top of page
Logo-titulo.jpg

Capítulo 29

 

 

“El cenote de la vida”

 

 

Corrió como nunca hubiera pensado que podía correr.  Ariel nunca se había dedicado al físico.  Contextura mediana, delgado, poca masa muscular, el muchacho desde niño nunca ayudó a su cuerpo a desarrollarse mediante actividades deportivas.  No entendía cómo una disciplina tan absurda como correr pudiera tener tantos adeptos. Veía diariamente a cientos de desdichados trotando, corriendo hacia ninguna parte, dando vueltas y vueltas a una plaza o a un parque sin siquiera competir, a cualquier hora desde antes de la salida del sol o aún más allá de la medianoche.  Fue en esa carrera desesperada que entendió el significado de estar fuera de estado, pero Ariel Felipe Avilar sacó fuerzas nacidas de la desesperación.  Saltando ramas, arbustos, seguía a Robin Wood que corría cien metros adelante suyo, tras los pasos del hombre que treinta segundos antes le había disparado a quemarropa.  Medio minuto atrás Natalia le salvó la vida, empujándolo e interceptando el disparo con su cuerpo.  El asesino escapaba, fuera de la vista de Ariel.  Un tropezón a gran velocidad es caída.  Ariel rodó por el pasto y se levantó sin sentir el golpe.  Una selva lo rodeaba, pero el rastro de Robin Wood estaba perdido.  Nadie en aquella espesura de verde.  Como perro sabueso buscó algún sendero, una salida, un lugar por donde continuar, pero a medida que avanzaba, la vegetación se cerraba. Miró hacia atrás, pero las milenarias construcciones mayas habían desaparecido de su perspectiva.  Se detuvo y tomó el aire que comenzaba a faltarle.  No recordaba siquiera por dónde había llegado a ese lugar.

Con el poco oxígeno que contenía, gritó Robin dónde estás, pero no hubo respuesta.  Caminando en círculos hacia ningún lugar, repitió gritando el nombre del escritor como única manera de encontrarlo.  La desesperación llegó a su fin cuando escuchó la voz llegando a través de espesos matorrales.

—¡Ariel, por acá, pronto!

—Robin, por Dios, Robin ¿¡Dónde estás!?

La voz del escritor no contestó.  Ariel caminó entre la selva, siguiendo la dirección por donde había escuchado el grito de Wood.  Un claro se hizo y pudo observar en el piso rastros que habían dejado por allí.   Marcas en el barro, plantas pisoteadas.  Como magnetizado por un imán, continuó la dirección de las pisadas.  Arribó a un arbusto de enormes dimensiones.  Fue cuando escuchó nuevamente la voz del escritor.

—¡Ariel!

El llamado provenía de abajo, como emergiendo del suelo.  Descubrió una abertura, y vio que la misma se estaba cerrando con una compuerta que se desplazaba horizontalmente.  Sin dudarlo, pues un instante de indecisión era sinónimo de conclusión, Ariel se introdujo por el hueco.  Allí adentro todo era oscuridad y no sabía qué estaba pisando.  Aun así, no tropezó ni se detuvo.  La pequeñísima claridad que venía desde la boca de entrada, desvanecida en forma súbita, dejó a Ariel en la más perfecta oscuridad.  Comprendió el vocablo “tiniebla”.

El piso era una rampa descendiente, completamente de piedras.  Apoyó las manos en las paredes húmedas.  Fue bajando con pasos cortos tanteando en la negrura de aquel esófago terruño.

Tocó una extraña viscosidad y el sobresalto lo hizo retroceder violentamente.  Trastabilló, cayendo de espaldas sobre el piso pedregoso e inclinado.  El pasadizo se convirtió en tobogán.  Ariel rodó varios metros cuando detuvo la caída con un golpe de piedra en su cabeza.  El dolor no fue más grave que el miedo.  El muchacho se incorporó de inmediato.  La voz provino de la oscuridad, aún más abajo.

—Apurate, Ariel ¡Apurate! —gritó Robin Wood.

Ariel Avilar agarró el celular sujetado en su cintura.  La pálida luz del artefacto apenas daba una imagen borrosa, fantasmal de aquel lugar.  Un estrecho túnel de piedra, raíces, agua, insectos y barro.  El techo rozaba su cabeza.  El metro de visibilidad resultó suficiente para caminar más deprisa.

—Robin, Robin, ¿dónde estás? —preguntó hacia la oscuridad delante suyo.

Al final del corredor, un angosto portal, enmarcado por dos delgadas columnas a cada lado.  Un acceso a una celda de piedra.  La luz del celular apenas iluminaba el lugar.  De repente, la voz dura y seria de Robin.

—No te muevas.

Ariel alargó su brazo para acercar la improvisada linterna.  El escritor estaba a tan sólo dos metros de distancia con expresión de terror.  Su cuerpo estaba literalmente pegado contra la pared.  Los ojos parecían desorbitados mientras le hablaba muy despacio.

