
Capítulo 30
“Confesiones en la habitación número 15”
—¿La posada de la pirámide?
Robin Wood detuvo el automóvil a un costado de la ruta con una frenada brusca, tanto que Ariel Felipe Avilar cerca estuvo de golpear su cabeza contra el parabrisas.
—Eso… eso le escuché decir a Lucho Olivera. Y agradecé que recuerdo el nombre. Con todo lo que pasamos apenas sé quién soy…
El escritor no prestó la más mínima atención a las excusas y lamentos del muchacho.
—Hay varios hoteles en los alrededores de las ruinas arqueológicas. Busquemos esa posada.
El Peugeot comenzó un lento recorrer por las entradas de los lujosos hoteles de la zona, muchos de ellos atestados de turistas que se dirigían caminando a la ciudad maya. El viento limpió el cielo minimizando la posibilidad de una nueva tormenta. El sol apareció con fuerza. Robin maniobraba lento, observando a través de la ventanilla.
—Mirá Avilar, ellos están ahí, en la Pirámide Inn.
Detuvo el motor. Echó el ojo en su indumentaria y en la de Avilar.
—No podemos entrar de esta manera. A cambiarnos se ha dicho —entonó Robin mientras colocaba la primera marcha.
El automóvil cruzó la ruta e ingresó por los jardines hacia la entrada de la posada de cuatro estrellas, categoría señalada en un gran mural donde se leía “The Pyramide Inn Resort – Camping”. La fachada no ostentaba glamour, sino más bien una apariencia sencilla, más cerca de semejar un motel. Se observaban varias carpas tendidas en los jardines adyacentes al edificio y algunas de ellas habían sufrido un desperfecto en su estructura debido a la violenta lluvia que minutos antes había caído en la zona. Robin detuvo el Peugeot a unos metros de la entrada principal, de modo tal que el automóvil no fuese visto con facilidad desde el interior del edificio. De la parte de atrás del vehículo tomó el bolso de viaje que habían preparado en Asunción. El escritor seleccionó una camisa y el joven estudiante una remera negra y ambos realizaron el recambio de ropa. Robin dio la misma orden que Ariel escuchara desde que juntos comenzaran la aventura:
—Esperame acá.
Ingresó en el hall. Se acercó al mostrador. Su descuidado y sucio aspecto no amedrentó su porte ejecutivo ni su habitual actitud arrogante.
—Buenos días, busco al señor Olivera. Luis Olivera.
—Un momento y estoy con usted —le respondió el encargado, un robusto hombre de color. Color negro.
Wood comprendió que debía moderar su petulante actitud.
—No hay problema, aquí esperaré.
El negro terminó de llenar un formulario.
—¿Quién busca al Sr. Olivera Luis? —preguntó con cortesía.
—Wood Robin
—¿Wood… Robin Wood? —el encargado lo miró con dudas. Robin por un instante interpretó que aquel negro de enorme estatura lo conocía, que su fama superaba fronteras que no hubiese imaginado.
—Sí, soy yo, el escritor.
El encargado lo observó de arriba hacia abajo, escrutando su deplorable aspecto, con sus pantalones aún chorreando agua, los zapatos destrozados. Vio las huellas que había dejado sobre el tapete en la entrada y los pasos marcados sobre los mosaicos del hall. Se tocó la barbilla y pensó un momento.
—El Sr. Olivera lo aguarda. Pero… será mejor que me enseñe una identificación por favor.
Ricardo Luis Olivera miraba su reloj constantemente. Habían transcurrido dos horas y media desde que el disparo había herido a Natalia y de la sorpresa de ver desfilar ante sus ojos a dos personas que conocía. Una de ellas era Ariel Avilar, su amigo de Buenos Aires, aquel joven que recurría a él para hablar de historia, de arte, de miles de cosas entre paseos en museos y galerías. La otra persona fue alguien que él apreciaba y admiraba: Robin Wood. Tan sólo unos segundos, como imágenes recortadas, superpuestas y fuera de foco, viendo cómo Ariel y Robin luchaban, corrían y desaparecían en la selva, persiguiendo aquel hombre que minutos antes lo apuntaba para matar. Cuando los perdió de vista, se dedicó a rehabilitar a Natalia, que continuaba inmóvil tras el disparo. El balazo le había rozado su brazo izquierdo. Recobró los sentidos un minuto más tarde. Los dos abandonaron el parque, con Natalia aferrada a él, dando pequeños pasos. Ella le pidió por favor que no pasaran por el edificio de servicios, que se fueran directamente hacia otro lugar. El artista vio entonces que la herida no era profunda, pero la sangre poco a poco iba manchando toda su remera. Contemplando el pedido de su amiga, encararon la caminata hacia la posada donde había arribado la madrugada anterior. De todas maneras era el único lugar donde podían acomodarse con tranquilidad y sobre todo, era el punto de encuentro que le había dicho a Avilar antes de que despareciera en la selva.
