
Capítulo 40
“El fin de la búsqueda de cincuenta años”
El camino ascendía lentamente, entre suaves curvas, escurriéndose en la dura naturaleza de piedra y matorral. La Suzuki Vitara 4x4 derrapaba en el ripio seco, levantando a su paso nubes de polvo. Robin Wood manejaba con ansiedad sin pisar el freno, recorriendo aquel camino que lo llevaba hacia la Quebrada de la Luna, un caserío escondido y protegido por las viejas montañas. Finalmente se detuvo cuando llegó a la esquina donde el cartel indicaba el acceso a Los Terrones. Siguiendo las indicaciones que le habían dado en la Pirámide Misteriosa, dobló a la izquierda, abandonando el camino principal. Avanzó muy despacio sobre una huella rodeada de espesa vegetación, verde a pesar de la sequedad de aquella primavera. Espinillos y retamas crecían entre envejecidos paraísos, olmos y moreras. El sol de aquella mañana se escurría entre el tapiz de hojas y ramas, dibujando sombras en la huella que cada vez se hacía más profunda y difícil de transitar. El escritor detuvo el automóvil y continuó caminando. Por la difusa huella recorrió un centenar de metros. Aquel camino lo llevaba hacia un destino escondido en la montaña y desencajado del mundo. Escuchó agua correr. Tras una curva, una pequeña cascada como extraída de un cuento celta con hadas y duendes, caía entre las rocas y los arbustos. El agua atravesaba el sendero llegando a un viejo dique del otro lado. Robin Wood tuvo que saltar entre las piedras para continuar.
Desde su llegada al valle, el escritor percibía la maravilla de todo lo que lo rodeaba. Tres esencias bien definidas condimentaban el ambiente por donde anduviese. En aquel rincón, estos condimentos se potenciaban con valor agregado. El paisaje era el primer componente. Las sierras nítidamente recortadas, dejando ver sus laderas cubiertas de bosques serranos. El segundo condimento era el silencio, tan sólo molestado por el leve murmullo del meneo de ramas y hojas, de las conversaciones de los pájaros y del correr del agua. El tercer sello, el olor. Un olor a hierba, a yuyo, a flores silvestres.
Pocos metros más y encontró la tranquera.
La tranquera de madera estaba sin cerrar, como insinuando la invitación a pasar por ella. Robin dio un paso y entró en la propiedad. La casa se veía a lo lejos, detrás de una extensa plantación de frutales. Caminó muy despacio entre los árboles y las ramas secas que habían sido retiradas para limpiar el terreno. Los límites del campo sólo estaban delimitados kilómetros más allá por la majestuosidad de las sierras. Sabía que cada paso lo acercaba a su abuelo, hacia un reencuentro esperado, deseado en toda su vida. Pero temió buscarlo en vano. No era esa la primera vez que se acercaba a un lugar en donde supuestamente su abuelo habitaba. Cada intento en el pasado lo condujo a una nueva frustración. “¿Por qué hoy tiene que ser diferente?” pensó el escritor. Pero Wood no se engañaba. Sabía que esa mañana en la Quebrada de la Luna era incomparable.
No lo escuchó acercarse.
La voz lo sorprendió.
—¿Querés un mate, Robin?
Cincuenta años, viajes interminables, más de un millón de kilómetros, miles de ciudades, cientos de países, esperanzas quebradas y renovadas, aventuras peligrosas, noches innumerables sin dormir, caminos infinitos. Todo había llegado a su fin. El fin de una búsqueda de toda la vida en un infatigable Robin Wood. El reencuentro con su abuelo. Un sueño que, en ese mismo instante, se estaba convirtiendo en la más hermosa realidad.
Una mano firme sostenía un mate humeante dispuesto a ser tomado. Una mano amiga, una mano conocida, amada. La mano de su abuelo.
Lo miró a la cara y lo reconoció de inmediato. El tiempo no había pasado. Un abuelo igual-igual a su recuerdo.
Robin no pudo sostenerse en pie. Dio dos pasos atrás, trastabilló y se sentó sobre un tronco, sin quitar la vista de la figura que tenía enfrente.
—Sos vos, abuelo… ¿Sos vos?