—Ariel.  Estoy atrapado.  No puedo moverme.  Fijate en el piso…

Giró el celular para iluminar hacia abajo.  Sin moverse, estático y solo girando su cuerpo, Ariel observó el suelo, hasta donde la paupérrima luz del aparato podía alcanzar.  El horror.  Huesos desparramados por todas partes.  La transpiración empapó sus axilas cuando observó que serpientes se arrastraban por la piedra.

—Dios mio…

Solo movió su boca para suplicar ayuda divina en un murmullo casi incomprensible.  El resto de su cuerpo estaba tieso como mármol.

—Ariel, salvame…  ¡Me van a matar! —gritó el escritor, aterrado, creyendo que su vida ya estaba sujeta al capricho del demonio de allí abajo.

Avilar tomó fuerza para hablar.

—¿Qué hago, qué hago? Dios mío… Hay huesos por todos lados…

—¡Movete pronto, carajo!  ¡Está apretando, me ahogo!

Ariel escuchó un ligero crack que llegaba del cuerpo de Robin.

La luz del celular dejaba entrever en las penumbras imágenes de terror.  Los huesos en el piso daban testimonio de aquellos abrazos mortales.  Vio boas gigantescas que atrapaban a Robin tratando de ahogarlo.  El horror no llegó a paralizarlo, con movimientos del pie trató de patear a las serpientes, pero la patada dio en algo muy duro, mucho más firme de lo que imaginaba.  Volvió a iluminar de cerca los cuerpos de los reptiles.  Entonces vio que no se trataba de culebras.  Vio que eran como ramas, con vida propia, que se movían, pero aquello no era animal.

—Robin, esto parece ser… ¡Una planta!

—Lo que sea… hacé algo… mi encendedor… el bolsillo…

La voz de Robin Wood se hacía difícil de entender.  Ariel hurgó en el bolsillo del saco que llevaba el escritor mientras a los manotazos se sacaba de encima varias ramas y hojas que trataban de aprisionarlo. 

Alcanzó el encendedor, lo sujetó débil entre los dedos y se le escapó de la mano.  Con un reflejo oportuno, lo atrapó en el aire antes de que caiga el piso plagado de hojas vivientes.  Era un encendedor de bencina, un Zippo.  Lo encendió y acercó la llama hacia uno de los tentáculos de esa enorme planta que estaba asfixiando a Robin. Demoró diez segundos en quemar un tallo.  El fuego evidentemente lastimó a la planta que reaccionó como un animal herido.  Robin aprovechó que sus lazos se debilitaban y con esfuerzo se liberó, saltando como pudo hacia delante.

—¿Qué mierda es esto? —balbuceó Ariel.

—Casi me mata —respondió Robin mientras se recuperaba y repasó su cuerpo, verificando su integridad—. Por poco me rompe las costillas…  

Reaccionó de inmediato como si nada le hubiese pasado.  Con su saco en la mano golpeó las llamas hasta sofocarlas.  Con el encendedor iluminó el recinto donde estaban encerrados.  Ariel ayudaba con la poca luz que quedaba en su celular.  Los dos observaron que no había salida de aquel cubículo.

—No puede ser —dijo Ariel—. Yo entré por acá, ¡y ahora sólo hay paredes!

Robin se acercó a la entrada de aquella celda y recorrió las piedras que formaban una pared compacta.

—Estamos fritos.  Esta cerrada.  Es una compuerta como la entrada al túnel, accionada por un mecanismo muy primitivo pero muy eficiente.  Trabaja como las viejas trampas de estos lugares, con un engranaje de piedras muy duras y porcelana.

Comenzó a forcejear con todas sus fuerzas para tratar de rodar la puerta, pero las piedras no se movieron ni un milímetro.  Ariel se hallaba exhausto.  Pronto, ambos hombres, abandonaron el intento de abrir aquella compuerta.

Ariel Felipe Avilar volvió a quedar duro como las piedras que lo rodeaban.

—¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Dónde está ese tipo que perseguimos?

El escritor no respondió a ninguna de las preguntas.  Él también estaba asustado. Recordó aquellas increíbles historias sobre las construcciones subterráneas de los mayas, escuchadas muchos años atrás en algún fogón nocturno, donde se contaban cómo los propios mayas, la gente común, los campesinos, construyeron verdaderas redes subterráneas con el fin de esconderse de sus sanguinarios reyes y sacerdotes.  La gente común era la carne de sacrificio para sus dioses asesinos.  Robin Wood se preguntaba si estaba realmente dentro de alguna de aquellas cámaras que habían servido de refugio, o bien celdas para atrapar con vida a los mártires de una falaz causa divina.

Conocedor de las técnicas de supervivencia investigó el lugar.  Una celda de piedra, no mayor a nueve metros cuadrados de superficie.  El techo era bajo, rozaba sus cabezas.  El piso estaba húmedo y se veían huesos y algunos cráneos.

