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Capítulo 4

 

“Diálogos de lobby”

 

 

El gran y modernísimo lobby del Aspen Towers Hotel rebosaba de turistas.    Personas y personajes de diferentes idiomas lucían heterodoxa indumentaria en un legítimo contraste con el monótono diseño del habitante porteño.   Un costoso mobiliario decoraba el ambiente acentuando la moderna urbanidad.   Ariel Avilar se sintió algo desubicado en aquel entorno.   Acostumbrado a la vida sencilla y modesta, de pocas líneas y humildad suburbana, todo aquél rococó de objetos y personalidades lo abrumó.   Con tanta excitación visual, los quince minutos de demora -desde la hora acordada para la entrevista con Robin Wood- le pasaron casi inadvertidos.   Casi, porque con un promedio de dos minutos el estudiante miraba el reloj, en tanto otra gota de sudor corría por su espalda a pesar del aire refrigerado en todo el ambiente. La ansiedad le era incontrolable.

La señorita Graciela Sténico se presentó en primer lugar y detrás de ella, a cierta distancia, caminaba Robin Wood.

—¿Señor Avilar?

En forma automática, el muchacho se incorporó de un salto. La fina presencia de la mujer que lo miraba directamente a los ojos hizo palidecer la estampa de caballero con la que Ariel se mostraba en público.

—Si, soy yo...

—Buenos días —respondió ella antes que él pudiese terminar sus palabras y continuó mientras le extendía la mano en un cortés saludo—. Soy Graciela Sténico, secretaria del señor Wood.  Usted concretó la entrevista conmigo.

—Si, sí, claro que lo recuerdo.  Muchas gracias... —contestó el joven con un agradecimiento fuera de lugar.

Robin Wood se presentó en ese instante junto a ellos.  Ariel tuvo la sensación de que sus piernas no iban a sostenerle mucho tiempo de pie.  Una gran sonrisa se dibujó en su cara y alargó ambas manos al saludar a su ídolo.

—Señor, Wood, no sabe el honor que para mi significa el que usted me conceda esta entrevista.

—Gracias pibe, pero mejor dejá lo de señor y los honores para una iglesia. —Se sentó en el sofá mientras acomodaba su pelo, tratando de despejar la imagen de dos horas de sueño mal dormidas—. Comencemos con la charla porque pronto el hambre me va a descomponer y por aquí no veo un carrito de choripanes —dijo con ánimo de romper el hielo e iniciar la charla.

Graciela Sténico se sentó en una silla que enfrentaba al sofá y los tres formaban los vértices de un triángulo isósceles, con una pequeña mesa ratona en el centro.

—Robin, antes que nada, déjeme decirle que soy un ferviente admirador suyo y de su obra.  Gracias a usted, que lo leo desde que tengo memoria, me apasioné por la historia y este año terminaré la licenciatura.

El famoso escritor se inclinó y le palmeó el brazo con una amplia sonrisa.

—No, por favor… Gracias a vos… —contestó reacomodándose en el sofá—. Me dijo Graciela que tenés una página web, ¿cierto?

—Sí, dedicada a la historieta y con mucho material suyo.

Robin sonrió mientras arqueaba una ceja.

—¿Y por eso la bautizaste “rebruto”?

—¡No! No, por favor, no piense eso. —Avilar enrojeció de la vergüenza y tragó saliva—. Lo llamé rebruto, en alusión al personaje Cazador, esa bestia llena de músculos, casi sin cerebro. Como soy yo, ¿vieron?

Los tres rieron.

—Ah, más que bien —acotó Graciela—, entonces permito que la entrevista siga su curso.

 

Ariel conectó su grabador.   Lo apoyó sobre la mesa para comenzar la entrevista. Las preguntas iniciales correspondieron al génesis de la obra de Robin Wood.   El escritor relató sus primeros años en Buenos Aires luego de abandonar su Paraguay natal.   Llenó la conversación con sabrosas anécdotas que deleitaban al joven estudiante devenido en circunstancial periodista.

—Usted firmaba sus obras con varios pseudónimos.

—Sí, utilicé nombres tales como Robert O’Neill, Roberto Monti, Mateo Fussari, Noel McLeod…  —al pronunciar este último nombre quedó pensativo por unos segundos—. El apellido McLeod viene de mi abuelo materno y sus antepasados, que eran escoceses.  Mi apellido Wood viene de Irlanda…

—Justamente en eso estuve los últimos días investigando un poco por Internet, ya que siempre me intrigó su apellido McLeod.  Ya sabía que provenía de Escocia, como lo leí en otras entrevistas suyas, y siempre lo relacioné con el personaje de los films de Higlander.  La historia de un inmortal…

Robin Wood lo detuvo.

—Sí, conozco los films y me vi toda la serie.  Son casualidades, nada más…

Avilar siguió con su ímpetu interrogatorio.

—¿No le llamó la atención? Digo, ¿hay algo en la historia del film relacionado con su familia?

El escritor paraguayo cambió la expresión de su rostro, borrando la sonrisa.

—Ya te dije que es casualidad.

Ariel se sintió realmente mal, supo que su pregunta había quedado muy fuera de lugar y pidió disculpas.   El escritor paraguayo quedó unos minutos mirando hacia la nada.   La atenta secretaria lo miró con preocupación.   Avilar lamentó su  pobre intervención pero no atinó a decir otra palabra.   Robin se acomodó en el sofá cruzando las piernas y sonrió.

—El que debe disculparse soy yo, Avilar.   Me quedé pensando en que debería exigirle a los productores de Highlander ciertos derechos —dijo bromeando.  

