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Capítulo 36

Buenos Aires

 

 

“Nunca lo den por vencido”

 

 

El teléfono de la Comisaría de Barrio Norte sonó nueve veces antes de que el oficial contestara el llamado.

—Comisaría 53, buenas noches.

Enrique Tossán aprovechaba la tranquila noche del miércoles para navegar por la web. Las PC, algunas notebooks, las viejas impresoras de matriz de punto, tan sólo una láser, los módems, todo funcionaba correctamente. La tarea de Enrique se encontraba en stand by a la espera del próximo inconveniente. Faltaba una hora para terminar su turno. Escuchó la voz del oficial Benavídez que lo llamaba desde el compartimiento adyacente al sector de sistemas.

—¡Enrique! ¡Teléfono para vos!

—No grites. Pasame la llamada a mi interno, al 44 —este tipo nunca aprende, pensó.

Benavídez presionó con exactitud la botonera del aparato. Tossán atendió.

—¿Hola?

—Hola Quique. Soy Ari.

—¿Quién…? Ah… Ariel, sí… Qué sorpresa, amigo…

—Por favor, Quique, escuchame con atención pues no tengo mucho tiempo, es una llamada de larga distancia. Estoy denunciando un posible crimen.

—¿Cómo es eso?

—Estamos de viaje, y una amiga no puede comunicarse con su madre. Es como si hubiese desaparecido. Pero tenemos sospechas que la han matado. No te puedo aclarar mucho más, porque todo es muy confuso. Mi amiga está viajando para Buenos Aires. Te pido por favor que vayan a investigar de inmediato. Creemos que el presunto asesino puede estar arribando al lugar del crimen. Es en Barracas…

—No tenemos jurisdicción ahí, quizás la Federal…

—Enrique, no sé si la Policía Federal va a actuar de inmediato. Por eso te lo pido de favor. Es serio, estoy preocupado por Natalia, mi amiga. Mañana puede llegar a ser muy tarde…

—Calmate Ariel. Yo voy a elevar la denuncia. Pasame todos los datos.

El Comisario Sergio Adolfo Valmonti hablaba por su celular mientras dibujaba garabatos con la birome en un post-it amarillo. Sentado con las piernas abiertas en su escritorio, siempre desordenado y siempre completo de papeles, vio al encargado de sistemas parado en la entrada de su oficina. Mientras escuchaba la conversación que sostenía en el móvil, dejó la birome y le hizo una seña a Tossán amontonando los dedos gesticulando un ¿qué pasa?. Tossán, respetuoso con su jefe, moduló en silencio y deletreando bien amplio con su boca le comunicó: "U-N   C-R-I-M-E-N".

El Comisario Valmontí habló a su celular.

—Muñeca, te llamo después —cortó rápidamente y lo miró—. Dónde. Cuándo.

Tossán ingresó en el despacho.

—Denunciaron la desaparición de una mujer, un posible asesinato, la posibilidad de otro homicidio y la aparición del sospechoso en el lugar del crimen. En Barracas.

—Mmm… Barracas… —Benavidez se rascó la barbilla ante la picazón producida por no afeitarse en las últimas cuarenta y ocho horas—. ¿Los datos son confiables?

Enrique se sentó.

—Sí, son confiables. Es un amigo mío. Su nombre es Ariel Avilar. El identificador de llamadas registró que habló desde Cancún. Está muy preocupado. El sábado pasado lo detuvieron aquí por rondar entre los balcones de los departamentos de la calle Agüero. Anda en algo raro.

El Comisario cerró los ojos.

—Bien, Tossán. Voy a asignar a dos inspectores civiles, pero no va a poder ser hasta mañana a la mañana.

