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Capítulo 41

 

 

“Volver a ser un niño”

 

 

El sol del mediodía comenzaba a calentar la Quebrada de la Luna y los dos hombres, sentados uno al lado del otro, miraron una bandada de pájaros que se dirigía hacia las montañas de laderas verdes y aristas de piedra marrón.

El viejo Urshanabi le habló a su nieto.

—Pasaron cincuenta años desde que abandoné tu familia. Ahora es el tiempo de pasar a la otra dimensión, o… bien terminar mis días en mi querido planeta como un mortal común —giró la cabeza y fijó sus milenarios ojos en los de Robin—. Para poder hacerlo necesito mi sucesor.

Un silencio pesado.

Robin nada podía decir.

Su abuelo prosiguió con palabras sobrecargadas de trascendencia.

—Si aceptás sabrás de muchas otras cosas, y deberás cumplir una misión que conlleva responsabilidades y renuncias. Renunciarás a tu nombre y tendrás que permanecer en el anonimato, guardando con sumo recelo tu nueva función. Pero, por sobre todo, esta función es un acto de  aprendizaje, de suma humildad y de traspasar a otro tanta sabiduría.

Aferró las manos de su nieto.

—Robin Wood, nacido en la colonia agrícola en Paraguay, descendiente de los McLeod, responde con el corazón. TÚ PUEDES PERMANECER VIVO TODO EL TIEMPO QUE DESEAS VIVIR SI ACEPTAS MI PROPUESTA. ¿ACEPTAS SER UN CENTINELA?

Un minuto, una eternidad.

El escritor de historietas sabía que debía afrontar el peso de responder a esa pregunta. Su cabeza funcionaba vertiginosamente, comparando el pasado y el futuro. Se vio viviendo miles de años, proyectándose en la vida de su abuelo, teniendo que escapar ante la primera cana de su mujer, renunciando a la familia y con la fuerza de volver a comenzar.

Robin habló.

—Mi corazón dice que no puede negarse….

Se incorporó y comenzó a caminar sobre pasto y piedra. Estar con su abuelo era lo que había deseado en muchos años de su vida y ése era el momento. Lo que el escritor paraguayo buscó eran respuestas a sus interrogantes sobre los misterios que había en torno a su abuelo. Y las había encontrado. Pero más allá de esas respuestas, lo que realmente Robin Wood deseaba era simplemente quedarse a su lado y volver a ser el niño de la aldea agrícola. Había llegado a Capilla del Monte para completar su historia buscando las respuestas a las preguntas de su vida, pero en ese momento él debía dar la respuesta que cambiaría su existencia por completo. Robin no era un hombre de dar vueltas. Era un hombre de una sola palabra. Sus razonamientos directos y honestos nunca contradijeron su forma de ser. A pesar de ser su propio abuelo, el tan querido y amado, el que lo estaba colocando en la encrucijada de tener que decidir si continuar su vida normal o ser un Centinela, Robin no titubeó.

El abuelo sabía la respuesta mucho antes que su nieto hablara.

—No abuelo, no puedo aceptar ser tu sucesor porque no puedo pagar el precio. Poco comprendo de la función de Centinela pero no voy a poder aceptar lo que me pedís —juntó las manos y apoyó el mentón entre los pulgares. Continuó hablando como si estuviese escondiendo su cabeza entre las manos—. Lo lamento, abuelo. Me desborda la alegría de saber que me estás confiando semejante título, pero no puedo. Simplemente porque no quiero dejar de ser Robin Wood, dejar de ser el hombre que muchos admiran, pero que también muchos detestan —levantó la mirada y miró el cielo—. Será tu hora de dejar esta dimensión, pero no ha llegado la mía —suspiró profundo y volvió a tomar aire—. Si pudieras esperarme...

El viejo lo pensó pero no contestó. Sabía que en cincuenta años Robin no iba a estar en condiciones físicas de comenzar a ser un Centinela, si llegara. Él amaba a su chiquillo de sesenta y un años, mas no podía obligarlo. La decisión debía ser tomada con el corazón y Robin había respondido exactamente con eso, con un corazón honesto.

Robin quebró en un llanto manso y silencioso.

Los hombres deberían medir la virilidad con sus propias lágrimas.

Estaba en paz, y ya sabía el por qué. Se acercó al viejo y con una sonrisa lo sacó de su reposera.

