top of page
Logo-titulo.jpg

Capítulo 3

 

“Ella en la segunda fila”

 

 

El joven Ariel Avilar se sentía a sus anchas dando la clase.   La leyenda de Gilgamesh y la búsqueda de la inmortalidad eran temas que siempre lo habían intrigado. La historia de Sumeria era el mismo comienzo de la historia del hombre.  Intrigante, mística, conteniendo misterios más cuantiosos que la historia egipcia.  Por eso al exclamar ante el alumnado de Historia Antigua I la frase “es aquí donde comienza la búsqueda de la inmortalidad”, el profesor le dio a su voz un tono solemne y trascendental, acorde al tema.

—El Rey de Uruk, muy atormentado por la muerte de su único amigo Enkidú, comenzó una larga travesía para encontrar al sobreviviente de un gran diluvio, al cual los dioses le habían otorgado la inmortalidad, llamado Utnapishtim.

Volvió a escribir una letra N en el pizarrón.

—La N representa a Noé, héroe bíblico por haber salvado a la humanidad y a toda la fauna, en un hecho que ustedes conocen desde niños.   Es el punto de mayor coincidencia entre las tablillas babilónicas y la Biblia    No me resulta absurdo pensar que el libro sagrado haya tomado de esta historia el tema del diluvio universal.  Por lo tanto puedo decir que Utnapishtim no es otro que el viejo Noé.

Un delicado momento de silencio se produjo en el aula cuando uno de los alumnos gritó desde el fondo del claustro:

—¡AFA! ¿Utnapishtim no era marciano? —dijo levantando la mano.

El profesor giró su cuerpo para enfocar al estudiante y lo miró directamente a los ojos.  Ésa había sido una burla grave.  Primero hacia su persona y luego hacia la historia como ciencia.   El alumno que había interrumpido era un conocido suyo.  Años atrás Ariel Felipe Avilar llevaba a la facultad un viejo blazer con el escudo de la Asociación de Fútbol Argentino.   La sigla A.F.A. tambien era un acrónimo de su nombre y todos los amigos lo comenzaron a llamar simplemente Afa.   A decir verdad a él no le incomodaba tal apodo, pero durante la clase en la que dictaba cátedra de historia, otro debía ser el trato.   No había lugar al compañerismo ni a la falta de respeto de un estudiante hacia su docente.   Esa era su regla.   Pero más agravante fue el objeto de la pregunta y, sobre todo, pronunciado en tono de cargada.   La fama de Avilar de ser un ferviente lector de historietas se la había ganado en buena forma y no trataba de ocultarlo.   Tanto era así que, en reiteradas oportunidades, en vez de llevar libros de historia, simplemente bajo el brazo cargaba viejas historietas de Asterix el Galo o de Nippur de Lagash.   Para su sorpresa, más de un docente lo felicitó por tal comportamiento.   La pregunta de si Utnapishtim era marciano, sin dudas se basaba en la obra escrita por Robin Wood y dibujada por Lucho Olivera, donde se personificaba al inmortal como un ser extraterrestre el cual le proporcionaba a Gilgamesh la fórmula de la vida eterna.   Avilar no quiso tomarlo como una tomada de pelo y le contestó a su interlocutor en forma caballeresca.

—Señor, los apodos y amiguismos, los dejaremos de la puerta de la facultad hacia afuera.   Con respecto a su duda, debo comunicarle que la obra de Wood y Olivera, la cual usted habrá leído muy bien me imagino, es una fantasía basada en este milenario poema.   Señor, si usted pretende ser el día de mañana un gran profesor de historia, o un renombrado licenciado en la materia, ruego que no confunda las cosas.   No vaya a ser que publique un libro científico aseverando que en la prehistoria la raza humana se encontraba muy desarrollada y su líder era Pedro Picapiedra.

El resto del estudiantado rió a carcajadas.   “Bien pudo Utnapishtim ser un alienígena” pensó antes de proseguir.

—Gilgamesh, como les decía, comienza una larga travesía llena de aventuras. Siguiendo las indicaciones de seres mitológicos que trataron de advertirle sobre los peligros a los que se enfrentaba, el rey llega a orillas del Mar de la Muerte. Allí, un barquero llamado Urshanabi lo traslada a la isla donde residía el inmortal.   El encuentro finalmente se produce.   Gilgamesh le explica a Utnapishtim el motivo de su viaje, y éste le narra su historia, la del diluvio y cómo construyó una nave.   Luego, los dioses lo habían hecho inmortal, pero le dijo a Gilgamesh que era imposible que le concediera a él la inmortalidad.   Bien entonces.  Imagínense la cara que habría puesto el rey de Uruk para que Utnapishtim se enternezca y le otorgue algo así como un premio consuelo.  Le ofreció una planta que le devolvería la juventud.   Le indicó cómo conseguirla y Gilgamesh fue en su búsqueda.  Con toda la alegría, Gilgamesh regresó junto al inmortal y le dijo que daría a conocer esa planta por todo su reino.  Hasta le puso un nombre a la planta: “El Hombre se hace Joven en la Vejez”.   Bien, se despidió de Utnapishtim, de Urshanabi, chau hasta luego, y regresó a Sumeria.

—Profesor —interrogó un estudiante de la primera fila—, según usted dijo, Utnapishtim no le podía dar la inmortalidad.  Entonces, esa planta lo mantenía como mortal, ¿no?

—Absolutamente cierto.   La planta no concedía la vida eterna, sino el volver a ser joven.   El famoso “elixir de la juventud” que usted lo toma y vuelve a la lozanía de sus años más mozos. —Ariel se volvió al resto del alumnado—. Pero la historia termina mal.  Cuando el rey descansaba y se estaba bañando en un pozo de agua, dejó a un lado el preciado elemento botánico y una serpiente, atraída por la rica fragancia, le arrebató la planta.   Chau pichu, nunca más elixir.   Gilgamesh volvió con las manos vacías a Uruk y no salió de allí hasta que su alma abandonó la tierra como cualquier otro mortal. 

Un largo silencio y remató la historia con un contundente “Fin”. Miró al cielo raso, juntó las manos, luego extendió sus brazos diciendo:

—¿Fin? Quién sabe, quién sabe...

Fue ése el momento en que ella, sentada en la segunda fila, levantó la mano y esperó a que Avilar la observase.   El contacto se produjo al instante.  A Ariel le atraía más el encanto femenino que el Cantar de la Historia.

—Señorita, estoy a sus órdenes —dijo a la joven que aún mantenía su brazo en alto.

—Perdone mi atrevimiento, pero... —la muchacha bajó su brazo— me da la impresión de que usted cree que la epopeya es real y que el inmortal aún existe, ¿es cierto?

El profesor frunció el ceño tratando de interpretar la pregunta, a pesar de que había sido dirigida en forma muy directa.   No lo tomó como una tomadura de pelo, menos proviniendo de tal “obra de arte” como Ariel definía a esa niña con pensamientos centelleantes.

—Señorita, debo decirle que sí…y que no.   La epopeya es real, pero no creo  que exista tal inmortal actualmente.   Aunque, si me permite, no escapa a mis pensamientos más fantasiosos creer en que hoy un inmortal transita este planeta como usted o como yo.   Es pura ilusión.

Miró su reloj y la excitación comenzó a recorrer su cuerpo.   Ya se acercaba la hora señalada.   Dio media vuelta, se inclinó sobre el escritorio, tomó sus cosas y abandonó el claustro dirigiendo una fría despedida a sus oyentes.

—Buenos días.

bottom of page