
Capítulo 39
“Historia para Sumeria”
Una ráfaga de viento seco atravesó las ramas del chañar. Las hojas del árbol que renacían luego de un largo y frío invierno vibraron al son de aquella ráfaga, produciendo la percusión perfecta para acompañar la melodía de la primavera que comenzaba a resurgir en el valle de Punilla. La mañana relucía con un límpido cielo azul, libre de nubes y libre de contaminación. La luna jugaba a dejarse atrapar en el cenit, aún brillando como si fuera plena noche, pero el sol que aparecía por detrás de las montañas ya la había cazado y de a poco la abrazaba hasta hacerla desaparecer con su luz. El casi eterno clima seco en aquel paraíso fue uno de los artistas que cincelaron la escultura de un terreno único. Los vientos y las contadas lluvias durante milenios esculpieron con su erosión imágenes mágicas y sospechosamente irreales en las paredes de las montañas. A pocos kilómetros de donde él vivía, las manos y los dedos de esculturas naturales apuntan desde tiempo inmemorial hacia un cielo al que pertenecieron desde siempre.
Él se había refugiado en aquellas tierras benditas a espaldas del cerro Uritorco. Unas pocas viviendas donde se asentaba la Quebrada de la Luna, caserío situado a la vera del camino que lleva al parque natural “Los Terrones”. Desde ese rincón adoraba a la naturaleza y protegía a la Tierra, su amado planeta, la compañía indeleble de su vida, su milenaria vida. El hombre contempló la salida del sol y miró cómo las sombras de los paredones naturales de más de cuatrocientos metros de altura iban desapareciendo. El mismo sol que lo había visto nacer, crecer, pero que nunca lo había visto envejecer. En esa mañana de septiembre él sabía que esa ráfaga de viento seco traía mucho más que la percusión de las ramas del chañar. Traía al sucesor. Al nuevo Centinela. El hombre decidió que su misión fue cumplida y debía dejar su cargo en manos de su sucesor. Este hombre, nacido en Sumeria con el nombre Urshanabi, amigo y barquero de Utnapishtim, que luego cambió de nombres como Gilbert McLeod o como Lorenzo De Zeballos, había decretado que ya era tiempo de pasar a ser un intradimensional.
El sol remontaba altura. El hombre se sentó en el patio y preparó el primer mate del día, ignorando a los tordos que llegaban a saludarlo con el fin de picotear los restos de criollitos sobre el pasto. Mirando un poco más allá de las montañas, recordó su historia nacida en Sumeria más de cincuenta siglos atrás.
——— * * ———
Amaba su tarea, las aguas de los ríos y navegar entre los meandros observando las ciudades detrás de sus murallones. Reinos de pocas leguas, pero cada reino con un propio universo interior. Siempre apuntalados hacia el cielo donde los zigurats competían para ver cuál de ellos podía tocar a los dioses. Grandes construcciones color arena, color árido y templos blancos. Palacios y simples viviendas de pequeñas ventanas conviviendo bajo el cobijo de una muralla con una sola entrada. Dentro de aquellas fortalezas, miles y miles de almas pasaban sus vidas sin traspasar las puertas de la ciudad. Afuera de las murallas, tan sólo comerciantes, agricultores, vagabundos y aventureros. A las mujeres y a los niños les era prohibido salir de la ciudad. Pero no todos cumplían las leyes impuestas por soberanos rechonchos de carne asada, borrachos de vino y cerveza. Muchos escapaban para ver la vida que fluía en las aguas de los ríos. Urshanabi fue uno de esos niños que, como fruta madura antes de tiempo, se desprendió de su árbol comenzando a rodar por donde la inclinación lo llevara. No fue la fuerza de gravedad lo que hizo rodar la vida de Urshanabi, sino la fuerza de los vientos. Creció en astilleros, entre madera, clavos y resina. Muy pronto, antes de cumplir los siete años, ya era un experto navegante. Poco tiempo más tarde, el señor del astillero donde Urshanabi vivía le obsequió una gran embarcación. Con tan sólo catorce años, Urshanabi comandante y tripulante de su barco al que bautizó Nube por el color grisáseo de su única vela, comenzó a recorrer el río Idigna, que mucho tiempo después cambió su nombre por Éufrates. Los campesinos lo saludaban a viva voz gritando su nombre y Urshanabi les contestaba soplando a través de un viejo cuerno que usaba como sirena.
Las ciudades de Uruk, Ur y Larsa lo cobijaron entre sus murallas. Creció rodeado de amigos, de amantes. Urshanabi era querido por todos y junto a Nube se convirtió en un mensajero de paz entre los reinos.
Fue una tarde de tormenta y fuertes vientos cuando, en la ciudad de Shuruppak conoció a un matrimonio de notable vigor a pesar de los años que llevaban vividos. Hombre y mujer irradiaban una energía de juventud y salud que encantó al joven Urshanabi. La pareja, que estaba de paso por aquella ciudad, pronto se hizo muy amiga del joven navegante. A pesar de la diferencia de edad, entre el viejo y Urshanabi creció una fuerte relación. El matrimonio contrató los servicios del barquero para que los llevara de regreso a las tierras de Dilmun, donde moraban en una isla a kilómetros de la costa del mar, al que llamaban Mar de la Muerte, puesto que muchos de los que emprendieron excursiones en sus aguas jamás regresaron. Durante el largo viaje, el viejo relató innumerables historias que deslumbraron a Urshanabi.