Natalia Beatriz Arlegain descansaba sobre una de las camas de la habitación número 15. Lucho Olivera la contemplaba de pie. El torniquete que había improvisado estaba cumpliendo su función. Él insistió en llevarla a un centro sanitario pero Natalia se negaba a ser vista por un enfermero y opuso mucha resistencia para ser llevada a un centro de emergencias.
El dibujante la acosó con preguntas. Sobre Ariel, sobre Robin. Pero Natalia se quejó del dolor hasta quedar dormida. La mente de Olivera tejía tramas sin poder resolverlas. ¿Por qué Ariel? ¿Cuál era la razón que lo había llevado hacia allá? Y Robin Wood, ¿qué hacía Wood allí?
Demasiados interrogantes, su cabeza era un remolino de dudas y la única que podía disiparlas, dormía. Volvió a mirar su reloj. No sabía qué hacer, ni cómo continuar la travesía para encontrar a Lorenzo De Zeballos, mucho más difícil sin la historieta en sus manos.
Los dos fuertes golpes en la puerta de la habitación retumbaron por las cuatro paredes, haciendo despertar a Natalia. Luis Olivera abrió la puerta sin preguntar quién. Frente a él, Robin Wood.
—Hola Lucho.
El dibujante no logró contener su emoción. Sin poder decir palabra, dejó atrás su lado ceremonial, la solemnidad que lo caracterizaba y abrazó a su viejo amigo como quien se reencuentra con su mejor compinche luego de décadas. Y eso fue exactamente lo que sucedió.
Ricardo Luis Olivera, nacido en la ciudad de Corrientes, tuvo una infancia nómada como todo hijo nacido en una familia militar. Su padre alcanzó el grado de Mayor en el ejército argentino y Lucho, como lo llamaron desde siempre, se crió en un mundo de armas y uniformes. El tema bélico lo apasionó. En vez de emprender una carrera militar de digna orientación hacia la guerra, Luis volcó su vida hacia el arte. Paradoja familiar en la cual su padre fue el primer mentor, enseñándole desde siempre la habilidad de plasmar la fantasía y la belleza sobre cualquier tipo de papel, así sea con un fino HB, un crayón o simplemente el lápiz carpintero que siempre encontraba sobre la mesa de herramientas del garaje. Luis vislumbró su futuro con claridad: ser dibujante de historietas. No cabía otra meta en su vida. Virgilio, su padre, le inculcó el estudio. Si quieres ser dibujante entonces debes estudiar. Y Lucho ingresó en la Escuela de Bellas Artes de la capital correntina. Cuando su padre fue trasladado al Estado Mayor en Buenos Aires, continuó sus estudios en la capital argentina. Emprendió además carreras universitarias: medicina, arquitectura, sociología, derecho, historia. Tal era su habilidad con el dibujo, que Lucho abandonó Bellas Artes porque no tenía nada más que aprender. Comenzó a trabajar profesionalmente como dibujante en las mejores editoriales, al lado de los grandes maestros. Un día encontró alguien con quien inmediatamente sintonizaron las mismas pasiones: las historietas y la historia antigua. Un muchachito pequeño, flaquito, venido del Paraguay. Un tal Robin Wood.
