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Capítulo 34

 

 

“Un desvío en la Carretera Federal 180”

 

 

El Peugeot 307, negro como la negación de toda luz, pisaba con gran velocidad el viejo asfalto de la ruta que comunicaba Chichén Itzá con Valladolid. Robin Wood giró el volante del auto francés hacia la derecha, en una olvidada calle de tierra que viboreaba para perderse en la selva.

—¿Hacia dónde vamos, Robin? —preguntó alarmado Lucho Olivera, sujetándose con fuerza al cinturón de seguridad con una mano y con la otra al apoyabrazos de la puerta.

Ariel Felipe Avilar rebotaba de un lado al otro en el asiento trasero, a medida que Robin iba maniobrando entre las cerradas curvas de aquel camino. Luego de un par de kilómetros el escritor frenó el auto debajo de un árbol.

—Acá estamos seguros… —pronunció. Tras una pausa agregó— Eso creo. Lucho, sacá esa página que le vamos a dar un vistazo.

Del bolsillo de su pantalón, el dibujante extrajo una hoja doblada en cuatro. La desplegó ante su amigo escritor y el estudiante de historia. Los tres permanecieron en silencio, observando cada detalle del dibujo.

 

 

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—Es la tercera hoja de la historia —explicó Lucho Olivera—. Es el momento en que el abuelo y el Nippur niño entran en Uruk. Lorenzo De Zeballos me indicó ilustrar con sumo cuidado cada detalle de esta página, no así en el resto de la obra. Es por eso que la estaba observando cuando apareció Umberto Vissi por mis espaldas apuntándome. Cuando me ordenó entregarle la obra completa dentro del estuche plástico, aproveché para arrugarla y taparla con mi pierna. Luego apareció Natalia, en el momento en que Vissi disponía su arma para dispararme  —silencio—. Y me salvó la vida…

Otro silencio.

—También la mía —concluyó Ariel.

Robin Wood parecía ajeno a la conversación, observando la página como estudiándola, como buscando algún error, un defecto. Ariel se impresionó más por el arte, la calidad del dibujo, la excelencia en las formas y figuras. Un alumno deleitándose con la obra de su maestro.

—Por favor, dejen de lado orillas sentimentales, y no perdamos el punto. Avilar, estudiante de historia, ¿podés reconocer qué punto geográfico es?

Ariel apoyó su mano en la barbilla y adoptó la actuación de un erudito y repitió  el tic que lo caracterizaba: juntar las manos y hacerlas crujir.

—Si el dibujo hace referencia a un lugar, no me caben dudas que relaciona a la vieja Mesopotamia. Las montañas, las palmeras y las construcciones. Las murallas de piedra representan un clarísimo ejemplo de cómo se construían hacia el 3000 AC, con gruesas piedras y bloques herméticos, sin dejar espacios mínimos y con el canto superior horizontal, derecho, sin almenas como conocemos las murallas medievales. Luego el zigurat. No se han construido otros templos de estas características en otra parte del mundo, ni a lo largo de siglos de historia. Esta forma piramidal, pero que asemeja más bien a una montaña, no tuvieron su correspondiente arquitectura en otros puntos como los templos de Egipto, ni en Perú, tampoco aquí en México, ni en Camboya en los templos de Angkor. Pero… —Avilar entrecerró los ojos mirando la ilustración— ahora que miro más detenidamente esas montañas… No sé… No creo que sea Uruk. Uruk estaba situada en plena Mesopotamia de llanura, denominada Baja Mesopotamia, región ondulante pero sin cadenas montañosas. Lo más cercano son los llamados Montes Zagros, al norte, el país de Elam. Allí se ubicó la ciudad de Susa, con el zigurat de mayor dimensión que se conoce. Me animo a sugerir que De Zeballos nos está indicando que lo busquemos en Susa —sentenció el joven profesor de historia.

Los ojos de Lucho Olivera brillaron un momento. ¿Debería ir hasta Irak, internarse en la cordillera de Zagros, buscar al viejo guía y comentarle que ya no era seguro que resguarde la vasija? Manoteó la cadena en su cuello y atrapó con fuerza la llave magnética dentro de su puño. La llave del locker.

 

 

Dos días antes.

Era perentorio que se fuera de Buenos Aires, con la meta de encontrar al hombre que le había encomendado la misión de su vida. Antes de abordar el vuelo hacia la ciudad de México, Olivera decidió no trasladarse con la vasija. Debía ponerla a salvo. Buscó el servicio de guardería más seguro y alquiló un locker. Una casilla de reducidas dimensiones, pero suficiente para contener el valioso tesoro. Depositó dentro la vasija, la cerró, clave personalizada, y colgó la llave en su cuello mientras por los parlantes del pabellón internacional de Ezeiza se anunciaba el vuelo de Aeroméxico.

 

 

Robin Wood respiró hondo luego de la conclusión de Ariel Felipe Avilar. Miró a sus dos compañeros muy seriamente.

—Bien, imagino que debemos pensar en ir hasta Irak. Pero no podemos en estas condiciones. Ingresar allí no es fácil. Guerras, desastres. Debemos regresar a la Argentina, preparar el viaje, decidir quién va. Lo discutiremos durante el regreso.

Puso en marcha el automóvil y condujo hasta Cancún.

 

 

 

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