Habían pasado siete días desde que se conocieron y, por respeto, el joven barquero no les había preguntado su nombre.
—Eres muy respetuoso, Urshanabi. No nos has preguntado quiénes somos. En realidad, nadie lo sabe aquí en Shuruppak —habló el viejo mientras bebía cerveza en la taberna—, ya nadie me conoce aquí. Yo viví y fui rey en estas tierras —dejó la jarra sobre la mesa y tomó la mano de su mujer—. Mi nombre es Utnapishtim, y ella es Amma, mi esposa.
La edad promedio de los habitantes de Súmer difícilmente lograba superar los cuarenta años, pero tanto el hombre como su mujer, relataron experiencias datadas centenares de años atrás. Urshanabi estaba deslumbrado.
Dos meses demoraron en recorrer los ríos, cruzar el delta e internarse en las difíciles aguas del mar aquél. Olas violentas golpearon el casco de Nube, pero la destreza del joven navegante controló dificultades extremas, aunque en cada caso, la experiencia y la fuerza de Utnapishtim fueron de ayuda indispensable. Una mañana de sol tibio y mar espejado llegaron a las costas de una isla tan pequeña como podía ser la décima parte de la coqueta ciudad de Nippur. Desde aquel día Urshanabi moró junto a Amma y a su buen Señor. Cada mes regresaba a la región de los ríos para abastecerse de productos que necesitaban en la isla. En las ciudades costeras de Súmer, el navegante fue conocido como Urshanabi, el barquero de Utnapishtim.
No se habían cumplido tres años desde que el navegante moraba en la isla de las tierras de Dilmun, cuando Utnapishtim lo despertó al alba de una mañana con fuerte lluvia y viento cruzado.
—Despierta, Urshanabi. Hoy debes viajar hacia la taberna de Siduri. Allí encontrarás a un rey que viene en mi busca. Muy probablemente ya lo conoces. Es el rey de Uruk. Su nombre es Gilgamesh.
El barquero izó la vela gris de su barca y navegó por las oscuras aguas del mar hacia la costa. Durante todo el día que demoró la travesía, las lluvias y los vientos entorpecieron el rumbo del barco, obligando a arriar la vela en varias oportunidades. Urshanabi, agotado, llegó al anochecer al pueblo costero. Amarró a Nube y subió en busca de la taberna de Siduri. Caminó por el barro, esquivando charcos profundos, con los pies fríos y húmedos y con sus ropas empapadas. De esa manera arribó hasta la puerta de la única taberna del pueblo costero. Tuvo que empujar con fuerza el portón de madera, atrancada en el piso de viejas cerámicas, debido a la dilatación producida por la humedad. Allí adentro, tan sólo un par de hombres gastados lo escrutaron con mirada celosa. Uno de ellos lo señaló, pues lo había reconocido. Una mujer de años vividos fue a su encuentro sonriendo. Su larga cabellera bailaba al ritmo de su caminar y sus mechones rozaban los candelabros coqueteando con el riesgo de encenderse.
—¡Urshanabi, mi buen amigo! —cantó Siduri abrazando al barquero por su cuello mientras acercaba su mejilla a la de él—. Me has escuchado, pues te he estado llamando desesperadamente.
—Hola hermosa —respondió—. No debía volver a verte hasta dentro de veinte días, pero mi Señor me ha enviado...
Siduri lo interrumpió sellando sus labios con un beso.
—No creas que mi desesperación haya nacido en la necesidad de tu cuerpo, no esta vez. Perdóname mi amor, pero otra es la urgencia —con su mano hizo girar la cabeza de Urshanabi dirigiendo su mirada hacia la última mesa de la taberna.
Urshanabi lo vio.
El hombre estaba recostado con la cabeza sobre la mesa de madera, con sus brazos caídos, durmiendo profundamente. Una gran botella de cerveza se había evaporado a su lado. Era un hombre de grandes proporciones y los pelos lo cubrían casi por completo. La cabellera larga y sucia caía sobre su espalda y hombros. Vestía con un amplio abrigo de piel de león, que seguramente él mismo había cazado. Su aspecto era deplorable y el barquero sintió una mezcla de asco, desprecio, pena y lástima por el hombre.
—Aquel despojo te está esperando hace tres días. No lo puedo sacar de la taberna. No quiere salir y espanta a mis clientes. Te está esperando...
—Si. Su nombre es Gilgamesh y es rey en Uruk.
—¿Cómo es que lo conoces? —la mujer se sorprendió y se apartó un paso—. Es totalmente cierto... Él mismo me ha contado...
— No soy yo quien lo conoce. Mi Señor sí. Él me ha enviado hasta aquí para recogerlo.
Siduri miró el rostro de Urshanabi. Amaba al solitario barquero. Sabía de las historias que de él se contaban. Historias que eran leyendas en la región, donde narraban que sólo servía a un viejo y loco ermitaño que vivía en una isla perdida en el medio del Mar de la Muerte. De tan viejo que era, se rumoreaba que era inmortal, sobreviviente del gran diluvio que había acosado en tierras mesopotámicas siglos atrás, en que la subida de los ríos había inundado toda la región llevándose el agua ciudades enteras. Leyendas que pasaban de boca en boca y que algún poeta escriba había trazado en tablillas de barro. Urshanabi poco hablaba de aquel viejo con Siduri en las noches que compartían el mismo lecho. Y ella no preguntaba de más, porque mejor era aparentar entender su historia que dar por loco al navegante.