El paraguayo vivía entonces en una pensión de la zona de Retiro, trabajando en una miserable fábrica en Martínez. Llegada la noche, dejaba de lado el hambre y el cansancio para alimentar su espíritu con lo que anhelaba: el dibujo. El destino le tenía una jugada escondida. Su habilidad para el arte era nula. Pero las charlas de café con su amigo Lucho, lo llevaron a la cima sin quererlo. Olivera le comentó que los guiones de historieta que la editorial le entregaba para dibujar eran desastrosos. Le pidió a Robin que le escribiera un guión sobre una historia ambientada en Sumeria. Wood narró una larga historia de amistad y traiciones sucedidas en la ciudad de Lagash. Pasaron los días y Robin descubre en un kiosco de revistas que su “Historia Para Lagash” estaba en la calle. Aquel día su vida cambió.
Ambos artistas se unieron para formar uno de los mejores equipos de la historieta argentina. Su amistad fue creciendo con el tiempo, pero Robin pronto comenzó a viajar por el mundo y las reuniones se hicieron cada vez más esporádicas. Desde la última vez que pudieron estar juntos habían pasado veintidós años, en una tumultuosa convención realizada en Milán, compartiendo apenas un frío hola cómo estás, que dejó en ambos un saldo congelado.
El calor del abrazo hizo transpirar de emoción a Ariel Avilar, que registraba tal encuentro como si lo estuviese filmando con tres cámaras desde distintos ángulos. Lucho Olivera volvió a recobrar su compostura.
—Vaya que sí. Eras vos, Robin. Mis ojos no podían creer que te hubieran visto por acá... —luego observó al estudiante— Y usted… Avilar...
—Ya tendremos tiempo para aclarar todo esto, pero correte a un lado que necesitamos pasar … replicó Robin.
Cuando Olivera cerró la puerta de la habitación 15, Robin Wood ya estaba al lado de Natalia. Avilar vio que Robin, sin expresión en su rostro, comenzó a revisarla actuando como médico llamado por urgencia.
—Si te duele, bancátelas —le dijo mientras dejaba bien a la vista la herida—. Lucho, perdiste tus habilidades médicas, che. La herida aún sangra y va a ser difícil que cierre. Ariel, agarrá las llaves del auto y traeme el ataché. De paso el bolso con nuestras cosas.
Mientras el joven corría hacia el estacionamiento, Wood acercó una silla y se acomodó al lado de Natalia.
—Bella ragazza, il piacere è mio di averti con me. Empecemos por el principio. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
La joven miraba hacia abajo, recostada en una cama de sábanas blancas recubiertas por un acolchado beige, tan triste y opaco como el color de las paredes. Por la ventana entraba oblicuo un rayo de sol. La tormenta afuera había pasado, mas adentro del hotel de aquella posada comenzaba a soplar el tifón.
—Natalia Beatriz Arlegain —dijo la joven levantando la mirada y miró a su querido amigo Olivera que la contemplaba casi sin pestañear—. No oculto mi nombre, no oculto quién soy, y no oculto mis sentimientos.
En ese preciso instante entró Ariel acarreando los bultos. Alcanzó a escuchar las últimas palabras de las que horas antes pretendía ser su novia, su amiga, y si no fuera porque a último momento ella le salvó la vida, todo su amor se hubiese convertido en odio.
—Dudo que ocultes tus sentimientos, muchachita —dijo Robin—. Ahora dejame que cierre la herida-
El escritor tomó el ataché. Lo apoyó sobre la cama. De su interior extrajo una pequeña caja conteniendo un cemento líquido de alto rendimiento. Luego de limpiar la zona afectada, con los dedos de su mano izquierda presionó sobre ambos lados de la herida surcada por el balazo y los juntó. Natalia nada dijo, sólo cerró la boca y mordió los labios. Wood presionó el pomo del cemento para derramar tres gotas. Al cabo de treinta segundos liberó la presión y la herida no volvió a abrir. Con un corto vendaje recubrió el brazo. Volvió a colocar todo dentro del portafolio. Miró a Avilar y le guiñó el ojo.
—Nunca deben faltar los elementos de primeros auxilios en toda aventura.
Extrajo un paquete de cigarrillos. Mientras se sentaba en la silla, cruzó sus piernas y encendió el tabaco.
—Ah… cómo lo necesitaba…
Convidó uno a Lucho y la habitación comenzó a llenarse de humo haciendo del recinto un lugar tan denso como el cargo que presionaba a Natalia.
—Bien —prosiguió Wood—, podemos llegar a creerte que tu apellido es Arlegain. Lo que me importa es que comencemos a aclarar todo. Largá.