Ariel rápidamente continuó con otro tema, cambiando la temática.

—Hace un tiempo le hice una entrevista a Lucho Olivera, donde lo define a usted como un genio.   Tengo una nota escrita por él donde dice que Wood es un “Enorme talento literario, el más grande narrador gráfico del mundo”.

Robin volvió a reír, y acotó:

—Mirá, lo que te voy a decir te lo digo en serio. —Se acomodó una vez más en el sillón y endureció su rostro—. Lucho Olivera está loco.

Ariel escuchó con suma atención y luego de unos segundos contestó.

—Perdone mi desacuerdo, maestro —pronunció son sumo respeto—, pero creo que Olivera es, sobre todas las cosas, un genio.

—¡Por supuesto! Yo no digo que no. Es un genio, claro que sí. Pero —dijo con voz grave—, eso no quita que no esté bien de la cabeza. Ya sabemos, la frágil línea que separa la genialidad de la locura…

Estas palabras latiguearon como castigo sobre el joven profesor de historia.

— Por favor, no puede decir eso.  Yo lo conozco. Somos como amigos.  Está trabajando muy bien para Italia en estos momentos.  También se dedica a pintar, cosa que siempre había postergado.  Su obra es por demás de sorprendente, creando historias dignas para llevar a Hollywood.  Su máxima creación, Gilgamesh…

—¡Eso no es cierto! ¡Gilgamesh no es de Lucho! —interrumpió Robin Wood, otra vez con enojo.

Un silencio se escurrió como una serpiente mortal entre ellos.   Robin giró la cabeza, miró a su secretaria, luego al resto del lobby.  Se volvió hacia Avilar.

—Te pido disculpas… ya sé, fue horrible mi reacción…

El entrevistador estaba muy sorprendido.

—Pero, ¿acaso me está diciendo que Lucho Olivera no fue el creador del personaje de Gilgamesh en la historieta?

—Eso mismo, muchacho —Wood habló con voz muy baja y se acercó a Avilar.  Atrapó el grabador y lo detuvo—. Se me ha escapado, por favor, no lo publiques.  Es un secreto que Lucho y yo mantenemos.  Algo así como un pacto.  Favor por favor, ¿me entendés?

El joven se rascó la cabeza.

—No… creo que no…

—Yo le di los créditos en la creación de Gilgamesh.  A cambio, él me dio los de Nippur.

Los ojos de Ariel Felipe Avilar se abrieron de par en par.  No podía creer lo que escuchaba.

—O sea… ¿Nippur fue creado por Lucho?

Robin volvió a accionar el grabador y se recostó en el respaldo.  Cerró los ojos.

—Yo no dije nada.

Ariel reacomodó el grabador y el libro de Nippur que estaba sobre la mesa, como ordenando sus emociones y pensamientos.

—Todo esto me lleva más allá, señor. Por un lado la historia de Escocia, los MacLeod, sus antepasados, la leyenda de la inmortalidad y luego su creación de Gilgamesh… —amagó con pararse, pero finalizó sentado en el borde del sofá—. Es como que hay muchas cosas en común… Me parece que allí hay algo, ¿no?

Robin miró el libro de tapa negra de Nippur de Lagash.

—Ah… ¡Qué buen prólogo escribió mi colega Ray Collins en este libro! —Levantó la voz y dio por entendido que no quería continuar con el tema—. Ray Collins lo comenzó con una frase de Shakespeare: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que pueda soñar tu filosofía”.    Fantástico, Hamlet, fantástico.  —Se puso de pie—. Graciela, es hora de ir marchando, ¿no?

Según la secretaria aún restaban poco más de cinco minutos, pero comprendió la incomodidad en el escritor y ratificó sus palabras.

—Sí, Robin, debemos marchar hacia el almuerzo con la gente del Correo Argentino.

Avilar continuó absorto en sus pensamientos.   Se incorporó y tomando el libro de Nippur de Lagash le pidió que lo autografiara, si era posible con una dedicatoria.   El paraguayo agarró el libro de tapa negra.  Graciela Sténico le alcanzó un bolígrafo reaccionando como una instrumentista quirúrgica.   Robin le dedicó la firma.   Para sorpresa de Ariel, no lo hizo en la primera página, ni en la segunda.    Robin Wood primero repasó el índice.   Fue hasta la página 161, la primera hoja del episodio “Mi Nombre Entre Los Bárbaros”.   En la primera viñeta, donde está dibujada una mano escribiendo con un punzón en una tablilla, firmó en la parte inferior del dibujo, con dedicatoria incluida. Luego le devolvió el libro a Ariel.

— Muchacho, quiero serte sincero.    Fue una entrevista distinta, donde tropecé con algunas cosas que me tocaron feo.   Pero no te preocupés, no es tu culpa.   Yo también estoy loco después de todos estos años —con su mano derecha dio tres palmadas sobre el hombro de Avilar—. Mucha suerte con tu trabajo.

—Gracias Maestro.

Un fuerte apretón de manos marcó el fin del encuentro.   Luego se despidió de la secretaria Sténico.   Los dos llegados esa misma mañana desde España encaminaron sus pisadas hacia la puerta de salida y desaparecieron confundiéndose con la gente que marchaba de aquí para allá en el lobby.   El joven reportero se sentó y suspiró. Desconectó el grabador.  Tomó el libro con ansiedad de chiquillo y lo abrió en el folio 161.  Allí, debajo del dibujo con la escritura cuneiforme, leyó la contundente y lacónica dedicatoria:

 

SEGUÍ BUSCANDO.   ROBIN WOOD.

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