 

 

El Renault 18, necesitado de una mano de pintura y con la chapa atestiguando muchos años de óxido, recorrió la calle sin apuro. Pasó a poca velocidad por delante de un muro blanco que escudaba una gran casa y dobló a la derecha en la próxima esquina. Avanzó cincuenta metros. Estacionó debajo de un plátano que daba las primeras sombras del día en el tranquilo barrio de Barracas. Dos hombres descendieron. No trabaron sus puertas ni accionaron ninguna alarma anti robo. Ambos vestían pantalones jean, remeras sueltas y lucían camperas cortas y livianas. Uno de ellos calzaba anteojos negros. Caminaron desandando el camino que habían hecho, llegando al muro blanco. Se detuvieron frente a la puerta de acceso. Uno de los hombres llevó su mano a la cintura y extrajo una delgada pinza. Tras dos movimientos precisos, la puerta se abrió. Los dos hombres ingresaron y cerraron la entrada. Cualquiera que los hubiera visto ingresar los habría identificado como los dueños legítimos de aquella casa, ante la naturalidad y rapidez con la que esos hombres habían franqueado la seguridad.

Tres metros distanciaban la vivienda con el muro de calle. En aquel espacio un sendero de piedra, varios canteros necesitados de atención, dos pinos, un pequeño jardín y el camino hacia el garaje. Los hombres extrajeron sus armas automáticas y verificaron lo que presumían: que nadie los observaba desde adentro. Se desplazaron en silencio buscando entrar por una de las aberturas. Todas ellas presentaban rejas de grosor considerable. Observaron hacia la planta alta pero las ventanas estaban protegidas de la misma manera. A cada lado de la vivienda, dos puertas labradas con hierro trabajado impedían el acceso hacia la parte de atrás mediante delgadas puntas de filo en su dintel. Los dos hombres, ejecutando movimientos profesionales, traspusieron una de las puertas de hierro y se escabulleron por el pasillo lindante a la medianera.

El parque del fondo exhibía su elegancia señorial. Aproximadamente unos veinticinco metros de profundidad. Mucha vegetación, cuatro árboles de altura y el piso de césped crecido. Para acceder a la casa, una puerta posterior y un balcón cuya ventana no tenía rejas. Los hombres treparon. Otros movimientos sincronizados y la puerta ventana se abrió sin dificultad, accediendo a la habitación principal.

El sol de la mañana dejaba ver con claridad cada detalle, pero los hombres comenzaron a circular en forma muy rápida por el interior, inspeccionando lugares diferentes. Recorrieron el piso por donde habían ingresado. Tres habitaciones, un baño. Uno de los detectives bajó hacia la planta baja. Living, comedor, baño, cocina. Su compañero ascendió al tercer nivel de la casa. Sólo un cuarto oscuro.

En contados segundos los hombres volvieron a reunirse y uno de ellos habló en voz muy baja.

—Nadie.

Le hizo una seña a su compañero para verificar el dormitorio por donde habían ingresado.

Presentaba el desorden habitual de cualquier mañana, con ropa de cama depositada en el piso de alfombra, la sábana apiñada y muy arrugada. El placard abierto, un bolso caído. La ropa colgada. Ninguna percha libre. Sobre la cómoda, varios perfumes, frascos de diferente medidas y variados colores, algunas pastillas de calmantes. Muchas pinturas faciales y elementos de estética femeninos. Dentro de los cajones, ropa interior, medias, pañuelos y accesorios. Alegres fotos en varios portarretratos, algunas colgadas en la pared. Nada debajo de la cama. Nada debajo del tapete hindú. Olores extraños a encierro, a productos químicos.

Sospechas de un crimen.

Uno de los hombres observó la sábana sin tocarla. La olió. La recorrió en toda su extensión. Finalmente la tomó con la punta de sus dedos y la arrojó, dejando a descubierto el plumón de la cama matrimonial. Los dos aspiraron profundo, pasando suavemente la mano por la superficie. Uno hizo un gesto. Los dos hombres levantaron el colchón, lo giraron, lo tumbaron. Lo volvieron a arrojar sobre el elástico de madera.

La superficie opuesta exhibía diversos matices. Un mancha blanca en el centro. El olor era fuerte. Lavandina. La mancha presentaba un borde color oscuro, entre negro y rojo.

