aventura, su propia historia de acción, siendo él mismo uno de los personajes centrales de la trama. Por momentos cerraba los ojos y se imaginaba representado en un afiche en la cartelera de un cine, o dibujado en las páginas de un cómic. De esta forma lograba anestesiar una realidad impasible, intransigente, inflexible. La fantasía era el universo que lo protegía como lo había hecho desde niño.
La emoción de Avilar por llegar a la cuna del mundo maya desbordaba su piel. La civilización a la que -junto a la azteca e incaica- le dedicó horas de estudio, muchas más de las que le fueran obligadas en la universidad. Cuando descendió aliviado del Peugeot 307 y pisó la tierra maya, dio una palmada en el hombro a Robin y le agradeció por lo bajo.
Robin Wood sonrió complacido. No se arrepintió de llevar la compañía de Avilar, mucho menos la de la joven Arlegain. Sabía del peligro que corría, pero también que ella lo conduciría hacia un punto muy ligado al pasado de su familia. Dejó el auto en la playa de estacionamiento y los tres se encaminaron hacia la entrada. En su mano llevaba enrollada una de las copias de la historieta fotografiada por Ariel. Al arribar a la zona de servicios, donde turistas norteamericanos se atragantaban con las frituras de tocinos y tostadas, Robin tomó del brazo a Natalia.
—Buscá los teléfonos y hacé esa llamada a tu madre, como venís insistiendo desde Cancún. Aprovechá ahora que vamos a sacar las entradas con Ariel. Nos reuniremos a lo sumo en diez minutos debajo de aquella lámina —le dijo señalando un enorme mapa en la pared, donde se representaba la totalidad del parque.
Natalia no dijo nada y salió corriendo a buscar las cabinas. Wood guiñó el ojo a Ariel y se alistaron en la fila para abonar los vales de entrada.
La joven marcó el número del teléfono móvil de su madre haciendo volar los dedos sobre el teclado numérico. Rogó que atendiera su llamado, pues no tendría otra oportunidad de volver a hacerlo. Nadie respondió. Como ultima opción, marcó el de su casa y al cabo de treinta segundos volvió a escuchar su propia voz. “Hola, no hay nadie que pueda atenderte este momento”. Colgó. Su mentón tembló y no alcanzó a contener el llanto. Volvió a encender su celular, quizás había un mensaje. Su línea carecía de servicio en el exterior. Ella lo sabía. Trató de calmarse, secando sus lágrimas. No quería que la viesen llorando.
Regresó al punto de reunión donde Wood le había indicado. Vio a Robin y Ariel leyendo las inscripciones en la gigantesca lámina. Ariel fue el primero en verla llegar. Inmediatamente supo que había llorado y la abrazó.
—¿Qué pasa amor? ¿Algo malo?
—No lo sé, Afa. Estoy preocupada. No me contesta… No sé dónde está…
Robin se acercó.
—Natalia, no te pongas así. Se dio la mala casualidad de que no la encuentres. De todos modos ella debe estar bien. Ya vas a tener tiempo de llamarla más tarde —le tocó la cabeza y le entregó su entrada—. Ay de las madres e hijas, no pueden dejar pasar un día sin hablar. Vamos, ya te lo dije varias veces, aprendé a ser un poco más independiente.
Natalia cerca estuvo de propinarle una cachetada.
—Primero aprenda usted a ser un poco más sensible, señor Robin Wood.
Sin entrar en ira, Wood dio la última palabra:
—Ruego para que mis hijos me extrañaran una centésima parte de como lo hacés vos con tu madre.
Le mostró a la joven el dibujo de Lucho Olivera que tenía en la mano.
—Estamos buscando en el plano alguna similitud con lo que Lucho dibujó en la historieta.
Natalia asintió con un gesto y observó la ilustración. No preguntó qué relación tenía el dibujo con las ruinas en Chichén Itzá. No tenía ganas de volver a hablar, por lo menos por un buen lapso. Robin y Ariel siguieron estudiando cada detalle de la enorme gigantografía que se exponía.
Ella apartó la mirada de la pared y se puso a observar a la gente que pasaba por su alrededor. Turistas de las más variadas regiones del planeta, cámaras en mano, muchos llevando paraguas, los niños corriendo. Los olores del bufé se mezclaban en el ambiente. Una figura llamó su atención. Un hombre que se distinguía de los demás por su porte, como si no fuera turista. Llevaba un paso muy rápido y pasó empujando a varios hasta alcanzar la entrada. Natalia se acercó para verlo mejor, pero el hombre se alejaba con rapidez.