—Bien, ahí lo tienes. Dice haber viajado meses en busca de tu Señor. Yo le dije que la única persona que podía llevarlo hasta él eras tú. Decidió entonces quedarse aquí, en contra de mi voluntad y la del pueblo.
Urshanabi dejó su abrigo sobre el mostrador y se sentó en la misma mesa en donde el borracho de largos pelos sucios roncaba fuertemente. Apartó con cuidado la botella de su lado. El hombre despertó y rápidamente se acomodó en la silla. El navegante y el rey quedaron frente a frente. Silencio total en la posada.
Urshanabi miró los ojos de aquel hombre. Entonces dijo:
—Dime tú, ¿cuál es tu nombre? Yo soy Urshanabi, el de Utnapishtim, llamado El Lejano.
El hombre al otro lado de la mesa, acomodó su barba, se limpió la boca con el dorso de la mano y respondió.
—En cuanto a mi, Gilgamesh es mi nombre. Soy rey de Uruk y desde allí vengo. Soy el que atravesó las cordilleras y los ríos, caminando desde que el sol se alza —se detuvo un instante. Ninguno apartaba la vista del otro. Siduri observaba la escena reclinada en el mostrador y los tres hombres sentados en el otro extremo escuchaban con atención. Gilgamesh entonces prosiguió—. Urshanabi, feliz estoy de ver tu rostro. Ahora que he dado contigo, muéstrame a Utnapishtim el Lejano.
—Con gusto lo haré, rey de Uruk. Déjame descansar esta noche. Mañana partiremos hacia la tierra de Dilmun, donde mi Señor vive —habló el barquero mientras se levantaba de la mesa.
—Despierta Urshanabi —susurró Siduri al barquero que aún dormía con fuertes ronquidos, recuperándose de la lucha de todo un día de tormentas, agua y viento—. Es una mañana hermosa como no puede haber otra.
Fue hacia la ventana de su dormitorio desde donde podía ver la bahía en toda su extensión. El puerto comenzaba a retumbar con los golpes de martillos en los astilleros y los gritos de navegantes hartos de tierra firme. El mar era un remanso de suaves brisas.
—Despierta barquero loco, y llévate a ese ogro que ha llenado mi posada de piojos y tufos. Llévalo lejos donde encuentre su utopía de inmortalidad. Ya le he dicho a ese residuo de rey que deje de vagar. Nunca encontrará lo que busca, pobre hombre.
Ella contemplaba el brillo del sol sobre las aguas. Urshanabi la escuchaba.
—Después de todo, me ha caído en gracia, ¿sabes? Debajo de esa maraña de pelos, se adivina un hombre hermoso. Ya le he dicho que se lave la cabeza, que se bañe. Que goce día y noche, que cada día sea una fiesta, que baile y juegue.
Se recostó en la cama junto al barquero.
—Gilgamesh necesita una esposa que lo deleite —dijo Siduri y lo besó en la boca—, una mujer a su lado... como debe ser... criar una familia... —le hablaba con voz melosa acariciando su barba—. Barquero mío, la humanidad necesita de una esposa que se regocije con su hombre, ¿no lo crees?
Urshanabi consideró inconveniente continuar con la conversación que, a ese punto, había llegado demasiado lejos. Saltó de la cama, se vistió raudamente y caminó hacia la puerta.
—Es hora de volver a Dilmun.
El regreso a la isla se hizo como si la barcaza hubiese sido impulsada por dioses del viento y dirigida por los amos del agua. El mar calmo como una infinita sábana de seda azul, y una brisa dócil como suaves melodías de flautas, empujaron a Nube por popa, llevando a los dos hombres a la isla de Utnapishtim. Urshanabi poco trabajo tuvo que ejercer, tan sólo dirigir el timón. Gilgamesh se recostó sobre uno de los bancos y durmió todo el trayecto. El barquero observó aquel rey y tuvo compasión por él. Comprendió la larga marcha que había efectuado pero desconocía los motivos que lo llevaban a la morada de su Señor. Utnapishtim sabía de la llegada de este rey, como también sabía de muchas cosas que lo sorprendían día a día, pero Urshanabi nada preguntaba a su Señor. Muchas extrañezas sucedían en la isla, cosas que al barquero intrigaban, pero el respeto hacia su Señor y hacia la mujer lo mantenían callado. Eventos sorprendentes sucedían en aquella isla, sobre todo en las noches.
Utnapishtim, en una tarde de lluvia, le dijo que todas esas cosas le serían explicadas cuando el momento llegara.
Antes que el sol desapareciera en el mar del poniente, llegaron a la costa. Gilgamesh ayudó con las maniobras de amarre de la barcaza. Cuando el rey levantó la cabeza mirando hacia el muelle vio a dos figuras soberbias que sonreían con su arribo. Un hombre y una mujer. Sus estaturas parecían doblegar la suya, pero tan sólo fue una ilusión óptica producida por la sombra que proyectaban, distorsionadas por su emoción de haber llegado hasta el hombre al que llamaban el inmortal.