Natalia cerró los ojos, respiró hondo, tomando todo el oxígeno posible. La parodia había llegado a su fin, el engaño urdido estaba acorralado. Ella misma se sentía traicionada por aquel hombre que había adoptado como padre. Con el aire en sus pulmones, en el instante previo a exhalación, decidió que supieran la verdad. Los tres hombres la observaron en silencio antes de la confesión.
—Yo… Lo siento, lo siento, lo siento… Fuimos engañadas por este hombre, Umberto Vissi, que nos deslumbró con una historia de poder, de poder tan grande que no comprenderían… Nos traicionó… Me traicionó… No eran estos los planes… No así, con tanta violencia —Natalia cabeceó—. ¡Necesito saber de mamá!
—¡Continúa, por favor! —el vozarrón de Olivera hizo vibrar las paredes.
La muchacha reaccionó, pues se sintió apercibida y continuó el relato sin hacer pausas.
—Él necesita encontrar a un viejo compañero que hace mucho tiempo le robó cierto elemento que él custodiaba. Su misión era proteger la Tierra. Así como lo escuchan: todo el planeta. Este elemento en manos de otras personas puede alterar la armonía y las fuerzas del orden. Tiene que ver mucho con la metafísica, las fuerzas y con seres que nosotros no llegamos a sentir ni ver, porque nos movemos en otras coordenadas, en otras dimensiones. Vissi dijo que está solo en esta misión de protección, ya que la comunidad de los guardianes de este poder, con los años, fueron degenerándose, corrompiéndose y él mismo tuvo que sacar a sus compañeros de sus respectivas funciones. Matándolos, claro, hasta que quedaron sólo dos. El otro alcanzó a escapar, llevándose el elemento, algo así como el santo grial, para que tengan una idea, si es que no es el mismo santo grial.
—¿Trabajan estos guardianes para alguien? —preguntó Ariel.
—No es un trabajo. Es una misión, nacieron para esto, ser centinelas es su vida. Sin esta meta, sus vidas no tienen sentido. Nunca nos dijo quién está encima de ellos, eso lo tiene vedado, pero nos prometió que si ayudábamos a encontrar su objetivo, pasaríamos a formar parte de la comunidad, con poderes inimaginables, como por ejemplo, la inmortalidad.
El dibujante suspiró, el escritor abrió más sus ojos y el profesor de historia se desplomó sobre una de las dos sillas de la habitación número 15.
—Una pregunta, señorita —prosiguió Olivera—. ¿No les pareció a usted y a su madre, un tanto extraño que un miembro de una comunidad de tanta trascendencia depositara su misión y poder en dos personas totalmente ajenas a su círculo?
—¿¡Y le creyeron todo!? —Ariel Avilar por poco interrumpe el cuestionamiento del artista.
—Miren, pasaron años y Umberto Vissi se ganó mi confianza. Estuvo al lado de mi madre todo el tiempo, fue un padre para mí, formábamos una familia perfecta, ellos se amaban… Eso creí —Natalia levantó el tono—. ¡No había por qué dudar! Si ustedes hubieran escuchado sus historias, tan misteriosas, tan mágicas… No sé, le hubieran creído. Porque todo lo que ha dicho es verdad, científicamente hablando.
—¿Cómo conocen a Vissi? —cuestionó Robin.
—Vissi llegó de Italia y conoció a mamá en una galería. Al poco tiempo se quedó en casa y no se movió de allá. Nos comentó de un artista que había tenido contacto con un antiguo centinela. Necesitaba ubicar a ese artista y sacar información de él. Pero Vissi jamás dio la cara. Yo fui la elegida para acercarme a ese artista: Lucho.
—Por eso te hiciste amiga de él —dijo Robin.
—Vissi me dio la misión de buscar algún documento, un dato que verifique la conexión de Lucho con aquel centinela. Yo no sabía exactamente qué buscar. Lo que iba sabiendo se lo comunicaba a Umberto. Un día descubrí la historieta esa de Nippur, cuando Lucho se enojó conmigo. Yo se lo comenté a Umberto, y él no tuvo dudas de que esa historieta representaba un mapa para ubicar al centinela que poseía el grial.
—Entonces actuaste para hacerte amiga mía —Ariel resopló con furia.