—Dios mío… —imploró Ariel una vez más, mientras desplazaba con su pie los restos óseos.  Robin se agachó para mirar con detalle un cráneo.

—No son restos humanos.  Son de animales.  Mirá esta cabeza.

Levantó el cráneo del piso y lo acercó a la vista de Ariel.  

—Este fue un perro. Pero hay otros que parecen ser ovejas, quizás cabras…

—¿Cómo es posible?

Robin acercó la llama de su Zippo a la planta.   La estudió antes de dar el juicio.

—Ella es la responsable de estos cadáveres.  Es una maldita planta carnívora, Ariel. Gigantesca, monstruosa, nunca ví cosa igual.  Observá…

Recogió un par de huesos y los lanzó contra la maraña.  De inmediato la gran planta cerró sus hojas y tallos como acto reflejo y abrazó el bulto que había lanzado Robin.  Un minuto más tarde, aquel ser vivo abrió sus brazos y despidió los huesos.

—Recoge con sus tentáculos todo material que la toca.  Debe examinar si lo que tiene en sus manos es alimento.  Si no lo es, lo desecha.  Si es, sólo quedan los huesos…

Ariel no podía dar crédito a lo que veía.  Dio dos pasos hacia atrás.  Robin estaba cerca de aquel monstruo vegetal examinando sus tallos, sus hojas y sus raíces.  Ariel le avisó a tiempo.

—¡Cuidado!

Un tallo estaba moviéndose a espaldas del escritor, mostrando intención de apresarlo por detrás.  Robin se alarmó con el aviso de Ariel y zafó a tiempo

—Increíble… Es increíble… —recalcó Robin—  Es inteligente. No sólo reacciona por contacto, sino que siente la proximidad de seres vivos. Ella sabe que estamos aquí.  Nos ve.  Va a tratar de atraparnos tarde o temprano.  Alargará sus hojas...

—Las romperemos si nos alcanza, Robin.

—Bien, ¿cuántas hojas podrás romper?  Una, dos, cien.  En pocas horas tu celular no tendrá más batería y mi bencina se habrá hecho humo.  Estaremos a oscuras y muy debilitados.  Ella regenerará sus hojas tantas veces como sea necesario.  Y nosotros no veremos sus brazos y no tendremos más fuerzas para luchar.

Ariel tragó saliva.  El estar junto a Robin lo calmaba ante tanta desesperación, pero el pronóstico no era muy favorable.

—Alentadoras palabras.  ¿No tenés algo más optimista que decir?

Robin lo miró a los ojos.

—Mejor no abras la boca.  Comenzá por ahorrar lengua, porque el aire se consume más rápido si decís cosas que están de más.

Robin apagó su encendedor y Ariel desconectó su celular.  La oscuridad de aquella cueva era total.  Daba lo mismo abrir los ojos que cerrarlos.  El silencio comenzó a aturdir, solo agrietado por el ruido de hojas que se iban moviendo lentamente.

De pronto, una tremenda explosión retumbó como un cañonazo.

—¿Y eso? —dijo Ariel con mucho miedo.

—Mierda.  Fue una explosión allá afuera...

Robin iluminó con el encendedor y vio que la planta carnívora había replegado sus tentáculos de hojas y tallos, hasta adherirse contra la misma pared en donde minutos antes lo había atrapado.  

—Qué extraño… —murmuró el escritor estudiando el movimiento de la planta.

—Robin, ¿cómo han llegado estos animales hasta aquí? —dijo Avilar que observaba los huesos.

—Buena pregunta, muy buena.  Se me ocurren dos opciones.  O bien llegaron por donde nosotros entramos, o llegaron de otro sitio.

—Un pensamiento muy lógico —quiso bromear Ariel.

—Más que lógico, muy evidente.  Sigo con el pensamiento científico —Robin repasaba en voz alta—: la compuerta de arriba debe estar cerrada desde hace años y este tipo conocía bien su mecanismo.  Después discutiremos ese punto.  Si la entrada por el túnel estaba cerrada, estos bichos llegaron hasta esta celda traídos por alguien… o algo.

—La planta…

—Esta maldita lechuga asesina los atrapa.  Y no los caza aquí adentro.  De alguna manera los encierra en esta cárcel y los deja para atragantárselos cuando esté necesitada de comida.

—Entonces todo esto es su alacena… y nosotros somos los próximos bocados.

—Así debe ser.  Estos animales —apuntó con su pie derecho a los cráneos— fueron atrapados afuera y traídos hasta aquí.

—Robin, también puede ser que gente de este lugar conoce a este monstruo y lo conservan vivo trayéndole su comida.  De la misma manera como alimentan a cualquier animal en un zoológico.

—Puede ser cierto, claro que sí.  Si es así, andá a saber cuándo va a ser la próxima vez que abran esa compuerta.  Espero para entonces no haber muerto de sed…

Otra explosión, más fuerte que la anterior, retumbó en las paredes.  Robin, que iluminaba a la planta, vio cómo ésta volvió a contraerse y comenzaron a escucharse movimientos detrás de la pared.