—Bienvenido eres en estas tierras tan lejanas —dijo el hombre, llamado Utnapishtim.
Gilgamesh, que por más de treinta y cinco años había reinado Uruk, que había logrado hacer de esa ciudad un ejemplo en toda la región de los ríos, de quien comenzaban a tejerse innumerables relatos sobre su origen, comparándolo con un dios, diciendo que una parte de él era divina, el hombre al que las mujeres arrojaban pétalos de flor a sus pies y que tales historias lo transformaron en un hombre despiadado e insensible, no pudo hacer otra cosa que bajar la cabeza y ponerse de rodillas ante el hombre y la mujer. Y lloró.
Lloró desconsoladamente sin levantar su cabeza del polvo.
La mujer se inclinó y lo ayudó a incorporarse. Ella vio unos ojos profundamente claros detrás de largos cabellos sucios de tanto camino. Observó su barba.
—Bienvenido eres, rey de Uruk. Ven, entra en nuestra casa y cenaremos juntos —le dijo mientras secaba las lágrimas de Gilgamesh con el dorso de su mano—. Pero antes límpiate con el baño que te hemos preparado. Despójate de estas pieles y haz que la belleza de tu cuerpo se deje ver —dijo sonriendo—, que lo único que te queda de rey son los restos del entretejido de tu barba.
Utnapishtim, Amma su mujer, y Urshanabi esperaron en la mesa a Gilgamesh. Cuando lo vieron aparecer los tres se pusieron de pie con un asombro que los mantuvo boquiabiertos unos instantes. Bajando por la escalera de piedra del palacio de Dilmun apareció Gilgamesh irradiando una nueva imagen que sorprendió a los tres. Poco quedaba del despojo de pieles y pelos que había arribado a la isla. El rey de Uruk había afeitado no sólo su barba sino que rapó toda su cabeza. Vistió con túnicas blancas y una banda carmesí ceñía su cintura. Las sandalias que calzaba eran nuevas también.
—Quién podría no decir que un verdadero rey está con nosotros —concluyó Utnapishtim.
Con ceremonia los cuatro se sentaron a la mesa y comenzaron la cena. Gilgamesh fue el primero en hablar.
—Señor, agradezco tu hospitalidad. Para llegar hasta aquí, he atravesado todos los países, he cruzado desiertos, he caminado allí donde no hay caminos y navegado por los cien ríos. Mi andar lo hice con el sol, pero no he podido dormir en las noches. Mi cuerpo no ha podido encontrar descanso, exasperado por el insomnio. En las frías noches escuchaba hablar a los dioses que me guiaron hasta la casa de la cervecera. Y es allí donde encontré el sueño. He recuperado mi vigor en el viaje de mar. Tu barquero me ha traído hasta ti, al que llaman El Lejano. ¿Cómo sabían de mi llegada? ¿Quién les ha traído la noticia desde puerto?
—Nosotros también escuchamos a los dioses, Gilgamesh —contestó Amma.
El rey de Uruk continuó hablando. Apenas había probado bocado en esa noche.
—Mis vasallos conjeturaron historias con respecto a mi persona. Me han nombrado parte humano y parte dios. Tales historias han hecho de mí un hombre cruel y mi faceta humana pronto tornó inhumana. Me creí dios y mi poder fue intolerante con mi gente. El pueblo de Uruk pedía mi cabeza. Pero apareció un hombre que fue mi acérrimo enemigo para luego transformarse en mi más entrañable amigo. El llamado Enkidú. La vida cambió para mí y para mi pueblo y Uruk renació de sus escombros para ser la ciudad más hermosa de Súmer. Pero la felicidad no perdura y la muerte tomó por sorpresa a mi amigo. Desde su ausencia no he secado aún mis lágrimas
Gilgamesh bebió un sorbo de vino y continuó.
—El miedo se ha apoderado de mí. Cuando creí ser un dios, no tuve miedo a la muerte, puesto que los dioses no mueren. Pero con el alejamiento de Enkidú el temor a morir no me ha dejado en paz. Cada día pienso que puede ser el último. ¿Cómo es posible convivir día a día con semejante paranoia? —levantó su voz y los comensales se inmovilizaron— ¿Qué otra cosa es la vida que tan sólo un puñado de días? ¿Por qué tanto esfuerzo en luchar, en construir, si todo será borrado con la muerte? Enkidú, mi amigo, ha muerto. Lo he llorado hasta secar mi cuerpo. ¿Por qué hacemos amigos, si esa amistad es efímera? La locura de obtener la inmortalidad se ha apoderado de mí. No debo morir, debo seguir viviendo y obtener la cura para la muerte, luego curar a mi amigo y volverlo a la vida.
Gilgamesh hizo una pausa y contempló la luna que asomaba por el ventanal de la sala del palacio.
—Existen leyendas en mis tierras donde tú, Utnapishtim, eres considerado inmortal. Yo escuché esas historias y comencé la larga marcha hacia ti. Ahora que te he encontrado, dime ¿cómo podré vencer a la muerte? ¿Es posible vivir para siempre? Tú puedes darme la respuesta.