Uno de los hombres sacó una pequeña navaja. Extrajo su filo. Con fuerte golpe lo clavó en el centro de la mancha desteñida en blanco. Metió su mano. Hizo fuerza y la sacó. Trozos de algodón y goma espuma. Manchas color sangre. El otro hombre rajó violentamente el tajo hecho por la navaja y dejó al descubierto el contenido espumoso del colchón. Todo en rojo muy oscuro. Olieron a sangre.

El claro sonido de un auto que frena en la calle. Los hombres corrieron para observar desde la habitación del frente por una de sus ventanas. Escucharon al auto arrancar y vieron la puerta abrirse. Empuñaron sus armas.

Un hombre alto, de pelo canoso y largo, abrió la puerta del muro de calle que luego cerró con rapidez. Con la llave de la entrada principal a la casa accionó la cerradura y entró, volviendo a clausurar el ingreso con dos vueltas en el picaporte. Lo primero que hizo fue dirigirse al baño, pero la puerta del closet no la cerró. No tenia sentido, estaba solo. Eso era lo que él creía.

Umberto Vissi había regresado a su lugar, tras recorrer más de trece mil kilómetros sin obtener la respuesta. Un viaje de ida y vuelta hacia Chichén Itzá, para ubicar a una persona que conocía desde más de cinco mil años, con el solo objetivo de alcanzar el medio para mantener la inmortalidad. Muchos kilómetros, muchas horas, mucho desgaste para no obtener ningún dato. Las respuestas se encontraban muy cerca suyo, como burlándose de su tozudez.

Se lavó las manos y fue a la cocina. Tenía hambre. El viaje lo había agotado. Recuperar fuerzas y descansar, dormir. Luego, su objetivo. Atrapar con vida a Lucho Olivera, torturarlo hasta hacerlo hablar, recuperar la inmortalidad, y luego matarlo, decapitándolo. El dibujante debía volver, tarde o temprano a Buenos Aires. Vissi aún tenía tiempo, no mucho, pero podría soportar otra larga espera.

Extrajo de la heladera un viejo fiambre, aún en estado. Buscó un cuchillo para rebanar el pan duro que quedaba en la panera. Observó aquel filoso cubierto que estaba sobre la mesada, donde él mismo lo había colocado, luego de lavarlo con sumo cuidado dos días antes. Mientras destapaba un vino añejo, escuchó nítidamente un ruido que provenía desde el piso de arriba, de su dormitorio. Agarró con fuerza el cuchillo y subió hacia la planta alta, dando pasos largos y subiendo de dos en dos los peldaños de la escalera. Entró en el dormitorio. Todo aparentaba tranquilidad. Con el cuchillo apuntando siempre hacia delante, revisó la alcoba y fue hacia la puerta que conducía al balcón. La misma estaba cerrada. Más tranquilo bajó la guardia y cuando dispuso volver a la cocina se dio cuenta de que la puerta principal de la casa se estaba abriendo. Se asomó por la baranda para ver qué es lo que pasaba abajo. La puerta no se abrió del todo, pero escuchó un jadeo de tono agudo y familiar.

Natalia estaba entrando.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó la joven, mientras corría por la casa, buscándola en el living, en el comedor, en el escritorio.

Entró a la cocina y vió sobre la mesada los fiambres, el pan cortado, un jarro de mayonesa abierto. La vida volvió a sus venas. Creyó que su madre estaba ahí cerca.

—Mamá, ¿dónde estás? ¿Te preparás un sandwich para desayunar? —preguntó mientras asomaba su cuerpo hacia el lavadero.

Su madre tampoco estaba ahí. Desesperada, dio media vuelta para correr hacia la planta alta, pero no logró llegar a la puerta de la cocina. Vio la impresionante figura de su padrastro taponando la salida. Natalia lanzó un grito agudo provocado por el susto. Vissi estaba de pie debajo del marco de la puerta, con las piernas algo abiertas, sosteniendo el cuchillo en su mano. No sonreía.