—Si, Robin, soy yo.
Se incorporó liberando imaginarios resortes de sus plantillas y se abrazó con él, como lo había hecho de niño, volviendo a tener cinco años. No lo podía creer. El abrazo fue tan profundo y tan emotivo que la energía que generó levantó hojas del piso. Abuelo y nieto volvieron a ser uno, como en la vieja aldea de Paraguay.
Robin lo tomó de las manos y lo miraba a la cara, los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa incontrolable. La emoción lo dominó por completo y comenzó a reír.
—¡¡¡Sí, sos vos abuelito, claro que sos vos!!!
—Te esperaba, Robin. Hoy estuve aguardando la llegada de mi pequeño petirrojo.
El abuelo lo invitó a sentarse en medio de aquel patio lleno de árboles, donde los chañares, las margaritas, las retamas, un limonero, malvones, un altísimo eucalipto y cientos de pájaros fueron testigos del reencuentro.
—¿Me esperabas, abuelo? ¿Cómo que me esperabas? Yo te busqué toda mi vida, recorrí el mundo, no te imaginás lo que hice...
—Oh, si… —respondió el viejo, hablando con serenidad, contrastando el nerviosismo de su nieto—, claro que sé lo que hiciste. Pero, contame Robin, desde la última vez que nos vimos, ¿qué pasó con vos?
Robin Wood descargó años y años de angustia. Habló sin detenerse, casi sin tomar aire, de una manera poco ordenada pero sin perder detalle de tantos años de búsqueda. Habló más sintiendo que pensando. Su abuelo lo miraba con una sonrisa, escuchando cada palabra y dejó que descargara la angustia que llevaba adentro. Permitió que se calmara sin interrumpirlo, tomando todo el tiempo que fuese necesario. Cuando el escritor fue mermando el torrente de palabras, la cortina que nublaba su vista se disipó. Recién ahí vio a su abuelo tal como era. Y se dio cuenta.
—Pero, abuelo... es extraño... tantos años han pasado y estás físicamente igual, exacto a como yo te recordaba... no envejeciste...
Gilbert McLeod, el nombre que lo identificaba cuando lo conoció, chupó de la bombilla y levantando la ceja derecha, asintió.
Robin, que siempre había tenido una inteligencia distinta al resto, prosiguió.
—Todos estos largos años me estuviste esquivando. No permitiste que yo te descubra. Decime, ¿por qué te dejaste encontrar ahora?
—Porque ya es tiempo.
Robin quedó pensativo, su mente trabajando y razonando a velocidad incalculable.
—¿Tiempo de qué?
—Escuchá. Te voy a contar otra gran historia. Como cuando eras un niño, así, como estás hoy, bajo el mismo sol. Para que entiendas voy a contarte mi historia.
El vuelo de los mirlos se detuvo, como se detuvo el incesante parloteo de las cotorras. Las hojas del chañar y las ramas del eucalipto silenciaron su cuchicheo. La brisa desapareció. Todo calló para oír la magnífica historia. Los dos hombres estaban sentados uno enfrente del otro. El mate iba y venía, y comieron el pan recién horneado. Los pájaros se acercaron en silencio y caminaron atentos al lado de los dos hombres. Bien para escuchar con más atención, o bien para picotear de las migajas que caían a tierra, a medida que un gran contador de cuentos se emocionaba con la última gran historia de un viejo barquero de cinco mil años.
Robin Wood retornó a ser el pequeño de las tierras paraguayas, prestando suma atención, volviendo a maravillarse con las historias. En la mente de un niño como Robin, estas historias no eran fantasía. Él sentía que provenían de crónicas reales, de historias vividas, de experiencias. Nunca había podido comprobar que las historias de su abuelo fueran reales, y por eso lo buscó. Necesitaba confirmar su presentimiento. Sólo una persona que haya vivido miles de años podía saber lo que su abuelo le había relatado. El momento había llegado pues lo que escuchó en aquel paraje ratificó que las historias escuchadas casi sesenta años atrás eran totalmente ciertas.