—Umberto… ¡Umberto! —le gritó a sus espaldas, pero él no respondió y siguió su marcha. La joven se quedó plantada en el lugar, mirando a esa persona que seguía velozmente rumbo a la pirámide del Osario. Se quedó mirando a su alrededor. Su madre debía andar cerca. Recorrió el lugar, escrutando cada rostro. Entre la pequeña multitud no encontró a Adelina, pero sí la mirada curiosa de Ariel, que la seguía a cierta distancia. Sin decir nada, la joven corrió hacia el parque.
—¡Robin! ¡Natalia escapó!
El escritor continuaba estudiando el plano.
—¿Qué dijiste?
—Natalia entró corriendo al parque. ¡¡¡No nos esperó!!!
—Caramba, caramba —se rascó la cabeza—. Seguro que ya sabe dónde queda lo que buscamos. Se nos adelantó. Vamos para allá… ¡Rápido!
Umberto Vissi reconoció la estampa de Lucho Olivera concentrado en su lectura. Ahí estaba el dibujante sosteniendo el material que lo conduciría a su meta. El hombre de la cabellera canosa caminó trazando una parábola con el propósito de no ser visto ni oído. Contó con la complicidad del fuerte viento que cepillaba las copas de los árboles en un vaivén ruidoso de ramas y hojas. Se acercó por detrás con el sigilo de un felino. Sacó del interior de su saco un revólver calibre 32 con silenciador. Apuntó a la cabeza del dibujante.
—Estimado. Hoy no voy a perder tiempo ni voy a derrochar gentileza como lo hice anteayer, así que no se haga el estúpido.
Olivera sintió el frío del caño del arma rozando su nuca. La voz le venía de atrás y arriba suyo. La sorpresa fue total. No se movió. Vissi continuó hablando.
—Me engañó una vez, pero ahora me ha facilitado milagrosamente las cosas. Esperaba verlo por acá, no tan pronto por cierto. Usted es un hombre previsible, Olivera. No intente darse vuelta. Recogerá esas láminas, las introducirá en su estuche y me las dará. Ahora.
El dibujante siguió estático en el piso.
—No entiendo… me estuvo persiguiendo…
—No me canse. Ya no tengo paciencia. Haga lo que le dije.
Olivera, con temblor en sus manos, comenzó a enrollar las hojas del Código de Uruk. Vissi alzó la vista, no veía a nadie, pero decidió no correr más riesgos.
—Despídase Olivera. Lo mato.
Afirmó su brazo derecho y apoyó el revólver en la cabeza del artista. Olivera sintió la muerte. Cerró los ojos y pensó en Dios.
—¡Umberto! ¡No lo hagas!
La voz femenina detuvo el disparo. No la vio llegar y la primera reacción fue esconder el arma, antes de percatarse de que se trataba de Natalia.
—Qué sorpresa, niña, qué sorpresa —le dijo mientras volvía a apuntar a Olivera—. Has llegado en buen momento, tenemos aquí lo que buscamos. Vamos, acércate y toma la historieta.
Natalia se detuvo a dos pasos del dibujante. Olivera alzó la vista y ella vio que sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Natalia… No lo puedo creer… vos…
La joven se agachó y le sacó las hojas de sus manos, las enrolló cuidadosamente y las metió dentro del estuche. Lo miró de frente y sólo le alcanzó a decir un muy tímido perdoname.
Le alcanzó el estuche a Umberto Vissi, pero cuando éste lo iba a agarrar, se lo retiró.
—Un momento, Umberto. Primero dejá de apuntarlo, y segundo, ¿dónde está mamá?
—Dame eso.
—¿Mamá dónde está? ¿Por qué no contestó mis llamados?
— Dame el estuche y vayámonos. No nos quedemos aquí. Ya te explicaré.
Natalia retrocedió un metro. Olivera la seguía observando desde el piso.
—Nada de esto es como lo habíamos planeado, Umberto. No hace falta que lo mates. ¡Nunca pensé que llegaríamos a esto! ¿¡Dónde está mamá!?