—Vaya, qué sorpresa, ¿no es así, Natalia? Sorpresa para vos, para mí. Vos no esperabas encontrarte conmigo. Yo tampoco con vos, por lo menos tan pronto. Pero acá estamos los dos. No te esfuerces en llamar a tu madrecita. No va a poder escucharte, corazoncito. 

—¿Dónde está, hijo de puta? ¿¡Dónde está mi mamá!? —Natalia gritaba con histeria descontrolada.

Umberto Vissi comenzó a caminar despacio hacia ella, con el cuchillo en su mano.

—Ella está acá, claro, nunca dejó la casa. Nunca la va a dejar.

Natalia retrocedió unos pasos a medida que el hombre se le acercaba.

—¿Viniste a buscarla? Ya te voy a decir donde está, pero antes me harás un pequeño favor —habló Vissi en voz baja, la suficiente para provocar el terror—. ¿Dónde está el dibujante? ¿Dónde están sus amigos? Me los puedo imaginar como cadáveres en los pasillos mayas. El que me importa es Olivera. Ah, de paso, ¿cómo está tu herida?

Natalia se acercó de espaldas a la mesada.

—¡Salí de acá, hijo de puta! ¡No te acerques!

—¿Dónde está? —y gritó como el demonio mismo acercando la punta del cuchillo a su tórax— ¿¿Dónde está!?

Natalia, con las manos por detrás, alcanzó abrir un cajón y extrajo lo primero que manoteó: las tijeras. Con un movimiento tan rápido, que ni el propio Vissi logró esquivar, lo atacó produciéndole una herida sangrante en el antebrazo. El hombre canoso retrocedió instintivamente, pero no pudo evitar el sangrado ni el dolor. Cambió el cuchillo de mano.

—Ah, si tu madre hubiese peleado de esa manera, quizás se hubiera mantenido con vida tan sólo un par de minutos más.

Con fuerza brutal agarró el brazo de Natalia, le presionó hasta que la joven aflojó y las tijeras cayeron sobre el mosaico. Le retorció la mano. Natalia creyó que le había roto una falange. 

—¡Alto ahí! ¡Suéltela!

El grito provino desde la entrada de la cocina. Vissi dio media vuelta y vio apostado a un hombre que lo apuntaba con una 45. Sujetó con más fuerza a Natalia.

—Pero, ¿qué tenemos acá? ¿La policía vino con vos?

El hombre continuó apuntando al cuerpo de Vissi.

—He dicho que la suelte. Deje el cuchillo en el piso. O disparo.

Vissi rió. De un empujón llevó el cuerpo de Natalia delante suyo, convirtiéndola en escudo y rehén. La joven forcejeó, recibiendo un profundo corte del cuchillo en el brazo. Su sangre comenzó a brotar.

—¡Dispare, dispare! —gritó Natalia al agente.

La puerta de la cocina que comunicaba con el patio posterior se abrió violentamente haciendo añicos los vidrios. Umberto Vissi dio media vuelta. Vio a otro hombre que lo apuntaba con una Magnum 357, pero éste no dijo nada. Simplemente se arrodilló, inclinándose levemente, y disparó a quemarropa. A una velocidad de cuatrocientos metros por segundo, la munición destrozó el cuerpo de Vissi, lo traspasó incrustándose en la pared. Debido al ángulo, la bala no tocó a Natalia. La sangre de Vissi barrió todo el lugar y cayó sobre el piso, llevando a la muchacha a caer junto con él, ya que aún la sujetaba con su brazo.

Los detectives liberaron a la joven de inmediato. Ella estaba desvaneciéndose. Uno de los hombres le hizo un torniquete con un pañuelo para detener la hemorragia del brazo. La levantó en brazos y la llevó hacia el sofá del living. Con su celular llamó a los refuerzos. Su compañero ingresó en la sala llevando un vaso con agua.