—Si, si, si… Pero créanme, por favor se los pido, créanme que me encariñé con ustedes, con Lucho… —Natalia no se atrevió a mirar al dibujante y bajó la mirada— En contra de mi voluntad debía arrebatar “El Código de Uruk”. No pude… no pude hacerlo… Tanto, tanto tiempo buscando, investigando y allí estaba en mis manos. Pero no con Lucho, no pude. Lo quiero tanto, no podía traicionarlo, pero, pero no debí dejar que mis sentimientos estuvieran por encima de la misión, eso fue algo que Vissi grabó a fuego en mi cabeza —Natalia cerró los ojos con fuerza y presionó su brazo herido—. Fue por eso que busqué al profesor Ariel para que me ayudara, sola no podía. Lo siento Ariel. Perdón Lucho...
—Dejemos la compasión para otro momento, niñita —interrumpió el escritor paraguayo—. Hablaste de tu madre. ¿Qué sabe ella de todo esto? ¿Dónde crees que está ahora?
—Ella debería estar acá Nada de esto debió haber ocurrido.
—Explicate mejor.
—Contrariando a Umberto, decidí no robarle la historieta de Nippur a Lucho, pero sí sacar una copia con fotos digitales. Pero esa noche de tormenta las cosas salieron mal. Ariel sólo alcanzó a copiar las dos primeras páginas y escapó por el balcón.
—Entonces, fuiste tú... —Olivera miró hacia Ariel, que abrió las manos como suplicando perdón.
—Llevé las copias a mi casa —prosiguió la joven estudiante de historia— y Umberto por poco me mata. Nunca lo había visto tan violento. Decidió que por primera vez él tomaría acción en el asunto. El lunes bien temprano nos alarmó verlo salir a la calle, muy silencioso y sin decirnos hacia adónde iba. Esa misma tarde regresó. No estaba bien, se lo veía muy nervioso y se encerró en el altillo de casa. Por la televisión, nos enteramos del incendio en el departamento de Lucho. Yo me desesperé, pensé que había muerto.
—Perdón, pero... ¿a cuál incendio se refiere? —Lucho Olivera abrió sus ojos al límite de las órbitas—. ¿Mi departamento ardió? ¿Cómo...?
Avilar apoyó su mano sobre la espalda del dibujante.
—No se preocupe, maestro, todo está bien.
—Ya te vamos a contar. Seguí niñita —ordenó Wood.
—A la noche Ariel llegó a casa, con Robin. Umberto estuvo de acuerdo en que vaya con ustedes y me dijo que le avise de toda novedad. El plan era simple. Una vez ubicado a Lucho, quitarle la historieta y luego ir a la búsqueda del centinela. Los tres: Vissi, mi mamá y yo. Eso era todo. ¡Pero no sé qué pasó con mamá!
—Tal vez tuvo que quedarse en Argentina.
—¡No! Ella debió estar aquí, conmigo. No, algo le pasó, lo sé. Este Umberto Vissi, este hijo de puta, la dejó afuera. Me lo dijo en las ruinas —se tapó la cabeza con las manos—. Si le hizo algo, yo lo descuartizo, lo juro, lo juro...
—Calma… —imploró Avilar.
—¡Por favor! ¿¡Cómo podemos mantener la calma!? ¿¡No se dan cuenta!? Nos traicionó, nos estafó a todos. ¡Necesito volver a Buenos Aires, ahora!
—¡Suficiente! —Robin Wood se levantó de la silla, dio media vuelta y hurgó en su maletín. Luego tomó su celular y se encerró en el baño. Natalia comenzó a llorar, a gritar con fuerza, pero ni Lucho Olivera ni Ariel Avilar se ocuparon de consolarla.
—Callate la boca, estúpida —fue Robin el que puso orden al regresar—. ¿Qué querés ahora? ¿Avisar a todo el hotel de lo que nos pasa? Cerrá ese pico —le gritó a Natalia. Luego le entregó un sobre—. Te volvés ahora mismo. Acá hay dinero más que suficiente para que puedas ir a tu casa.
Natalia se sentó en el borde la cama tomando el sobre.
—Gracias... Gracias...
—Vamos, levantate. Tomá un taxi. Andá a Mérida, que es el aeropuerto internacional más cercano.