El abuelo contó la historia de un barquero en los ríos de Sumeria, de astilleros y de amigos. De su primer barco y su primera excursión por el río Buranunu. De cientos de ciudades y de batallas. Contó una historia en Shuruppak donde conoció a un hombre llamado Utnapishtim y de su mujer de nombre Amma. De cómo convivió con ellos en la isla de Dilmun en medio de un mar al que llamaban De La Muerte. Le contó de la posada de Siduri y de cómo conoció a un rey llamado Gilgamesh.
Robin abrió la boca y quedó detenido en un gesto de atención.
—Pero entonces… vos no sos… Yo siempre creí que vos eras…
—¿Gilgamesh? No, no lo soy. Gilgamesh es un amigo. Él es otro.
—¿Otro? ¿Otro qué?
—Otro Centinela.
Hubo una pausa. El escritor se descolocó, pues no sabía de la existencia de otros inmortales.
El viejo le habló entonces de historias más extrañas, de otra raza de seres, de accesos interdimensionales, de Centinelas. Robin quedó mirando el suelo, suspendido en un mar de pensamientos. No estaba sorprendido; él había experimentado más de lo que cualquier hombre hubiese podido en sesenta años de vida. Él había visto cómo en el Tibet los monjes levitaban y caminaban sobre el agua, vio a brujos que convocaban espíritus y hablaban con ellos, vio cómo los médicos filipinos realizaban cirugías sin necesidad de instrumental médico. Ahora escuchaba una historia de inmortalidad, una historia que hablaba de otras dimensiones.
—Estaba en lo cierto… Vos sos inmortal… —acotó el escritor.
—No somos inmortales, Robin. Elegimos permanecer con vida cada cincuenta años —Urshanabi vació el termo en el último mate—, por eso corremos peligros, y tenemos miedo de morir. Pueden existir situaciones como la que originó Xaragon, al que vos conociste como Umberto Vissi.
—Umberto Vissi… —el escritor se levantó de la silla y caminó en derredor con pasos cortos, una mano en el bolsillo de su pantalón y la otra acomodando su cabellera negra. El nombre de Vissi lo había alterado— Abuelo Gilbert, o Urshanabi, o Lorenzo De Zeballos, o como sea tu nombre en este momento. En los últimos días viajé miles de kilómetros, estuve en peligro, a punto de morir, todo eso para encontrarte. Estuve tras tus pasos, pero no solamente yo. Otras personas también me ayudaron. A uno de ellos lo conocés: Lucho Olivera. Tanto él como yo estuvimos cerca de morir. Quiero entender. ¿Quién te persigue? ¿¿¿Por qué???
El viejo se puso de pie ubicándose al lado de su nieto. Miraban hacia el cerro Uritorco.
—Yo fui el Centinela de Uruk muchísimos años. Estaba muy a gusto en esa ciudad, pero los seres interdimensionales me pidieron que custodiara una nueva Puerta que se abriría en un breve período de tiempo. Yo acepté y ellos me enviaron a un reemplazante en la Puerta de Uruk. Yo conocí a ese nuevo Centinela. Su nombre era Xaragon. Luego, yo partí hacia el oriente. Xaragon fue un gran custodio en Uruk. Pero, a pesar de que tenía muchas cualidades, fue perdiendo la humildad. Fue acumulando poder y se convirtió en un déspota. Ellos, que todo lo ven, clausuraron la Puerta de Uruk y Xaragon fue penado con el aislamiento por muchos años.
—Ellos lo habrán marginado... —acotó Robin.
—Sí, así fue. No fue expulsado, sino que le dieron una oportunidad más, pero en otra Puerta. Pero Xaragon no cambió su actitud. Su carácter fue corrompiéndose y su inteligencia le jugó en contra de las funciones que ellos le habían encomendado —el viejo comenzó a caminar y su nieto lo acompañó—. Mirá Robin. En esta función hay un riesgo de la naturaleza humana, que es creerte un dios, tener el poder de la vida ilimitada. Eso afectó a Xaragon. Los seres interdimensionales lo expulsaron de la casta de Centinelas y lo castigaron con una pena mortal —miró a su nieto—. ¿Podés decirme cuál fue el castigo?
—Dejame adivinar, abuelo... Ya sé. Lo transformaron en un mortal común.