—Vení inmortal. Dame un abrazo.

Urshanabi, nacido en las riberas de un río llamado Buranunu y Robin Wood nacido cerca de un río llamado Paraguay, se unieron en otro abrazo sobrecargado de tanta energía que el césped que estaban pisando cambió su color por amarillo. Y es hasta el día de hoy que los nuevos brotes crecen con colores cálidos. 

 

 

Robin no regresó ese día, ni el siguiente. Se quedó con su abuelo todo el tiempo que necesitó, sin apuro, sin límites ni calendario, por el sólo hecho de estar allí, de vivir. Dejó a un lado toda esa cosa demasiado solemne como la trascendencia de la inmortalidad o de funciones de guardián de puertas interdimensionales, para simplemente disfrutar lo que había atesorado desde niño: el estar con su abuelo. Pasar días enteros en su compañía, seguir escuchando sus historias, volverse a maravillar con las memorias de miles de años, seguir aprendiendo y creciendo.

Dejó el vehículo todoterreno bien estacionado en el garage de la casa para olvidarse de manejar y volver a caminar cargando tan sólo un morral colgado sobre sus hombros. De sol a sol, abuelo y nieto no desperdiciaron un solo minuto. Comenzando el día bien temprano, recibiendo los primeros rayos del día asomando detrás de las montañas y mojándose los pies con el rocío de las frías mañanas. Caminando kilómetros bajo ese sol que comenzaba a calentar tierra y aire, transpirando la espalda y cansando a un Robin desacostumbrado a marchar por tierra dura. Las puestas de sol en la galería de la casa, entre mates e historias, mirando cambiar de color a las montañas. Llegando la hora del anochecer, junto con el aroma inconfundible de leña, de salamandra. Un perfume de fuego y madera cubriendo el valle como emanado de un gigantesco sahumerio. Momento para ir en busca de un pulóver de lana,  que abrigue cuerpos cansados.

Muchos momentos de amigos. No habiendo horarios para vecinos. Es igual a la mañana o durante la inesperada visita en un mediodía, para invitar con lo que haya para comer sobre viejas mesas de madera y sillas, si las hay. Empanadas, el pan del horno recién salido, el vino. Una guitarra, dos voces, y cuatro bailando una zamba. Largas veladas en la noche, con un fuego que se va apagando, con las estrellas que nunca dejan de brillar, con la luna encantada de pertenecer al valle. Con las risas, charlas de campo, de fútbol, la música de folklore saliendo de una vieja radio, un bostezo, un adiós compadre hasta mañana. La vida en las sierras es simple, con la dureza de convivir con uno mismo y saber soportar la soledad y muchos fríos.

Robin Wood endureció sus manos con el trabajo en el campo de los frutales, ayudando a su abuelo y al paisano que iba a trabajar un par de veces a la semana. Bebió del arroyo que bordeaba el terreno, de aguas limpias y puras. Se ensució más de las veces que se limpió y rió a carcajadas mirando al abuelo jugando con sus perros. Más de una vez se frotó las manos en su cara bajo un sol prepotente para tratar de entender que su abuelo, esa persona que estaba trabajando a su lado con una pala en mano, había sido el mismo barquero de Gilgamesh, cinco mil años ha. Más de una vez se preguntaba qué dirían los vecinos si supieran que convivían con un inmortal. Más de una vez se detuvo frente a la luna y pensó si había tomado la decisión correcta de no aceptar la propuesta. Cuando su cabeza se volvía a llenar de preguntas, simplemente destapaba un vino y con el cigarrillo encendido se sentaba en la reposera de madera contemplando el cielo estrellado. Más de una vez Robin pensaba “No he visto luces extrañas, ni ovnis, ni Erks, ni entradas a otros mundos. Nada. ¿Será verdad la historia de mi abuelo?”. El vino hacía lo suyo y se quedaba dormido. Más de una vez su abuelo lo abrigó con una manta de lana de vicuña.

Pasaron los soles, las lunas, respirando pureza en aquel valle, en aquellas montañas, siempre con la compañía de aves de mil especies, caballos mansos, perros blandos, aguas claras, árboles, primavera y magia que hizo que Robin viviera los días más intensos de su vida. 

 

 

Llegó el día que Robin se fue. Cuando se despidió, lo hizo sin duelo. Él sabía que no lo volvería a ver, pero sabía que su abuelo no iba a morir nunca.

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