Un largo silencio se abatió en la sala del palacio de Dilmun. Tan sólo el sonido del viento atravesando por las majestuosas aberturas de piedra y el crepitar de las velas. Utnapishtim fue el que habló.
—Desde los días de antaño que no hubo permanencia. ¿Acaso construimos nuestras casas para siempre? Nada persiste en la eternidad, Gilgamesh. Simplemente mudamos. Como muda la libélula su vaina tan sólo para mirar al sol. Cambiamos, transformamos. Eso es la vida.
Gilgamesh estudió la respuesta, pero no se conformó.
—Tú me escondes algo, Utnapishtim. Tus rasgos no me son extraños. Son iguales a tu mujer, a Urshanabi, a mi, iguales a cada uno de mis plebeyos en Uruk. Te había imaginado distinto, como un dios, pero sé que tú te has sumado a la asamblea de los dioses. ¿Cómo lo has logrado, Utnapishtim? Dímelo, por favor...
El señor de Dilmun bebió el último sorbo de vino de su copa de vidrio.
—Lo que me pides, Gilgamesh, no te lo podré dar —tomó la mano de su mujer y miró un instante a Urshanabi—. No te lo podré dar a ti, rey de Uruk —Amma, su mujer, presionó con fuerza la mano de su marido.
Gilgamesh, dolido en su cuerpo y en su alma, con el llanto en su garganta, se levantó de la mesa y desapareció en la noche por la puerta del palacio. Utnapishtim y Amma lo vieron alejarse. Urshanabi fijó la vista en sus señores que se abrazaron con un gesto de enorme alegría. Amma sonrió como pocas veces la había visto el barquero. Entre ella y su Señor pudo percibir Urshanabi que se comunicaban sin hablar. Luego, Amma se disculpó, se levantó de la mesa y salió por la puerta, siguiendo los pasos de Gilgamesh.
Utnapishtim y Urshanabi quedaron solos en silencio. El señor de Dilmun le habló con voz grave y suave.
—Mi muy querido barquero de Idigna. Más de una vez has notado que en la isla ocurrieron eventos que no comprendías y me has preguntado. Yo te he dicho que llegado el momento esas cosas te serían explicadas. Bien, ese momento ha llegado —Utnapishtim corrió su sillón y se puso en pie—. Ven, acompáñame.
Los dos transitaron por el palacio y subieron por una larga escalinata de círculos que terminaba en el punto más elevado del palacio. Desde aquella terraza se podía observar gran parte de la isla. La noche era clara. No había nubes y el cielo estaba salpicado por millones de estrellas. La luna se reflejaba en el mar. No había brisa esa noche. Todo era calmo y todo era paz.
—Urshanabi, antes que te enseñe, debes responder a una pregunta. La respuesta la dará no tu sabiduría, no tu razón, ni tu inteligencia. La respuesta la dará tu corazón. Desde allí ha de llegar. Tú nos conoces desde hace tres años, desde aquella lluviosa tarde en la ciudad de Shuruppak. Desde que hemos regresado a la isla, Amma y yo no la hemos abandonado. No nos hemos podido alejar de este lugar. Juntos la estamos custodiando, como lo hemos hecho durante muchos años, muchos más de los que tú puedas llegar a imaginar en tus fantasías. Amma y yo no envejecemos, Urshanabi. Somos Centinelas. Lo hemos sido durante cientos y cientos de años. Yo deseo que te unas a nosotros. Por eso te formulo la propuesta.
Apoyó su brazo sobre el hombro derecho de Urshanabi. Lo miró a sus ojos. El barquero comenzó a transpirar de los nervios.
—Urshanabi, tú puedes permanecer vivo todo el tiempo que deseas vivir si afirmas mi propuesta. ¿Aceptas ser un Centinela?
El barquero no pudo contestar de inmediato y Utnapishtim sabía lo difícil que era aceptar su propuesta con tan poca información que le había proporcionado. Pero el señor de Dilmun no podía continuar con la enseñanza sin saber la respuesta de su elegido. Con el brazo apoyado en el hombro del barquero, Utnapishtim aguardó, aunque ya sabía la respuesta. Urshanabi se vio atormentado por miles de inquietudes y sabía que estaba por dar el gran paso en su vida. Observó la luna llena y recordó que se sentía muy a gusto en aquel lugar, que había encontrado su sitio y que, casi sin buscar, se había despedido de un mundo que lo vio nacer. No dudó de que las palabras de su Señor fueran ciertas. Él también había escuchado de las increíbles historias de Utnapishtim y de la leyenda de su inmortalidad. No dudó. Urshanabi también quiso ser leyenda.
—Si. Acepto ser Centinela.
El señor de Dilmun sonrió y cruzó su brazo apoyándolo en el hombro izquierdo del barquero. La luna brilló con más resplandor y una inesperada ráfaga de viento cálido logró que sus cabelleras danzaran como bailarines desorientados.
—Urshanabi, hijo de Kubal-ninda, nacido en las tierras mediterráneas de Idigna y Buranunu y criado en todas las ciudades, desde hoy apartarás tu vida de hombre normal para formar parte de una selecta casta.