Urshanabi rió, y contagió a Robin, recordando los juegos de ingenio que solían hacer en aquellas largas tardes de la colonia paraguaya.
—Si, Robin. Lo abandonaron a su suerte, como cualquier hombre. Lo despojaron de lo que le permitía vivir para siempre.
—Muy bien. Ahora, ¿cómo completo la figura? Tengo varios puntos y necesito trazar las líneas para cerrar este conflicto geométrico. Los puntos son: la historieta que le hiciste dibujar a Lucho, el por qué estaba dirigida hacia mí, el por qué Xaragon nos quiso matar...
El abuelo lo interrumpió tomando el brazo de su nieto.
—Seguramente tenés muchos puntos más sin conectar. Tené paciencia y escuchame. En la década del 70 yo fui el Centinela de Chichén Itzá. Recibí un mensaje de los seres del otro lado de la Puerta, donde me advertían que Xaragon había sido expulsado de sus funciones y además lo habían dejado sin el elemento que le permitía perpetuar la buena salud. Me avisaron de este caso -que fue el primero en miles de años- porque el único Centinela que Xaragon conocía era yo.
—Ya entiendo —exclamó el escritor—. Yo lo conozco como para saber que es un asesino sin escrúpulos.
—Claro que es peligroso y yo temí por mi vida. Pero también temí por la sucesión de mi puesto.
Robin Wood se detuvo en la orilla de un arroyo que nacía en aquellas montañas y miró el escurrir de sus aguas entre rocas lisas y gastadas. Comprendió por qué, después de cincuenta años, había encontrado a su abuelo. El viejo se había dejado atrapar en aquel lugar del mundo para entregarle algo que debía transmitir. Una sucesión. Robin se perturbó y el abuelo comprendió su expresión y pasó el brazo por sobre el hombro de su nieto. Le habló pausadamente, como si cada palabra pesara un quintal.
—Una de nuestras obligaciones es traspasar el puesto de Centinela a un sucesor cuando decidimos dejar el cargo. Cuando presentí que Xaragon me estaba buscando no perdí más tiempo y fui a buscarte.
Robin tosió por la sorpresa y la inquietud. Necesitó tiempo, necesitó saber.
—¿Vos fuiste a buscarme? ¿Cuándo?
—Fue en 1975. En México DF se realizaba la convención internacional de historietas. Un evento muy anunciado por todo el país azteca. Viajé de improviso, escapando por un par de días de la Puerta, para intentar dar con vos. Yo sabía que era difícil encontrarte, que estabas viajando por el mundo. Pero lo vi a Lucho Olivera, tu gran amigo. Me acerqué a él y lo llevé hacia la ciudad maya, porque yo no debía dejar la Puerta sin custodia en el equinoccio. Sabía que Xaragon me ubicaría tarde o temprano y dejé en manos de Lucho el cuidado de algo muy preciado.
—¡La historieta de Nippur! —exclamó Robin.
Urshanabi no se refería a los dibujos. Hablaba de la vasija que había dejado al cuidado de Olivera. Pero no era el momento de que su nieto supiera de eso. Él no debía saber nada sobre las semillas. Aprovechó el razonamiento de su nieto para comentarle sobre la historieta.
—Un mensaje escondido, como vos también lo habías hecho en alguno de tus trabajos. Una especie de código que al ser publicado llegaría a tus manos. Vos te habrías dado cuenta al instante que se trataba del documento que te indicaría cómo llegar a mí.
—Hace treinta años que el Payé me comentó sobre ese documento. Pero ¿cómo es que Xaragon sabía de eso?
—La historia de Xaragon no termina. Él había sido el Centinela de Chichén Itzá. Por eso conoce cada palmo de la ciudad maya, cada recoveco, cada pasadizo. Cuando llegó a las ruinas, yo había escapado de allí pocos días antes. Él tiene un poder de deducción increíble. No le habrá sido difícil averiguar que yo había viajado poco tiempo antes al DF y que había ido a la convención de historietas.
—Entonces —aportó el nieto—, Xaragon dedujo que te habías contactado con alguna persona en esa convención y...
—...logró obtener la lista con los nombres de los artistas que habían estado allí —Urshanabi acotaba completando la deducción de Robin.