—Escuchá, Ariel.  Prestá atención cómo trabaja la planta.  Reacciona en forma violenta ante cada estampido.  Bien por temor… o bien para otra cosa.  Si continúo con mi teoría de que ella caza a sus presas, por algún hueco los debe encerrar aquí.

Con la luz del fuego de su encendedor, siguió el camino de sus tallos y raíces.  Los tallos subían por la pared de piedra hasta desaparecer casi al llegar al techo.

—La lechuga los hace entrar por acá.

Ariel se acercó y pudo ver que, en el pliegue del techo con las paredes, había un hueco con el tamaño suficiente para poder ingresar a un cordero.  Este orificio quedaba a la vista ya que la planta carnívora había retirado sus hojas y tallos.

—Por Dios, Robin…

—Vamos, no perdamos tiempo.  La lechuga está ocupada y nos dejó libre el paso.

—¿Cómo vamos a pasar por ahí?

—Con esfuerzo, niño.

Robin recogió su saco y le arrancó las mangas.  Luego tomó un largo hueso del piso.  Ató una manga a uno de sus extremos.  Hizo exactamente lo mismo con otro hueso y la otra manga.  Sacó de su encendedor la almohadilla embebida en bencina y humedeció ambas puntas.  Volvió a armar el Zippo y encendió las antorchas.  Depositó una de las teas cerca de las raíces de la planta y la otra se la entregó a Ariel.

—Si la cabeza pasa por el hueco, pasa el cuerpo.  Iluminame mientras trato de pasar y protegeme si la lechuga intenta ahorcarme.

Robin introdujo los brazos por el pequeño orificio en la pared y con movimientos precisos fue pasando su cuerpo.  Algo mal ocurrió y quedó atrapado por la cintura.  Ariel sólo veía sus piernas que se movían como si Robin estuviera nadando en el vacío.

—¡Empujame!

Ariel sostenía con una mano a la tea tratando de espantar a la planta, que comenzaba a moverse.  Con la otra, tomó los pies de Robin y lo empujó a través del hueco.  De pronto, el cuerpo de Robin cayó del otro lado, con gran estrépito.

—¡Robin, Robin! ¿¡Estás bien!?

No hubo respuesta.  Robin había desaparecido y no daba señales.  Ariel comenzó a gritar con más fuerza y mucha más desesperación.

—¡Robin! ¡Robin! Por favor… Robin…

Ariel sintió que su corazón aceleraba a mil pulsaciones por minuto.  De pronto, una mano sobresalió por el hueco en la pared.

—Tranquilo muchacho.  Dame la antorcha y subí.

Sin demorar un segundo Ariel le pasó la tea e imitó los movimientos de Robin.   Su cabeza pareció reducirse cuando pasó por el hueco y sintió un dolor inmenso por los raspones que estaba sufriendo.  Robin lo tomó de los brazos y lo ayudó a pasar.

Con la cabeza ya del otro lado pudo ver el escenario detrás de la celda de piedra. Robin estaba apoyado sobre un pequeño terraplén que terminaba dos metros debajo, en el cauce de un río subterráneo.  A su lado vio lo que su imaginación más paranoica jamás hubiese diagramado: una gigantesca estructura vegetal con un cuerpo colosal. Sobresalían dos enormes hojas que se abrían y cerraban como las fauces de un tiburón monumental y desproporcionado.  La planta se movía frenéticamente y Robin, con la antorcha en su mano, espantaba los furiosos ataques.  Cada una de esas hojas contaba con millares de púas como dientes afilados, capaz de atravesar cualquier cuerpo.

Ariel, mientras miraba horrorizado aquel espectáculo, también sufrió el atasco en su cintura.  El escritor duplicó su fuerza y el joven estudiante de historia salió despedido hacia delante, cayendo sobre el cuerpo de Robin.  En la alocada salida, Ariel sufrió la pérdida de una de sus zapatillas que quedó para siempre en el interior de la celda.

Tan fuerte fue el encontronazo que ambos cayeron del terraplén encontrando destino final en el río que corría debajo.

La profundidad del cauce amortiguó la caída.  Lamentable fue el perder la antorcha.  Salieron rápido hacia la superficie.

—¡Salgamos de acá! —fue la orden de Robin para escapar de la planta carnívora.

Sin una sola luz, en medio de la más profunda negrura, ambos hombres se dejaron llevar por la corriente, braceando con todas sus fuerzas.  No pudieron medir la distancia que fueron arrastrados desde donde habían caído. Cuando pudieron pisar tierra otra vez, detuvieron su escape.  Al límite de morir extenuados, Robin y Ariel dejaron caer sus cuerpos sobre una superficie aparentemente limpia.