El barquero se vio invadido por el temor, al saber que estaba dando un gran paso hacia un compromiso desconocido de dimensiones insospechadas e irreales. Utnapishtim percibió los miedos de su amigo. Se acomodó sobre la baranda de la terraza del palacio y mientras observaba a las olas del mar rompiendo contra las rocas, le habló con voz tranquila.
—Ser un Centinela es una función volitiva. Nadie te obliga a ejercer esta función en contra de la propia voluntad. Por eso no tengas miedo. Así como es aceptada por la propia decisión, también puede ser abandonada de la misma manera —se dio vuelta y miró al barquero—. Pero eso no ocurrirá, Urshanabi. Nadie, en cientos de años, en eones, ha renunciado a la función de Centinela.
—Mi señor, seré un Centinela. Pero, ¿cuáles serán mis funciones?
—El deber de un Centinela es custodiar la Puerta —acomodó su barba y su cabellera. Le hizo una señal a Urshanabi para que mirara hacia la montaña más elevada de la isla—. Observa, mi amado amigo. ¿Recuerdas las luces que la montaña desprendió aquella noche? Claro que lo recuerdas. Para ti será imposible borrar aquella visión. Corriste desde esta terraza hacia aquella cima siguiendo las luces y a medida que te acercabas escuchabas un claro rumor. Me encontraste en un templo y tu sorpresa hizo que enmudecieras y escaparas de mi lado. Dado tu respeto, nunca me has interrogado. Yo te dije que las respuestas te serían dadas. Hoy te serán reveladas.
Utnapishtim lo tomó del brazo y comenzaron a caminar.
—Amma y yo custodiamos la Puerta de esta isla. Las Puertas son accesos interdimensionales por donde ellos transitan de una dimensión a otra. La función del Centinela no es sólo custodiar este acceso, sino protegerlo contra posibles ataques. También restringir el acceso de seres que no son aceptados. Y sobre todo un Centinela es el canal de comunicación entre la dimensión escondida y la nuestra. Nosotros tenemos comunicación con esos seres. Son muy pocos quienes los pueden ver. Y los que los han visto, hablan de enormes naves con luces extravagantes. Tú has sido uno de ellos en aquella noche. El paso por la Puerta produce un leve temblor en nuestra dimensión.
El barquero caminaba despacio junto a su señor. Pero no formulaba preguntas. Era el momento de escuchar.
—Ser un Centinela es el paso previo para formar parte de la civilización de la otra dimensión. Cuando uno de nosotros decide dar el paso, debe seleccionar a su sucesor. Esta elección es libre. No está condicionada por ellos. Cuando uno de los aspirantes ha sido elegido, ellos sólo nos darán su aprobación. El paso de las funciones de un Centinela a su sucesor es relación uno a uno. No es posible traspasar las funciones a más de un sucesor. Una vez completado el ciclo de aprendizaje y adaptación, el nuevo Centinela comenzará a ejercer sus funciones en el momento en que el viejo custodio pase a la otra dimensión. O bien decida pasar sus últimos días en la tierra como un mortal común. Cada Puerta es vigilada por un Centinela, pero en el caso de esta Puerta de Dilmun, Amma y yo hemos pedido que ambos pudiésemos custodiarla. Ellos aceptaron nuestro requerimiento.
Utnapishtim se detuvo y apoyó el cuerpo sobre la baranda de mármol de la terraza más amplia del palacio.
—Como lo puedes ver, barquero mío, muchas cosas son estrictas y debemos ajustarnos a esas medidas. Pero, después de todo, esta es una función de amor y con el amor puedes conseguir lo que deseas. Con Amma hemos querido estar siempre juntos, por eso se nos ha concedido que custodiemos esta Puerta.
El señor de la isla hizo una pausa. Miró a su mujer hablando con Gilgamesh. Urshanabi se asomó y también los vio.
—Muchos años hemos vigilado en la isla. Con Amma hemos decidido pasar a la otra dimensión, pero no podíamos dejar esta Puerta sin custodio. Para poder pasar juntos, tanto Amma como yo, hemos de designar un sucesor cada uno. Yo ya te había elegido hace un tiempo, pero faltaba el sucesor de Amma. Y allí lo tienes. El que era rey en Uruk. Yo no puedo darle a Gilgamesh lo que busca, pero mi mujer sí se lo brindará.
Urshanabi miraba desde lo alto la cabeza rapada de Gilgamesh y la figura de Amma que, sentados en una piedra, conversaban de la misma manera cómo él lo estaba haciendo con su Señor.
—La inmortalidad... —murmuró el barquero.
—Sí, la inmortalidad. Pero nadie en esta tierra es inmortal. Nosotros tampoco. Ni siquiera la conseguiremos más allá de esa Puerta. Lo que obtenemos es la perduración de la vida. No envejecemos, no contraemos enfermedades. Tenemos el don biológico de regenerar tejidos, órganos, todo cuánto sea necesario para la vida. Semejamos ser inmortales. Somos, en todo caso, seres permanentes.
—¿Cómo se consigue ese poder?
—Con la planta. Una planta submarina que crece muy cerca de la isla en las profundidades de este mar al que llaman Mar de la Muerte. Vaya ironía. La semilla de esta planta nos otorga la eterna juventud. Mañana navegaremos hacia el lugar donde tú y Gilgamesh se sumergirán y retirarán la planta del lecho de las aguas. La dejaremos secar al sol. Luego separaremos las semillas y el resto de la planta será trozada, colocada en un mortero y machacada. Con el polvo prepararemos la tintura madre. Las semillas deberás consumirlas cada cincuenta años. Junto con la tintura, las tendrás que llevar siempre con vos.