Natalia no perdió un solo segundo. Recogió un par de prendas que llevaba en el bolso que Ariel había traído. Fue al baño. Los tres hombres quedaron en silencio. Por la ventana, Robin contempló los jardines de la posada, donde se levantaba una réplica a escala de la pirámide de las serpientes. El sol brillaba a pleno en aquel mediodía sobre las tierras mayas. El escritor pensaba cada palabra que había escuchado de Natalia. Una vez más, ubicar a su abuelo se desvanecía en malogrados intentos, como repitiendo los pasos que había marchado hace muchos años.
Quizás en algún lado estaba escrito que no debía llegar hasta él, que le sería imposible torcer ese destino. Maldita sea, pensó, el destino lo hacemos nosotros. La joven lo había guiado hasta aquel punto, estando tan cerca de lograr un encuentro con aquel hombre que decía llamarse Umberto Vissi. Pero por suerte estoy vivo, concluyó. Natalia salió del baño con ropa cambiada, y movía el brazo izquierdo casi con naturalidad. En una bolsa de nylon que había encontrado colocó sus pertenencias. Se acercó a Robin.
—Gracias otra vez.
—Haceme un favor. Comprate un bolso, que das pena.
Sonrió y se volvió hacia Olivera. El artista la miraba sin rencor, pero con cariño y compasión.
—Niña, cuídese.
Fue suficiente para reventar el dique de contención de las emociones de Natalia, que rompió en llanto, abrazándolo con fuerza.
Antes de partir, fue el propio Avilar que se acercó hacia ella. La miró a lo ojos, que brillaban detrás de tantas lágrimas. Le dio un beso en la mejilla; Natalia se quedó tiesa.
—Me salvaste la vida, Nati. No lo voy a olvidar jamás...
Ella no le dijo nada. Ariel se sintió morir. Antes de salir de la habitación, los miró a los tres.
—Cuídense mucho. Nos vemos allá... Si Dios quiere —y agregó—. Afa, sabés dónde vivo.
Los tres hombres quedaron solos. Robin extrajo otro cigarrillo. Tomó su Zippo y lo encendió.
—No podemos quedarnos acá sin hacer nada. Vamos, carajo, tenemos que agarrar a este Umberto, si ya no es tarde.
Ricardo Luis Olivera se sentó y cruzó las piernas.
—Un momento, un momento. Robin, ¿qué estás haciendo acá?
El paraguayo dio una pitada al cigarrillo.
—Para hacerla breve, estoy acá para salvarte la vida. Ariel me ubicó y me dijo que estabas desaparecido. Sólo fue necesario acordar los detalles y llegar hasta acá. Es una historia increíble. La mejor historia que me haya sucedido. Ya te lo voy a explicar, pero no podemos perder tiempo. Necesitamos ubicar a Umberto Vissi.
—¿Para qué querés ir tras él?
—Necesito la historieta.
Tan sólo un segundo necesitó el dibujante para darse cuenta. El poder de observación más su inteligencia deductiva alcanzó para unir la trama de aquella historia con Robin Wood. Detalles vitales apuntaban hacia el escritor paraguayo. Lorenzo De Zeballos había elegido a Nippur de Lagash para hacer la historia de “El Código de Uruk”. ¿Por qué fue una historia de Nippur, pudiendo crear un unitario, una historieta sin conexión con el personaje de Robin? El personaje del niño, el llamado Petirrojo, ¿acaso no era la traducción de la palabra inglesa robin? Por último, los textos contenían toda la fuerza poética de la que sólo era capaz de salir de la pluma de Wood.
—Si buscas la historieta, no hace falta perseguir a Vissi.
—¡No me digas que tenés la historieta! ¿Dónde mierda está? —gesticuló Wood, impaciente, mirando para todos lados tratando de encontrar los dibujos.
—Frío, frío, Robin. La tengo acá dentro —contestó Lucho mientras se señalaba la cabeza.
El escritor lo miró y le hizo una mueca de complicidad. Apagó el cigarrillo en el cenicero.
—¡Hijo de...! ¡Mal nacido de una serpiente y un zorro senil! ¡Ja ja ja! ¡Abandonemos esta posada del diablo y vamos a comer que me muero de hambre!