Los jadeos perpetuaron largos minutos.  Robin fue el primero en reponerse.  En la oscuridad total, se sentó y agudizó los sentidos del oído y del olfato.

— Debemos encontrar una salida…

Un nuevo estruendo retumbó por el canal subterráneo.

—¡Qué trueno! —exclamó Ariel.

—Eso, Ariel.  Eso.  ¡Son truenos!  Claro. Es la tormenta que se nos venía encima cuando entramos a Chichén Itzá.  Las explosiones que oímos en la celda eran los truenos…

—¡Mirá! ¡Luz!

Robin se acomodó y buscó algún destello entre la oscuridad.  Algo de luz se podía ver a una distancia muy incierta.

—No perdamos tiempo, Ariel, vamos para allá.

Era la única salida posible en medio de ese reino de negrura y humedad. Tanteando con ambas manos en todas direcciones, caminaron por el agua que les llegaba hasta arriba de las rodillas.  Anduvieron con cuidado, pues sus cabezas por momentos golpeaban el techo del túnel.  La corriente del río subterráneo tenía la suficiente fuerza como para hacerles perder la estabilidad.  Caminaron sin hablar un largo trecho.

—Robin, eso que vemos allá es un cenote.

—¿Un qué?

—Un cenote.  Es una apertura en la superficie causada por la horadación de los ríos subterráneos.  Muy típica de esta zona.  En Chichén Itzá hay cientos.  Tocá bien las paredes de este canal.  ¿Notás que son de caliza?  Con la erosión estas paredes y techos se derrumban, produciendo una apertura.

Robin Wood continuó caminando velozmente.  La luminosidad se veía con más claridad, pero no podían calcular a qué distancia estaba.

—Cenote o no, vamos a salir de acá.

Ariel continuó hablando, sobre todo para disipar su miedo.

—Los mayas veneraron estos pozos, que se convierten en cisternas naturales. Estos ríos bajo tierra proveían de agua a la ciudad.  El más conocido es el Cenote Sagrado, llamado también de los sacrificios.

—No tengo la más mínima intención de ofrendarme a los dioses esta mañana…

La luz del día se dejaba entrever.  Pero un ruido muy fuerte los sorprendió por detrás.  Robin y Ariel se dieron vuelta, pero nada vieron.  La oscuridad no dejaba ver el agua en la que estaban sumergidos.  Pero advirtieron que aquel ruido, que segundo a segundo iba creciendo, ya les pisaba los talones.

—Ariel, ¿cómo nacen estos ríos?

—De la lluvia…

Robin tragó saliva.

—Afuera debe estar diluviando, ¿no crees eso, Ariel?

—S-si….

—Y este agua, que es capaz de derribar las paredes y techo que venimos tocando, viene directamente hacia nosotros…. ¿No crees, Arielito, que es hora de rajar de acá?

El ruido se hizo atronador.  Se escuchaban ecos de piedras rodar.  La corriente se hizo más fuerte.

—¡Corré, Ariel, corré por tu vida!

La crecida de los ríos de montaña se convierten en el mayor peligro de exploradores inexpertos y campamentos de orilla.  No da tiempo a la huida, a la salvación.  Como un tsunami de fuerza brutal, el agua arrastra todo lo que encuentra a su paso.  Piedras, animales, árboles.  Una topadora hidráulica que no encuentra barrera. Todo se deshace a su paso.  Ríos de montaña, o ríos subterráneos, lo mismo da.  Sólo la distancia disminuye su potencia.

Distancia que no existía en las profundidades de aquellas cuevas subterráneas de Chichén Itzá.  Los dos hombres dejaron su postura de caminar cuidadosamente entre las rocas para directamente saltar como ranas sobre el agua.  Con la máxima velocidad que sus piernas podían, huyeron hacia el pozo que se veía a pocos metros.  Sólo la luz del día que se filtraba por el cenote indicaba la dirección a seguir.

Ni los raspones que comenzaban a sangrar, ni los cabezazos contra las salientes de cal en el techo, ni la cantidad de litros tragados en desesperados jadeos, pudieron detener el avance de Robin y Ariel hacia las paredes del pozo.

El cielo se abrió sobre sus cabezas.  Un cielo pintado de grises oscuros, de tonalidades casi negras, escondiendo un sol en huelga.  La lluvia era de tal magnitud que apenas podían alzar la vista sin que sus ojos se empaparan.  Pero llegar a la garganta de aquel cenote no les garantizaba la salvación.  Tanto Robin como Ariel sangraban por múltiples heridas que no sentían. Tan sólo eran concientes de la desesperación por escapar del torrente aplanador que los arrastraría hacia la muerte debajo de los suelos de Yucatán.

El escritor fue el primero en llegar al cenote.  La densa lluvia apenas le dejaba adivinar por dónde comenzar a trepar.  La superficie estaba a no menos de cuatro metros sobre su cabeza.  El diámetro de aquella boca no llegaba a los diez pasos.  No había tiempo de investigar la mejor forma de escalar por esas filosas paredes blanquecinas.  Lo urgente era zafar de la crecida.  Para lograrlo, manoteó hasta donde sus brazos alcanzaban, buscando una grieta, un escalón, una cornisa.  Ariel llegó a su lado en menos de un minuto.

