
Capítulo 2
Dyna, Zoe, Selena
La música dulce de una flauta poco a poco comenzó a cubrir la terraza, como si desde el cielo alguien hubiera vertido un balde de pintura, tiñendo todo en armoniosos tonos pastel. Quizás la música provenía de otra terraza. O bien podía llegar desde la playa. O bien era el viento que traía esa melodía desde el mar, donde un flautista en una barca intentaba enamorar a todos con el encanto de su música. Y sin saberlo, ese flautista, lo estaba logrando.
En la gran terraza de piso áspero y blanquecino con grandes piedras bien pulidas, Dyna, sentada sola a la gran mesa de madera, doblaba la ropa que esa mañana había lavado y que el sol de la tarde se encargó de secar. Cada tanto levantaba la vista y recorría con su mirada el enorme espacio que se le hacía infinito. Porque ese piso blanco, otras veces gris, se fundía con el azul claro del mar y llegaba tan lejos como el horizonte lo permitía. Ese patio debajo del sol y protegido por un pino tan solitario como añoso, fue testigo de su niñez, de su amor con Cosmo, de correr, jugar y ver crecer a sus siete hijos varones.
Dyna continuaba doblando ropa y sin darse cuenta comenzó a tararear la música que llegaba a sus oídos, que llegaba a su alma. Levantó la vista una vez más y ahí estaba ella, corriendo y jugando como antes lo hicieran sus hermanos. Selena, una niña de cuatro años, corría de aquí para allá persiguiendo vaya a saber quién. Muy probablemente a una amiga invisible, o a alguien que estaba más allá del horizonte.
Dyna la observaba con ese amor que sólo las madres pueden tener. De repente, Selena se detuvo. Se quedó parada y apoyó sus manitos sobre el muro bajo de contención, mirando al mar. Dyna creyó ver que Selena estaba cantando esa canción. Brilla mientras vivas… no sufras por nada… parecía cantar la niña. O fue lo que Dyna creyó, porque era realmente ella misma que lo cantaba sin mover los labios. Entonces ahí, en esa misma baldosa, en esa misma posición en la que estaba Selena, Dyna esfumó la imagen de la niña para que apareciera Zoe.
Su amiga del alma, Zoe, también cantaba mirando al mar en la mañana, cinco años atrás. Pero cantar no podía, ya no tenía fuerzas ni para emitir un simple sonido, ni siquiera intentaba una queja por sus dolores. Zoe estaba sentada apoyando sus brazos sobre su gran vientre protegiendo la vida que acogía allí adentro. Tal como Zoe cuidaba la nueva vida, Dyna la protegía a ella día y noche.
Desde que Nikolaos, el esposo de Zoe, había fallecido en el mar cuando su barco fue destrozado por un tifón, Dyna no la dejó sola. Desde muy niñas fueron amigas. Dyna era más grande, tanto en edad como en tamaño. De los primeros recuerdos que tuvo Dyna en su memoria -ella aseguraba que fue el primero- ocurrió en un atardecer. Ella tenía tres años apenas cumplidos. Estaba disfrutando de la vida en la orilla, mirando una vez más al sol desaparecer en el mar mientras un viento débil revoloteaba sus cabellos dorados trayendo el olor a sal. De repente alguien tomó su mano derecha. Giró la cabeza y tuvo que bajar la vista para verla. Una niña, de unos dos años, la sujetaba con fuerza, como quien se agarra a las cuerdas de un columpio para no caerse. Dyna vio que era su nueva vecina, que ese mediodía había llegado con sus padres al pueblo de la costa. Pequeñita, cabellos negros, ojos azules, piel blanca. Las dos se miraron. El mar me da miedo, le dijo la pequeña. Dyna apretó más su mano. Entonces no me sueltes, porque yo te voy a cuidar. ¿Cómo te llamas? le preguntó. La niña le respondió: Zoe. Hola Zoe, yo soy Dyna. Desde hoy somos hermanas, ¿querés? Una sonrisa interminable se dibujó en la carita de Zoe.
