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Capítulo 43

Buenos Aires

 

 

“La llamada”

 

 

La ciudad vestía de sábado a la noche. Por la calle Austria marchaba el inconfundible ritual de la procesión de automóviles, uno atrás de otro, sin intersticios, como una imaginaria fila de autitos tironeada por un niño. Las luces de neón brillaban en el pavimento. Personas que iban de aquí para allá, caminando vaya uno saber adónde. La música callejera de la urbe sonaba con su arritmia y melancolía disonante. Frenadas, bocinazos, rumor de motores, un grito, una carcajada, taconeos. Las nueve de la noche de un sábado en pleno Barrio Norte. El hombre observaba aquel espectáculo desde un balcón en un segundo piso. El calor subía desde la vereda y la brisa dibujaba firuletes con el humo de su cigarrillo. Ricardo Luis “Lucho” Olivera disfrutaba ese momento.

 

 

Había vuelto a su departamento por la tarde, llevado por su amigo Robin Wood. Su casa lucía renovada. No había rastros del incendio. Una profunda limpieza se había llevado a cabo, cuidadosamente ejecutada. Ni siquiera el más mínimo vestigio de olor. En cambio se respiraba en el ambiente un aroma a madera proveniente de nuevos muebles. Las paredes habían sido blanqueadas y pintadas con colores claros. No todo se había perdido con la quema. Como salvados por una extraña fuerza protectora, algunos de sus cuadros habían quedado intactos. Su autorretrato lucía con más esplendor. También aquel acrílico ambientado en la Segunda Guerra, con esa larga fila de hambrientos soldados esperando el único plato de comida del día. Aún había que completar el departamento con cortinados, alfombras, y nuevos empapelados. Su amigo se había hecho cargo de la restauración y le prometió que todo quedaría como estaba. Pero Lucho Olivera le agradeció. Todo lo que tenía ahí le era suficiente, no necesitaba nada más. Y no hubo muchas más palabras. Un avión partía a las 17 y Robin debía estar en él.

 

 

Olivera miró la hora. “Ya debe estar volando hacia Madrid”. Aspiró de su cigarrillo y acomodó el pañuelo de seda que recubría su garganta. Un pañuelo que solía usar muy a menudo, aun en los días de calor.

Sabía que su vida estaba fuera de peligro. Durante los días que estuvo escondido en el apart hotel de San Telmo, miró mucha televisión. Temía salir a la calle, hasta que un noticiero informó sobre un hecho de características inusuales en una casa de Barracas. Olivera se enteró de la detención de Humberto Vissi y que Natalia estaba internada pero fuera de peligro. Desde ese momento se tranquilizó y salió a la calle, caminando en paz pero en silencio. No había dado datos sobre su existencia a nadie, hasta esperar a su amigo.

Olivera agradeció el volver a su departamento, pero en realidad poco le importaba si todo aquello hubiese desaparecido bajo el fuego. El valor que le daba a sus cosas había cambiado en forma radical. Muy poco le importaba si sus dibujos originales estaban aún en buen estado, o que libros que habían formado parte de su biblioteca podían leerse. Sus premios, sus recuerdos, todo pasó a formar parte del decorado su vida. Para Lucho, todo aquello cambió de cualidad. “Son sólo cosas” pensaba.

Recorrió con su mano la cadena colgada del cuello y presionó la llave magnética del locker. Lo que sí temía perder era el contenido de esa casilla. Desde el día que habían descubierto la historieta en su placard, el valor de la promesa dada al guía de las ruinas mayas treinta años antes, fue lo que más pesó en su vida. En pocas horas el mundo de Lucho giró en forma vertiginosa, como si una fuerza lo impulsara hasta poner en riesgo su propia vida. Durante todos estos días que había estado solo, no llegó a una razón cabal ni lógica de por qué estaba haciendo todo aquello, de por qué la única meta era volver a encontrar a Lorenzo De Zeballos.

La ley de atracción hizo el resto.

Bajó la cabeza para ver la vereda. Allí abajo, de pie y con la cabeza inclinada hacia arriba, un hombre de abundante cabellera y de larga barba lo miraba, como espiándolo. Lucho Olivera lo observó y sus miradas se encontraron. Ninguno apartó la vista. El hombre en la vereda levantó su mano en señal de saludo. Olivera no se asombró. Esperaba encontrar aquel hombre. En Chichén Itzá, en Iraq, o en la vereda de su departamento, donde fuere. Lorenzo De Zeballos estaba ahí, a tan sólo dos pisos de distancia. El dibujante le devolvió el saludo y le hizo una seña de espera.