—¡Robin! ¡No tenemos tiempo! ¡El agua nos va a arrastrar!

Wood no perdió tiempo en calmar al muchacho que estaba fuera de sí.  Sin tiempo para abofetearlo y gritarle que no se diera por vencido, continuó buscando con las manos donde poder sujetarse, con la exasperación del sobreviviente de un alud abriendo una salida al aire entre la nieve.  El ruido que provenía desde la entrada del río no dejaba escuchar los truenos que estallaban a pocos metros.  El agua del fondo del cenote comenzó a formar remolinos, buscando la salida por la otra abertura que llevarían las aguas del río hacia el mar recorriendo cientos de kilómetros por debajo de la tierra.

El escritor nacido en Paraguay pudo aferrarse a la saliente de una piedra que le servía como punto de apoyo.  Con la agilidad de un contorsionista elevó su pierna derecha hasta casi la altura de su hombro para poder apoyarla en la cornisa natural, para luego elevar la otra y quedar de pie en un lugar algo más seguro y a poco más de un metro y medio del agua.

Como un carro de juguete que continúa su marcha luego de rebotar en las paredes, el joven historiador se movía en repetidos círculos sin decidirse qué hacer.

—¡Dame la mano! —le gritó Robin, agachado sobe sus tobillos y sujetándose con la otra mano a la pared.

No había tiempo para más.  Ariel atrapó el brazo del escritor con ambas manos, pero no pudo moverse.  El pie que aún estaba calzado quedó atrapado.  Los remolinos ejercían sobre él una fuerza centrífuga, que lo arrastraba hacia las paredes del cenote. Fue gracias a la trampa de su zapatilla, que el cuerpo de Ariel Felipe Avilar quedó inmovilizado, salvándole de no salir disparado contra las piedras, como una prenda dentro de un lavarropas.

Robin no aflojó en su tirar, y sintió que estaba resbalando, pero aún así ayudó a su joven amigo a salir.  El pie del muchacho se desprendió de la zapatilla y Ariel pudo elevarse hasta quedar sobre la cornisa en la que Robin hacía lo imposible para seguir de pie.  El muchacho había quedado descalzo.  Sus dos zapatillas ya eran posesión de los suelos de Chichén Itzá.

La explosión la sintieron por debajo.  La boca del túnel por donde se escurría la salida del río se borró de la vista de los dos hombres.  De la misma manera en que una manguera deja escapar el violento chorro de agua cuando la canilla se abre precipitadamente, tal cual fue el cuadro en la boca del túnel.  Millones de litros por segundo, cientos de piedras de todos los tamaños, arbustos, ramas, maderas, todo salía escupido con una fuerza de terror.  El nivel del agua llegó a los pies de Ariel y Robin.  El friso angosto en el que estaban sujetos comenzaba a sumergirse.  A un brazo de distancia, un boquete se abría en la pared del cenote.   Robin Wood llegó a sujetarse del borde y con suma rapidez se introdujo en el hueco.

—¡Ariel, vení, vení!

Avilar lo siguió con el agua por sobre sus tobillos, con los escombros golpeando sus piernas.  Robin estaba internándose en el oscuro y hermético pasadizo, cuerpo a tierra, serpenteando hacia el interior.  Ariel imitó sus movimientos.  La altura de aquel conducto lejos estaba de superar el metro.  No había otra manera de ingresar que culebreando el cuerpo.  No había otra posibilidad que arriesgar la vida para salvarla.  El corredor aquél era muy factible que se derrumbara y generara una trampa mortal, quedándose inmovilizados entre las rocas de sus angostas paredes.  Pero la desesperante  situación no daba para estudiar otra alternativa.  Con la ceguera que produce una situación límite, actuando como los que saltan al vacío cuando el fuego consume un edificio, así se comportaron los dos hombres.  Aquel paso subterráneo era escurridizo y la pendiente hacia arriba hizo que el agua quedara a la retaguardia.  Robin Wood hizo un último intento de seguir avanzando, pero le fue imposible continuar.  Escarbó el barro entre las piedras que cerraban el paso y sólo logró que la tierra cubriera su cabeza.

—Esto no va más... No se puede seguir.

Atrás suyo, pegado a sus pies, Ariel suspiró.

—Está bien, Robin… Está muy bien… —fueron las únicas palabras de esperanza que logró comunicar.

Los dos hombres se entregaron al destino. Más, no podían continuar.  Habían hecho todo lo posible.  Quietos y en silencio quedaron a la espera.  Si el agua continuaba subiendo, morirían ahogados como ratones atascados en una cañería.  La única esperanza era que el agua desagotara del cenote como un inodoro gigante.

