
Capítulo 31
“Las cenizas de la historieta”
Cobijado en el túnel milenario, construído con fines religiosos y como vía de escape por los mayas preclásicos, aguardó a que la tormenta amainara. Él conocía cada metro de esos pasillos, las cámaras secretas, los templos aún escondidos bajo la selva y bajo tierra. Umberto Vissi volvía a los templos de Chichén Itzá. Aquel túnel llegaba hasta un postigo que no se había abierto en siglos. El hombre de largo cabello canoso conocía el mecanismo para abrir esa puerta.
Sintió que afuera la lluvia caía con fuerza y se sentó a esperar, con el cilindro plástico en sus manos, conteniendo los dibujos que lo llevarían hacia la meta que persiguió durante décadas. El aire era escaso, casi nulo. No podía respirar con naturalidad. Mentalmente dirigió su cuerpo hacia un estado alfa, donde logró detener el proceso involuntario de aspiración y exhalación. Tomó aquel ejercicio como un juego, pues no había necesidad de semejante procedimiento, pudiendo salir al exterior cuando él lo deseara. Pero tal accionar le demostró que, a pesar de tantos años de abstinencia, aún tenía poder sobre la muerte.
Presionó una palanca y un antiquísimo dispositivo de porcelana accionó el postigo que se abrió al exterior. El sol comenzaba a brillar, Vissi volvió a respirar aire puro. El centro turístico había quedado lejos, la selva era el único testigo. Se acomodó. Extrajo los dibujos de Lucho Olivera enrollados en el tubo color negro.
La primera página, un niño y su abuelo, llegando a Uruk. Leyó con atención cada frase y estudió cada detalle de cada trazo, de cada pincelada, de cada pluma. Leyó la segunda página, la tercera con la misma dedicación. Tomó todo el tiempo necesario para su lectura; el tiempo era suyo y lo sería por la eternidad.
La narración lo iba llevando hacia el interior de Uruk, de la mano de un viejo navegante del Éufrates en compañía de un niño. A medida que los personajes iban recorriendo las calles de tierra y piedra, el alto hombre canoso se vio transportado hacia aquellos caminos y pasajes. La ciudad mesopotámica estaba dibujada con tanta exactitud que el diseñador de semejante obra no podría haber sido otro que su antiguo compañero. Detalles que había olvidado en cinco mil años, volvían a ser tangibles. No pudo ocultar la emoción y sus manos comenzaron a temblar.
—Esto es Uruk, desgraciado. ¿Estarás nuevamente en aquella Puerta?
Atravesó la gigantesca muralla, mandada a construir como símbolo de invulnerabilidad del reino más ambicioso de toda Sumeria. Treinta y tres pasos se necesitaban para entrar en la ciudad pasando debajo del muro. Volvió a caminar entre el polvo, el viento y los olores del río. El cielo azul, la tierra amarilla y las paredes de cal. Los sonidos de las palmeras. Los ruidos de caballos y carros. Los gritos de los comerciantes, los chismes de las vecinas y el chillido de los niños. El dolor de la muerte y la vida corta, tan corta que casi ningún hombre encanecía su barba.
Los dibujos representaban todo aquel escenario con fidelidad enciclopédica, salvo algunos detalles licenciados por la imaginación increíble del dibujante. Los personajes de la historia llegaron hasta la base del gigantesco zigurat de la ciudad de Erech, hoy desaparecida en las inmensidades de los desiertos iraquíes.
Aquel gráfico alteró su atención.
El zigurat, el majestuoso templo de la diosa Inanna de estructura piramidal, sufría cambios sutiles, comparándolos con sus recuerdos. Existiendo tanta precisión en el resto de las imágenes, aquella diferencia lo puso en guardia. Cerró los ojos y recordó el templo original, tal como él lo había visto durante tantos años. Los tres bloques apuntalando la pirámide. Las dos rampas de acceso lateral. La gigantesca escalinata de cientos de peldaños trepando hasta la cima del templo. Las dos gigantescas columnas circulares. El pináculo, la entrada al altar circundada por dos torres. El templo con su altar y sus columnas de piedra blanca. El techo, una terraza donde el rey había diseñado un observatorio celestial, en el que pasaba las horas de la noche estudiando el cielo, aprendiendo astronomía y astrología.
Abrió los ojos. Aquel observatorio no era el mismo representado en el dibujo.
En el papel, la cima del zigurat no era plana como en la original Uruk. Terminaba en una cúpula cuya estructura no era exactamente convexa, sino con un vértice ligeramente recostado sobre la izquierda.
—No puede ser, no es Erech, no es...
Cerró el puño de bronca.
Llegó a la última página, la novena. Miró su reverso. Escrito con lápiz azul, muy suave, se leía el número 10. Recontó la cantidad de hojas. Nueve.
Volvió a acomodar todas las páginas y revisó los números escritos en el dorso.
Faltaba la hoja numerada con el número 3.
Releyó la carilla 2. En un primer plano el abuelo le dice al niño: “Ven, ingresemos en Uruk”. En la última viñeta, el niño atraviesa la muralla por una de las entradas de la ciudad.
El primer cuadro del folio siguiente, los dos personajes caminan por el interior por las calles de la vieja capital.
Faltaba la tercera página, quizás en donde se dibujaran más detalles de la ciudad, en donde estarían explicitados los datos precisos para encontrar a su viejo conocido.
Gritó.
La bronca lo dominó. Llevó su mano derecha a su boca, con el puño cerrado. Comenzó a morder, con más y más fuerza. La sangre comenzó a salpicarle la cara. Volvió a morder provocando una herida profunda en el dedo índice. Escupió parte de su carne al piso, soportando el terrible dolor infligido por el auto castigo. Con su mano izquierda presionó con fuerza el dedo desgarrado. Aguardó unos minutos. La hemorragia se detuvo. Vio cómo los tejidos comenzaban a regenerarse. Siete minutos más tarde su mano derecha volvió a estar en condiciones naturales. Sin cicatriz, sin un rasguño.
Demasiado tiempo.
—Cada vez el proceso es más lento. La necesito cuanto antes.
Se puso de pie. Recogió los dibujos desparramados sobre la tierra húmeda. Juntó las hojas formando un bollo con todas ellas. Buscó dos piedras, algunas ramas secas y con furia encendió la primera chispa. Una fogata alzó en el aire las cenizas de una obra única.
El hombre que se hacía llamar Umberto Vissi vio consumirse ante sus ojos un documento que había buscado muchos años. Pero otra vez había sido burlado. Ahora tendría que dar con aquella página frustrada, donde se le indicaría la ubicación de la planta que necesitaba desesperadamente.
Una vez más, debía ubicar a Lucho Olivera.