Bajó los dos pisos por la escalera, casi corriendo, paso apurado, acelerando el descenso. Se sentía tranquilo, pues todo iba sucediendo como debía ser. Estaba llegando al final de un camino, para comenzar a transitar uno nuevo.

Le abrió la puerta. Su primer gesto fue extender el brazo para estrecharle la mano. El viejo guía de las ruinas mayas sonrió, tomó la mano del dibujante, tironeó y lo abrazó con fuerza. Aquel abrazo fue todo un símbolo, un cruce enérgico que causó el sofocón de Lucho Olivera. Sensaciones de pasado y futuro. De alivio y seguridad. De protección y confianza. Estaba experimentando exactamente la misma sensación que tuvo cuando le tendió su mano treinta años antes: la calidez del bienestar. Todo él estaba en paz. Aquellos días de 1975 en Chichén Itzá retornaron al presente, cuando tan solo contaba con treinta y dos años. Las experiencias mágicas, el misticismo, la inspiración. Los días que habían marcado la inflexión en su vida. Supo en ese abrazo que otro punto de cambio sucedería en su existencia.

Pero no sólo Lucho Olivera experimentó energías de bien. El hombre de barba, que llegaba desde la Quebrada de la Luna, también volvió a revivir las mismas emociones, ratificando que no se había equivocado con aquel artista, uno entre miles de millones.

Cuando se separaron del abrazo, Lucho vio la cara de Lorenzo De Zeballos y compendió que, para el guía de las ruinas mayas, el tiempo no había pasado. Aquel hombre estaba físicamente igual. No se sorprendió. Lo que sí sorprendió al dibujante fue cómo había llegado hasta la misma puerta de su casa. 

—¿Cómo me encontró? —le preguntó

—Siempre supe dónde estaba —respondió el hombre de barba.

Sin perder tiempo, y con la cortesía de siempre, Olivera lo invitó a pasar a su departamento. Subieron los dos pisos sin decir una palabra entre ellos. A pesar de que lo había buscado en forma desesperada, jugándose la vida, ahora estando junto a él, no sabía por dónde comenzar. Al ingresar al departamento, sólo se le ocurrió invitarlo a cenar, aunque Lucho no sentía hambre en absoluto.

—Es hora de comer. ¿Gustaría unas pizzas? Las pediremos…

—Gracias Lucho. Sí, es bueno que comamos algo. La verdad es que no tengo apetito, pero podríamos darnos el lujo de volver a tomar cerveza como aquel mediodía en el DF, ¿recuerdas?

Los dos hombres se sentaron sobre los nuevos sillones. Lucho Olivera no quitaba la vista de aquella persona sentada frente a él.

Un hombre se define por lo que manifiesta, ya sea verbalmente o por expresiones corporales. Por otro lado se define por lo que no manifiesta, por todo aquello que no se ve. Para Olivera, Lorenzo De Zeballos -o Urshanabi como fue el nombre que le dieron al nacer- se definía por todo lo que no manifestaba. Lo que ocultaba era aquello que asombraba al dibujante.

Supo lo que Lorenzo había ido a buscar a su casa, y no contuvo las palabras.      

—Viene a buscar la vasija. No la tengo aquí, pero está en lugar seguro. Sé que viene a buscarla... —repitió el dibujante, mientras sujetaba la llave y la cadena.

El viejo Urshanabi le sonrió. Y dijo:

—Eso es muy bueno, Lucho. Sé que has guardado el secreto. Sí, he venido hasta aquí por eso, además.

—¿Además...? ¿Además de qué?

El antiguo barquero del Buranunu lo miró profundamente pero con una mirada distinta, cargada de fuerza, llegando a ver el espíritu del artista. Lucho Olivera así lo sintió y tomó aire, poniendo derecha su columna.

—He venido hasta aquí —habló Urshanabi— para ofrecerle la eternidad —hizo una pausa, pero sin quitarle la mirada de encima—. Pero antes debe contestarme una pregunta. La respuesta me la deberá dar su corazón.

El dibujante escuchó la pregunta que le quedó grabada a fuego en su memoria. La pregunta se repitió mil veces dentro suyo. No lo podía comprender con precisión, pero aquel hombre sentado ahí le ofrecía el sueño de su vida, un destino que había buscado siempre en sus historias y que plasmó en sus dibujos, sus pinturas y en toda su obra. El sueño del pibe se le hacía realidad. Un pibe de sesenta y tres años.

Aquella noche cálida, de ese sábado de primavera de 2005, fue el testigo y cómplice en silencio de la respuesta afirmativa que Ricardo Luis “Lucho” Olivera dio con el corazón y con toda su alma.

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