—Viajó hacia España, hacia Italia y llegó a la Argentina siguiendo los paraderos de los hombres en esa lista, buscándote entre ellos con la única pista que tenía en sus manos.
Los hombres, abuelo y nieto, transitaron por todo aquel campo de verde primaveral. La casa, las plantaciones habían quedado atrás. Atravesaron pastizales, treparon por enormes rocas, se internaron en el bosque serrano mientras que las montañas y los Terrones -esas rocas gigantescas gastadas por millones de años con formas únicas- los protegían bajo un cielo cada vez más azul.
—Abuelo, decime, ¿cómo es que Xaragon no te buscó en el Uritorco?
—Porque no conoce que aquí hay un acceso. Una Puerta no puede abrirse en cualquier parte, se necesitan coordenadas especiales que sólo los seres interdimensionales conocen.
—Pero, abuelo, hay muchas historias sobre este lugar. Se habla mucho de avistajes extraterrestres, ovnis, y de una puerta dimensional, de una civilización subterránea llamada...
—Erks. Se los llama Erks. Y esas historias dicen verdades. Muchas de ellas están inventadas y exageradas para vender libros y explotar el lugar, pero alguien ha visto la ciudad de los Erks. Y no fui yo quien permitió que alguien llegara hasta la Puerta. Pero seguramente alguno, con mucha energía de bien, los ha visto o se ha encontrado con un Erk.
—¿Los Erks son los seres interdimensionales?
—Sí. Y el nombre Erk proviene de una hermosa ciudad mesopotámica, de altas murallas y que tuvo un rey al que la leyenda más antigua de la historia de la humanidad llamó Gilgamesh.
—¡Uruk! —gritó Robin.
—Uruk era llamada Erech. De ahí su derivación a Erk. Simple, ¿no? Mucha gente encontró en la historia de Erk una comunicación con un más allá que trajo una increíble energía de paz, de curación. Es que en esta zona convergen coordenadas de energía planetaria, y es por eso que la Puerta existe. Yo no sé cómo es que Xaragon no buscó en esta zona, o si lo hizo no me encontró. Xaragon fue por lo seguro, y lo seguro era su lista de artistas que tenía a mano.
—Si vos querías que yo te encontrara, ¿por qué no hiciste publicar la historieta que Lucho dibujó?
—Fue porque me encontré seguro en este lugar y porque no había llegado aún el momento de decidir abandonar esta dimensión. Pero en estos últimos días he sabido que todo se precipitó. Por eso te estaba esperando. Mi tiempo se acaba, Robin. Estoy cansado…
Por un instante, el escritor imaginó una vida sin fin, una vida de siglos. El continuo vivir, el desgaste de tantos dolores, de tanta lucha, de tanto comenzar y volver a construir. Debe existir un límite, pensó
—Claro que sí, abuelo. En cinco mil años hasta las montañas se derrumban.
Los hombres regresaron hacia la casa, y el abuelo le contó el resto de su vida, pero sobre todo le contó sobre su familia, de cómo llegaron a Paraguay y cómo tuvo que abandonar una vez más a los suyos. Tristes historias de amor y renuncias. Urshanabi desplomó su cuerpo sobre una vieja reposera de madera en el patio.
—Debí renunciar a mi vida para comenzar otra con todo el dolor y todo el entusiasmo —tomó aire y suspiró—. Siempre fue así. Sistemáticamente.
Robin apoyó el brazo en el hombro de su abuelo.
—Debe ser el terrible precio por ser eterno —acotó.
El viejo sonrió.
—El tiempo que abarca construir una familia está limitado por el tiempo de la vejez ajena. Es ahí cuando se debe dejar, renunciar con dolor del alma. Pero siempre con el inquebrantable entusiasmo de edificar todo de nuevo. Cuando llegué a este sitio sabía que iba a ser mi último lugar. Después de tu familia no volví a formar otra. El dolor de dejar a mis amados se hizo una carga muy pesada de soportar.
Los ojos de Urshanabi brillaron y miraron lejos, muy profundamente, hacia el cielo azul. Tan azul como solo el cielo cordobés puede pintar.