Los hombres descendieron por una rampa y recorrieron las galerías externas del palacio, iluminadas solamente por la luna.
—Urshanabi, ven, siéntate —Utnapishtim invitó al barquero a acomodarse en un amplio banco de piedra—. Debes saber algo importante. Ser Centinela es una función que no debe ser reconocida en el mundo de los hombres normales. Algunos Centinelas han decidido desaparecer fingiendo su muerte. Otros simplemente se ausentan de la vista de los demás, como lo hemos hecho Amma y yo. Cuando te muevas en las ciudades cambia tu nombre, tu forma de vestir, tu forma de hablar. Cuando una Puerta se cierra, tu función termina en ese lugar. Esa misma Puerta puede abrirse tiempo después, o simplemente ellos te dirán dónde y cuándo deberás presentarte en otra Puerta. Durante ese tiempo, que pueden ser cientos de años, eres un hombre libre. Pero cuidado. Nadie debe darse cuenta que no envejeces. Deberás desaparecer cuando los signos de envejecimiento aparezcan en los otros. Es duro, deberás abandonar a tus hijos, a tu familia toda.
—Señor —habló el barquero—, tú no has abandonado a tu mujer...
Utnapishtim hizo una pausa y sonrió.
—Yo tuve la bendición de poder quedarme junto a Amma. Como te he dicho anteriormente, el amor es el medio para encontrar lo que buscas. No te será fácil, Urshanabi. Te enamorarás muchas veces, quizás formes una familia, hasta puedas formar una comunidad, pero cuidado, los siglos endurecen el corazón. Sentirás que no formas parte de la humanidad y no querrás ver a tus seres queridos envejecer. Partirás hacia nuevos rumbos. Amma y yo hemos decidido no salir de la isla. Sólo lo hemos hecho dos veces y la última vez fue cuando te encontramos en Shuruppak.
Ambos quedaron en silencio oliendo el salado aroma del mar.
—Ten mucho cuidado, barquero. Al sentir que no formas parte de los hombres comunes, comenzarás a creerte un dios. Cuidado, hombre. No debes corromper tu humildad. Recuerda que nada más eres un hombre, por más siglos que logres y quieras vivir. Ellos, los seres de la otra dimensión, lo ven. Si tus actitudes no corresponden con las características de amor y humildad que un Centinela necesita, tu cargo será removido y suspendido. Si vuelves a cometer excesos y pones en peligro las Puertas, serás expulsado. La planta y sus semillas te serán denegadas y pasarás a vivir como un desterrado, sabiendo que las enfermedades y la muerte te aguardan como a cualquier mortal. Y eso es muy doloroso para quien alguna vez se haya sentido un dios.
Muy cerca de la galería donde se encontraban Utnapishtim y Urshanabi, Gilgamesh lloraba de la emoción inconmensurable de saber que había conseguido lo que tanto había buscado. El que fuera rey en Uruk, poco le importaba en aquel momento saber que no volvería a reinar en la ciudad por la que tanto luchó y a la que tanto amó.
En las horas del mediodía del día siguiente, sobre un mar cargado de espuma, partieron tres hombres navegando en la barcaza llamada Nube. Urshanabi timoneó siguiendo la derrota que indicaba Utnapishtim. El barco se alejó hasta que la isla de Dilmun se perdió bajo el horizonte. Utnapishtim ordenó detener la nave y el ancla arrojada no logró tocar fondo. Aun así la barcaza no se movió. Gilgamesh y Urshanabi ataron a sus tobillos una gruesa cuerda en cuyo extremo se hallaba una pesada piedra. El señor de Dilmun les dio la orden de arrojarse. El peso llevó hacia abajo a los dos hombres y la presión fue demasiada para sus cuerpos, pero no imposible. En la profundidad la luz casi había desaparecido por completo. Tan solo penetraban los rayos más fuertes de un sol que brillaba en el cenit. Con el aire queriendo explotar en sus pulmones, los hombres extrajeron del fondo una planta cada uno. Luego desataron el nudo de la soga de sus tobillos y comenzaron a patalear hacia la superficie. No lo hicieron en forma desesperada, sino pausadamente, expirando de a poco todo el aire de sus pulmones para lograr la descompresión adecuada. En la superficie, Utnapishtim los recibió a bordo y emprendieron el regreso a la isla.
Durante el tiempo que tardó la planta en secarse y sus hojas fueron aptas para el machaqueo, Amma y Utnapishtim capacitaron a sus sucesores para ser los nuevos Centinelas de las Puertas. En los tres meses siguientes nadie salió de la isla, tampoco nadie se acercó. El Mar de la Muerte era temido por los navegantes y las pocas embarcaciones que navegaban sus aguas lo hacían cerca de la orilla.
Poco antes del amanecer los tres hombres y la mujer aguardaban en silencio parados en el muelle de la isla. Allí, la barcaza de Urshanabi estaba lista para zarpar. Con el primer rayo de sol que vino desde el mar, el Señor de Dilmun habló las palabras de despedida.
