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Capítulo 37

 

 

“En un ambiente extraño”

 

 

Ricardo Luis Olivera despertó sobresaltado abriendo bien los ojos y fijando la vista en lo primero que vio: un ventanal con la persiana cerrada. Durante los primeros instantes de vigilia, cuando la realidad va enfocando sus contornos en la conciencia, el dibujante no logró comprender dónde se encontraba. Nada del ambiente le era familiar. Una cama donde había dormido. Otra a su lado, más allá una mesa y un par de sillas. Al fondo una delgada repisa. Un anafe. La luz que entraba por la ventana iluminaba a medias el ambiente. Leves ruidos de calle provenían desde afuera. La cama a su lado estaba deshecha. Miró su reloj marcando las 19:22. Comenzó a recordar lo vivido en las últimas horas.

 

 

Junto a Robin Wood y Ariel Felipe Avilar aterrizaron en Ezeiza, el aeropuerto internacional de la ciudad de Buenos Aires, a las 9:45 horas en un vuelo de American Airlanes proveniente de Cancún. El escritor paraguayo tramitó el alquiler de un automóvil importado, como era su costumbre. Viajaron hacia el centro de la ciudad, pero Wood desvió el trayecto hacia la zona sur, encaminando hacia la localidad de Quilmes. "Hasta aquí llegamos por ahora" le dijo Wood a Avilar, invitándolo a salir del auto. Desde el asiento de atrás, el estudiante de historia dio un fuerte apretón de manos a cada uno y Olivera percibió la tristeza en la voz del joven cuando los saludó.

—Por favor, mantengámonos en contacto —dijo Ariel—. Yo trataré de ubicar a Natalia.

Robin Wood giró para hablarle a los ojos.

—Por un par de días, una semana a lo sumo, no hagas nada, no digas nada a nadie. Recordá que simplemente estuviste viajando por el Paraguay, alternando estudios y descanso. Eso es lo que debe saber tu vieja, tus compañeros, tus amigos. Con Natalia, lo siento, pero amarrate a una columna antes de salir a buscarla. Ella sabe dónde vivís, entonces si es que debe aparecer, lo hará en la puerta de tu casa. Pero, por favor, Ariel, mantenete callado, por el bien de tu vida.

—¿Y ustedes qué harán?

Robin acomodó el cuello de su camisa.

—En lo que habíamos quedado. Organizaremos el próximo viaje. Yo te aviso. Ahora, bien, andá a tu casa. Se hace tarde para todos y estamos muy cansados.

Otro apretón de manos, con más emoción que fuerza y el estudiante de historia descendió del BMW. Robin Wood arrancó con velocidad. Cuando Lucho Olivera miró por el espejo retrovisor vio que Ariel había quedado de pie, inmóvil en el límite de la acera, observando al auto mientras se alejaba. Lo perdió de vista cuando giraron a la derecha en la próxima esquina. Robin maniobró hasta el barrio de San Telmo, en Buenos Aires. Estacionó y ambos ingresaron en un apart hotel. "No te van a encontrar tan fácilmente" le dijo a su amigo. Con documentos falsos registró la estadía con otros nombres, con otros números de documento. Cuarto piso, un solo ambiente, dos camas, las comodidades necesarias para vivir algunos días. Luego de un café y un par de medialunas dulces, sintió que su cuerpo le pesaba. Necesitaba dormir. Le era imperioso descansar. Se sacó la ropa de días y se acostó. Su amigo lo imitó.

 

 

Ocho horas más tarde, en el atardecer de aquel día de septiembre, el dibujante se vio solo en el monoambiente. Con movimientos pausados se levantó de la cama y fue hasta la ventana. Enrolló las cortinas de tul y deslizó la persiana. La ciudad se abría a sus ojos. Oyó los ruidos de la calle empedrada, quizás una de las últimas que aún resisten ser sepultadas bajo el asfalto. Lucho Olivera se refregó la cara. Necesitaba un baño, tenía hambre. ¿Dónde estaría Robin?

Escuchó un portazo. Un ruido seco y fuerte de una puerta que se cerraba a sus espaldas. Se agachó. No vio a nadie en el departamento. Pero eso no significaba ausencia de peligro. Alguien podría haber entrado por la puerta y esconderse en el baño. Lentamente se agazapó y se acomodó tras la cama donde había dormido, cerca del ventanal. Robin no puede ser, reflexionó. De inmediato imaginó la presencia de Umberto Vissi, que lo había ubicado, que se había encargado de eliminar a Robin y que ahora llegaba por él. Comenzó a transpirar, los ruidos de la calle se hacían más fuertes cada vez. La luz se iba debilitando, las formas comenzaron a perder su definición y la luz eléctrica de la calle no alcanzaba a iluminar todo. Estaba agotado. Lucho Olivera se sintió muy cansado. No tenía fuerzas para luchar. Estiró su cuerpo y sacó la cabeza por sobre la cama para mirar hacia el departamento. Y habló.

—Estoy acá. No tengo nada para vos. Ni te lo daré.

Nada. Sólo el ruido de una moto que pasaba acelerando por la calle empedrada. Y de pronto, nuevamente el ruido del portazo. Olivera supo de dónde provenía. La puerta del departamento contiguo. Escuchó unos pasos alejarse por el pasillo y descender por las escaleras. Respiró aliviado. "Me estoy volviendo loco".

Se incorporó y caminó hacia el baño. Con suma precaución encendió la luz y se asomó. Allí dentro no había nadie. Su imaginación trabajaba sin pausa. Y Lucho Olivera era un tipo de imaginar.

Vio un papel sobre la mesa, escrito a mano, letra imprenta bien grande. Una caligrafía conocida. Se sentó en la silla y leyó.

"Lucho, debo viajar por razones laborales. Voy a estar ausente un par de días. Acomodate en el hotel, todo está dispuesto. Contraté personal para que reacomoden tu departamento. No te hagas ver. Espera mi regreso. Un abrazo. Tu amigo, Robin".

Dio vuelta el papel. En el reverso decía:

"Este mensaje se autodestruirá en quince segundos". Un dibujo simple de una cara guiñando un ojo. "Nunca fui bueno para el dibujo. Cuidate."

Contó hasta quince. Rompió el papel hasta hacerlo picadillo.

Cerró los ojos e imaginó a Robin encontrándose con Lorenzo De Zeballos.

Tras muchos años, la búsqueda de su amigo llegaría a su fin.

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