—Tome tranquila, descanse por favor —dijo, en tanto la acomodaba a lo largo del sillón. Natalia cerró los ojos.

Los policías regresaron a la cocina. Uno de ellos flexionó sus piernas y se acercó al cuerpo de Vissi.

—Está muerto —dijo mientras se incorporaba mirando a su compañero con preocupación. Con una seña le indicó que salieran al patio—. Encontré algo.

Caminaron por el parque debajo de los árboles llegando a la medianera del fondo y se ubicaron detrás de una madreselva tupida. Uno señaló la tierra.

—Mirá

Pocas palabras bastaban entre estos hombres para comunicarse y entenderse. Comprendieron que se había excavado un pozo de gran dimensión; la tierra removida marcaba un óvalo diferenciándose del resto del cantero.

Los refuerzos arribaron a la vivienda. Tres patrulleros, dos ambulancias. Se hicieron presentes en lugar varios uniformados, los forenses, un fotógrafo, los enfermeros. Una policía femenina ingresó en la sala para atender a Natalia.

Mientras dos hombres y el fotógrafo verificaban el lugar del crimen, los forenses registraron el cuerpo de Umberto Vissi. El resto de los uniformados, junto con los detectives se concentraron en el fondo de la casa, observando el óvalo de la tierra removida. Casi sin palabras y con señales precisas se dio la orden de iniciar la excavación.

El sol comenzaba a subir sobre Buenos Aires y un calor pegajoso no brindaba los buenos días. Los uniformados intercambiaban la tarea y sus espaldas chorrearon abundante sudor. Bastó medio metro de profundidad. La pala rozó una superficie blanda y se tiñó de color rojo muy oscuro. El detective a cargo de la operación dio señas a uno de los forenses para revisar. Éste calzó delgados guantes de hule y escarbó con las manos hasta desenterrarla por completo.

La cabeza de una mujer. Tan sólo la cabeza, separada del resto del cuerpo. Cuerpo que descuartizado comenzaba a emerger de entre la tierra.

Como si un grito de auxilio la hubiese requerido, Natalia abrió los ojos y se incorporó de inmediato. La mujer policía intentó calmarla y detenerla, pero la joven corrió hacia el fondo del patio trasero. Se escurrió entre un uniformado y el fotógrafo y la vio. Llevó sus manos a la cara, gritando:

—¡¡¡NOOO!!!

Los hombres giraron para verla. Natalia estaba de pie a un lado del pozo, con la mirada fija en los restos de su madre que, con cuidado, los forenses retiraban del lugar. Trató de gritar mamá. Logró decir la primera sílaba cuando cayó desmayada sobre el césped. Entre dos enfermeros la llevaron a una de las ambulancias.

 

 

El frente de la casa de Barracas, la protegida con un gran muro blanco, se había atestado de vehículos y unos cuantos curiosos asomaban sus narices para averiguar qué es lo que estaba pasando detrás. Los patrulleros y las ambulancias desplegaban la parafernalia de luces.

En una camilla transportada por dos enfermeros y custodiada por un médico llevaron a Natalia hacia al interior de una ambulancia. Cerraron la puerta trasera y comenzó a sonar la molesta alarma para desaparecer entre las calles empedradas.

Más tarde transportaron de a uno grandes envases de plástico conteniendo los restos descuartizados de Adelina Arlegain.

Otra camilla salió de la casa. Transportaban un cuerpo muerto atravesado de un certero balazo a quemarropa por una Magnun 357. El largo cadáver estaba completamente tapado por una sábana verde. Antes de que la camilla fuera colocada en el interior de la ambulancia, el detective que había disparado destapó la funda y observó al hombre canoso. Se acercó al médico murmurándole algo al oído. La ambulancia partió de inmediato, corriendo sin frenar por las calles de la ciudad. Adentro, el médico destapó la sábana y comenzó a revisar el cuerpo.

Muy sorprendido, le dijo al enfermero:

—Está vivo.

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