—Urshanabi, mi gran amigo y mi barquero. Gilgamesh, el rey más grande y sabio que haya dado la tierra de los ríos. Están capacitados para ser Centinelas, pero no ejercerán sus funciones aún —Utnapishtim sujetaba un recipiente de vidrio con sus dos manos, protegiéndolo como se protege a un niño recién nacido en los desiertos durante las tormentas de arena. Se acercó al barquero y le entregó la vasija—. Toma Urshanabi. Aquí tienes las semillas de tu planta. Protégelas, ponlas al resguardo de los hombres —volvió unos pasos para unirse a su mujer—. Ambos zarparán hacia Uruk. Pero el que se quedará en la ciudad será Urshanabi. Allí, en Uruk, una Puerta volverá a abrirse. El Centinela que la custodiaba no volverá. Urshanabi, cuando llegues a Uruk sigue los pasos que te he marcado y aguarda el día de la reapertura.
Amma le habló al que fuera rey.
—Gilgamesh, tú emprenderás el regreso hacia la isla con la barca. Te estaremos aguardando y cuando llegues yo misma te daré las semillas. Esa noche Utnapishtim y yo nos iremos. Desde ese día serás el Centinela de Dilmun.
No había lugar para más palabras. Los hombres sabían de sus tareas y sus responsabilidades. El barquero de Dilmun se acercó a sus señores y se arrodilló delante de la pareja. Sabía que no los volvería a ver, pero también sabía que los iba a reencontrar. Se puso de pie, sujetó la vasija de vidrio con cuidado y embarcó. Gilgamesh lo siguió. Soltaron las amarras de Nube y Urshanabi desplegó su vela gris.
Amma se acercó desde el muelle.
—Adiós, barquero. Nos volveremos a ver.
Los hombres navegaron por el mar sin detener el barco hasta el gran delta. Surcaron las aguas del río que los llevaría hacia Uruk. No se detuvieron en ningún puerto y los tripulantes de otras embarcaciones que cruzaron su derrotero los saludaron amistosamente, sin reconocer al que fuera el barquero de Dilmun ni al que fuera rey de Uruk.
Urshanabi detuvo a Nube a varios kilómetros de la ciudad.
—Aquí me despido, Gilgamesh. Es bueno que llegue caminando por el desierto y no sería muy aconsejable que tu gente te reconociera.
Gilgamesh pasó su mano por su calva cabeza. Sabía que sería difícil que lo reconocieran sin su habitual barba entretejida y sus cabellos largos como crines.
—Tienes razón. Será mejor que regrese a la isla cuanto antes.
Los dos hombres se abrazaron muy fuerte y luego Urshanabi saltó a la tierra. Desde ese momento, ya no sería el comandante de Nube.
—Cuidaré mucho de tu barca —le dijo Gilgamesh mientras ayudaba a bajar las pertenencias de Urshanabi dentro de un pequeño morral.
Luego la barca se separó de la orilla para navegar por el río aguas abajo. El que fuera su antiguo dueño saludó con el brazo en alto. Vio alejarse a Gilgamesh en el atardecer de una calurosa jornada en los desiertos de Sumeria. Y le gritó las últimas palabras:
—Adiós Gilgamesh. Nos volveremos a ver. Verás que encontrarás a tu viejo amigo algún día.
El que fuera rey de Uruk, y convertido en leyenda con sus historias de inmortalidad escritas en tablas de arcilla, agitó sus brazos mientas la barca navegaba con prisa hacia el mar.
——— * * ———
La única nube en el cielo azul de Punilla osó tapar al sol sólo por un minuto. En ese instante el hombre comprendió que ya estaba agotado de vivir a escondidas. La vigilia que aceptó de Utnapishtim estaba cumplida con creces. Ser Centinela lo elevó por encima de todos y eso lo llenó de un orgullo sano e impulsivo que lo volcó para la vida de los demás. Comprendió que su responsabilidad no sólo fue mantener oculta y segura cada Puerta que vigiló. Su misión fue también la de cuidar y proteger al hombre de paz, a la familia y el amor por sobre todas las cosas.
Pero no todo fue felicidad en su vida de cinco mil años. Muchos murieron a causa suya.
Toda una comunidad pereció bajo el acero en las altas tierras de Escocia, mil años ha. Fue el único momento que lamentó su función. Preparó todo para dejar el cargo de Centinela. En su propio destierro, donde se ocultó en lo subterráneo sin ver el sol durante siglos, se mantuvo vivo como auto castigo del genocidio que había sucedido por su culpa. Ese tiempo de oscuridad y soledad lo ayudaron a comprender que la vida se la defiende con la vida, que el amor se lo defiende con el amor. Y volvió a la luz del sol.
Urshanabi vivió cada siglo tan intensamente como si fuera un año en la vida normal de cada hombre normal.
El sol, con su majestuosidad de tiempos eternos, de poder incontrolable y de fuerza suprema, no tuvo más remedio que esperar el paso de una insignificante, pasajera y solitaria nube para iluminar los acres de Quebrada de la Luna. Urshanabi, hoy Lorenzo De Zeballos, dejó que los rayos iluminaran su rostro.
—Señores míos de Dilmun. Muy pronto estaré junto a ustedes.