 

 

Robin, cara contra la tierra, respirando lo más tranquilo posible, quiso reír.  Pero contuvo la emoción, no por una cuestión de pudor o por parecer loco en aquella situación, sino porque la carcajada produciría movimientos en su cuerpo que llevarían a un pequeño derrumbe y tragaría tierra y sobre todo, consumiría mucho más aire del necesario.  Por su mente pasaron millones de imágenes, de aventuras, de viajes imposibles por tierras desiertas o mares infinitos.  Pasaron amigos entrañables y enemigos necesarios.  Mujeres de todas las razas que viajaron por su cuerpo.  Africanas, orientales y rubias escandinavas, que eran sus preferidas.  Pero sobre todo recordó la alegría de una fría tarde en Buenos Aires cuando, cansado de haber caminado treinta kilómetros por no tener un centavo para viajar en ómnibus, recibió un cheque que le cambió la vida.  Por lo menos le modificó su avidez porque lo primero que hizo con el dinero fue comprar un puro y llegar al mejor restaurante.  Un cheque a cambio de un guión de historieta que había sido publicado y la promesa de mucho más si enviaba a la editorial todo lo que escribiera.  Y Robin no paró de escribir y no paró de viajar. Recordó tipear un guión de Dennis Martin -uno de sus personajes-  en su máquina de escribir portátil viajando en tren por la Siberia.  O en un ómnibus, en medio de la India, una historia de amor escenificada en la lujosa Nueva York, mientras las moscas entraban por su boca, había olor a vómito y a su lado dos indios se desangraban a puñaladas por una discusión que nunca llegó a entender.  Recuerdos de viajes incontables, de aventuras irrepetibles.  Pero la tentación de la risa apareció al recordar un capítulo de Nippur de Lagash escrito treinta años atrás: La Última Galería.

Robin Wood, al igual que Nippur, el héroe sumerio de enorme fortaleza tanto física como filosófica, estaba atrapado.  En aquel episodio, publicado en 1978, su personaje se arrastra entre los túneles de las cuevas mesopotámicas tendiendo una trampa mortal al lobo blanco, jefe de una horda asesina.  Wood recordó aquel guión como si lo hubiese escrito esa misma mañana.  Lo tituló La Última Galería y no pudo contener la risa.  Él también estaba atrapado en la última galería de los subsuelos de Yucatán.  Nippur serpenteando entre los túneles angostos, con las rocas mordiéndole el cuerpo, mientras los lobos lo perseguían para darle caza.  Wood, escapando del agua, abriendo heridas y tragando tierra.  Nippur sintiendo miedo, Robin reconociendo el temor en carne propia. “Estás asustado Nippur… Eso es bueno. Ayuda a pensar” había escrito en la historieta.  Robin no se dio por vencido.

 

 

No le quedaba salida por delante.  El agua lo atraparía de todas maneras.  La única vía de escape era retroceder y salir por donde habían entrado, aún con el peligro de ser arrastrados por la corriente.  Mejor era morir luchando y no esperar como una rata un final anticipado.  Movió la punta del pie buscando golpear la cabeza de su acompañante. Trató de gritarle.  No podía mover la cabeza hacia atrás.  No había espacio y de todos modos no lo podría llegar a ver de ninguna manera.  La oscuridad era total.

—Ariel, movete, carajo. Vamos a salir de acá… por donde entramos —vociferó con bronca, con enojo hacia sí mismo por haber llegado a un punto límite donde había adoptado la postura de la pasividad como último recurso de salvación—. ¡Mierda! ¿Me escuchaste, flaco?

Una vez más movió su pie, esta vez pataleando, pero su pierna bailó sola.  Ariel Avilar ya no estaba detrás suyo.

—Pero… ¿dónde carajos…? ¡Ariel!

Sacudió la tierra sobre sus ojos, que aún los mantenía bien cerrados.  Comenzó a retroceder por aquella galería, tan estrecha, tan filosa, pero que no sería la última.   A medida que iba desplazándose el túnel aumentaba su diámetro.  Ariel no aparecía y Robin abrió los ojos.  Alcanzó a adivinar la entrada de aquel pasillo, el boquete circular de tonos azulados a tan sólo un par de metros de distancia.  Volvió a llamar a su compañero, esta vez gritando.

—¡ARIEL! ¿Dónde mierda estás?

Repentinamente la entrada se taponó por completo.  El escritor se encontró nuevamente a oscuras y temió que el agua terminaría inundando toda la cueva.

­—¡Robin! ¡Robin! Salí de ahí. El agua ya está bajando —respondió finalmente Avilar, cubriendo con su cuerpo la boca del túnel.

Wood dio un resoplido profundo.  Suspiro mezcla de alivio, alegría con una descolocada rabieta y disgusto por la actuación de Ariel.   Éste lo ayudó a incorporarse.

—¿Estás bien? —preguntó el joven.