El hombre de pelo blanco miró en derredor. Vio a lo lejos turistas que comenzaban a invadir el predio arqueológico y pronto andarían merodeando la pequeña pirámide. El tiempo seguía jugando en su contra, decidió cerrar pronto el asunto.
—No me la hagas difícil, Natalia. La verdad que desde ahora no me importas tú, no me importa este artista como tampoco me importó tu madre.
Natalia sintió que las piernas no le respondían.
—¿Qué le hiciste, por Dios? ¿Qué le hiciste?
Ariel y Robin corrían llevados por el demonio. A pesar de la diferencia de edad, el que estaba en mejor forma física era Wood, que terminó llevando una ventaja de varios metros. Al ver lo que ocurría a un costado de la pequeña pirámide se detuvo. Ariel llegó a los pocos segundos, con la lengua afuera.
—Robin… no te… detengas… —le dijo tomando una bocanada de aire.
— No te hagas ver —lo sujetó del brazo y se escondieron detrás de una arboleda—. Allá está Natalia con Lucho. Hay otro. Está armado y apuntando a Olivera. Preparate Ariel, aparecé vos solo y tratá de dilatar la escena todo lo que puedas.
Sin tiempo a darse cuenta, Ariel fue empujado con fuerza y Robin desapareció de su vista. Volvió a correr.
—¡Natalia! ¡Natalia!
La joven lo escuchó. Vio que Avilar se acercaba y trató de detenerlo.
—¡Ariel! No te acerques, quedate ahí, por favor.
Pero el joven no detuvo la marcha. Umberto Vissi, aún con el arma apuntando a Olivera, se movió en dirección a Natalia.
—Basta nena. Dame eso y nos largamos.
Ariel llegó al lado de la joven y se interpuso entre ella y el arma. La furia comenzó a dominar al hombre de pelo blanco y apuntó directamente al pecho de Avilar.
—Me cansaron. Ya basta. Si no me entregan el estuche comienzo a disparar.
Esperó un segundo.
—Primero el noviecito.
Ariel cerró los ojos, esperando el disparo. Umberto presionó con fuerza el gatillo. Un ruido seco, producido por el silenciador, sonó junto al primer trueno de la tormenta.
Natalia cayó de espaldas.
Para proteger a Ariel, usó su cuerpo como escudo del joven profesor, interceptando el proyectil de plomo.
Ariel la tomó entre sus brazos. Sintió su sangre caliente.
El estuche cayó rodando en el pasto.
El arma voló de la mano de Umberto Vissi por la patada de Robin Wood, que lo atacó por detrás.
Lucho Olivera se incorporó y corrió hacia Natalia.
El asesino se enfrentó con Wood. Reconoció al instante que el paraguayo conocía de artes marciales. Lo atacó con la técnica de la lucha aprendida en muchos siglos de vida. El escritor paraguayo no pudo esquivar el golpe y cayó al piso muy dolorido. Umberto Vissi dio media vuelta y se movió para recoger el arma.
Ariel Avilar se adelantó y de una patada arrojó el revólver a varios metros de distancia.
Vissi renunció a buscarla. Con un rápido giro recogió el estuche negro y escapó a la carrera.
Ariel volvió donde Olivera sostenía el cuerpo de Natalia.
Robin Wood, ya incorporado y, aunque dolorido, corrió tras Umberto Vissi.
—¡Robin! ¡No te vayas! —gritó Avilar.
Lucho Olivera, arrodillado y sosteniendo la cabeza de Natalia, dijo
—Ve con él Avilar. Ayuda a Robin. Natalia está bien. Creo que desmayada, pero está bien. La bala rozó su brazo.
Ariel suspiró con alivio. Le tocó la cabeza y se agachó para besarla en la frente.
—Cómo te quiero, Nati. No lo puedo creer. Me salvaste la vida…
—¡Apúrate Avilar, maldito seas! Corre… ¡Corre! —le ordenó Olivera.
Ariel arrancó la marcha, pero amagó con recoger el arma de Vissi. Olivera lo detuvo.
—No se te ocurra, jovencito. No la toques. Escúchame antes de irte. Voy a curar a Natalia. Nos reuniremos en la posada de la pirámide. Ahora, ve… ¡Ve!
Avilar salió disparado tras los pasos de Wood que estaba adelantado unos cien metros internándose en la espesura de la selva.