El paraguayo no contestó.  De pie en el delgado escalón miró hacia abajo.  El agua producía remolinos mientras fluía por la única salida del gigantesco pozo.  Había parado de llover pero nubes pesadas y negras desfilaban en aquel cielo que se dejaba ver por sobre el cráter del cenote, a unos tres metros sobre sus cabezas.  Sin decir una palabra, Robin comenzó a buscar la forma de llegar a la superficie.  Ariel lo miró con extrañeza pues reconoció en su compañero una ira contenida.  Mejor no seguir preguntando, puede ser peor, pensó…

Entre las piedras y viejas raíces encontraron la forma de trepar.  Llegaron con el último aliento, entre jadeos de desahogo y resoplidos de dolor.  Ambos personajes tumbaron sus cuerpos sobre la hierba, boca arriba, con las piernas y brazos abiertos. Ariel estaba dolorido, sobre todo en sus pies, descalzos después de perder las zapatillas en las cuevas.  Le brotaba sangre, pero no se preocupó por encontrar la herida, que no era sólo una.   Sucio de agua y barro, Robin no estaba en mejores condiciones. Demasiados raspones, cortes y golpes como para prestar atención a uno.  Tantos que el dolor de la patada recibida en la lucha marcial al comienzo de la persecución lo había dejado de sentir.  A pesar de eso, fue el primero en ponerse de pie.  Revisó su cuerpo y las pertenencias que aún llevaba.  Del bolsillo trasero de su pantalón sacó la billetera, arruinado el cuero para siempre.  Aun conservaba documentos, dinero, tarjetas, todo completamente mojado.  Buscó las llaves del auto.

Del otro bolsillo sacó la página dibujada por Lucho Olivera, la copia del Código de Uruk que Ariel fotografiara.  El papel empapado y sucio, ya no servía de referencia. Hizo un bollo y lo arrojó a la profundidad del cenote.

—Rajemos, flaco. ¿Estás entero? —le preguntó a Ariel, que continuaba tendido.

—Creo que sí, salvo la mitad de mi ropa.  Voy a extrañar a mis queridas Rebook, pero sobre todo voy a extrañar mi celular.  ¿Dónde estamos?

—Buena pregunta.

Wood comenzó a estudiar el horizonte.  Estaban en medio de un claro de unos pocos metros rodeados de selva.  Lo único que se alcanzaba a ver era la cima de El Castillo, la mayor pirámide de Chichén Itzá.  

— Allá está la ciudad, nos alejamos un poco.  En marcha.

Comenzaron a caminar.  La lluvia volvía a caer.  Llegaron a los límites del predio.

—No nos dejemos ver, aunque con este día no queda mucha gente en las ruinas. Tenemos que llegar al auto.  Si te preguntan algo, no digas nada —dijo Wood.

La gente se amontonaba en el interior del edificio de servicios a la entrada del parque, esperando que el clima mejorara o que sus charters decidieran continuar rumbo a otros sitios.  Los dos hombres atravesaron las instalaciones con paso apurado hacía el estacionamiento.  No pudieron pasar desapercibidos.  Era una imagen patética.  Los dos cojeando, encorvados, uno descalzo, el otro con el torso a medio cubrir con una camisa destruida, ambos chorreando agua, con heridas abiertas y sangrando.  Un agente de seguridad del parque salió bajo la lluvia para interceptarlos.

—¡Señores! ¿Tuvieron un accidente? ¿Necesitan ayuda?

El escritor bajó la cabeza mientras seguía caminando.  Levantó su brazo para gesticular que no necesitaban nada y sonreía para demostrarle que estaban bien.  El hombre de seguridad insistió.

—¡Por favor, deténganse y los atenderemos en la enfermería! ¡No pueden seguir en esas condiciones!

Robin le hizo caso y se detuvo.  Pero levantó la vista, borró la sonrisa y comenzó a hablar, casi gritando.  Habló durante medio minuto y tanto el agente de seguridad como Ariel, que ya estaba cerca del automóvil, no entendieron absolutamente nada.  El escritor sacó la húmeda billetera, la abrió y le mostró al agente una tarjeta en una fracción de segundo y la volvió al bolsillo.  Continuó con otras palabras muy extrañas, lo saludó y siguió rumbo.  El agente quedó inmovilizado bajo el agua.  Cuando Wood llegó al auto, Ariel le preguntó:

—¿Qué diablos le dijiste? Yo no entendí una palabra…

—No te preocupes, él tampoco —accionó manualmente la apertura de las puertas, ya que el control remoto del Peugeot 307 no funcionaba—. Le hablé en danés y le dije que éramos periodistas de la Nacional Geographics, hasta le mostré una credencial.

Encendió el motor. Ariel trataba de ensuciar lo menos posible el tapizado del auto alquilado. Robin sonrió y dijo:

—El alquiler del auto cubre todos estos gastos.

Maniobró hacia la salida y abandonaron la magnífica ciudad maya.

bottom of page