Desde ese atardecer Dyna y Zoe no se separaron. Musicalmente hablando, juntas formaban una armonía perfecta, consonante. Dos notas distintas que armonizaban con afinidad. Dyna la segura, la decidida, la fuerte. Zoe la artista, la sentimental, la pícara, la débil. Mientras jugaban, mientras estudiaban, mientras se enamoraban, mientras se desenamoraban y sufrían desencantos del corazón, mientras reían y bailaban, ellas fueron creciendo. Como en un gran juego de mesa, ellas iban avanzando casilla tras casilla, siempre juntas.
Al comienzo de la primavera en la isla, los pescadores, navegantes, agricultores, maestros, gobernantes, millonarios y mendicantes se reunían en las calles para brindar por una nueva vida. Bailes, cantos, comidas, bebidas, borracheras, todo se fundía en esas fiestas. En una de esas fiestas, Dyna y Zoe conocieron a Cosmo y a Nikolaos. Fue como que ambas se posicionaron en el casillero de ese juego de mesa, en donde estaba indicado ENAMORARSE, y ambas lo cumplieron. Dyna se enamoró de Cosmo, y Zoe de Nikolaos. La fiesta se prolongó hasta más allá del amanecer. Dyna y Zoe cantaron canciones de alegría. Todo el pueblo las escuchó y por mucho tiempo los músicos de la isla comentaron el nuevo sonido que habían percibido. Esa noche Dyna cantó con un tono, mientras Zoe cantaba lo mismo pero en otro tono, formando una sonoridad distinta, pero muy agradable. Sin saberlo, esos músicos habían escuchado por primera vez, la armonía.
La gran terraza del pueblo se vistió de flores. Se perfumó con los mejores aromatizantes. El atardecer y luego la noche regalaron el mejor clima. Fue esa noche perfecta cuando el pueblo festejó la unión de dos matrimonios: Cosmo con Dyna, y Nikolaos con Zoe.
Otra vez habían llegado juntas al casillero donde se indicaba MATRIMONIO.
Pero a partir de ahí, comenzaron a separarse.
Dyna quedó embarazada inmediatamente y nació Akis, su primer hijo varón. Dos años después nació Manos. Zoe amaba a los niños, pero no podía quedar embarazada. Cuando Dyna comenzó a gestar su tercer hijo, todo fue alegría: Zoe por fin quedó embarazada al mismo tiempo que su hermana del alma. Pero la alegría duró un par de meses. Zoe se debilitó y enfermó. Quedó postrada. Su marido Nikolaos, navegante experto y reconocido en casi todo el mar Egeo, llevó a los mejores médicos de Atenas para que pudieran atender a su esposa. Los expertos en medicina poco y nada pudieron hacer. Al cuarto mes Zoe perdió el embarazo. Ella permaneció en cama un mes más, hasta que una mañana pudo levantarse. Apenas abrió los ojos se sintió con fuerzas para moverse, girar despacio y apoyar los pies en el suelo. De repente una mano se extendió ante ella. Era Dyna que había estado con ella, cuidándola, y ahora le ofrecía su brazo para volver a estar de pié. Así funcionaban ellas dos.
Los años poblaron la familia de Cosmo y Dyna. Llegaron los mellizos Kassos y Dionysos. Veinticinco meses más tarde nació Argyris y en menos de dos años, el séptimo hijo varón, Artemios. Durante trece años, seis embarazos. Dyna, también Cosmo, querían una nena pero nunca llegó. Nikolaos y Zoe fueron los tíos de todos esos niños que corrían de acá para allá, llenando la isla de vida, alegrías, gritos, desorden, y hastío de los vecinos. Todos amaban a los hijos de Cosmo.
Cada noche Zoe volvía a su cama, preparaba su camisón de algodón, ordenaba la sala, llevaba el candelabro hacia el dormitorio y espiaba la casa de su hermana. Por las ventanas de la casa de Dyna podía ver corretear a Argyris peleando con los gemelos Kassos y Dionysos. Una casa llena de vida. Luego se acostaba, apagaba de un soplido la vela y quedaba a oscuras en la soledad y el silencio. Los días se repetían calcado uno del otro. Como si la ficha de Zoe se hubiese detenido en una casilla del tablero mientras todas las demás fichas avanzaban. Los viajes de Nikolaos demoraban meses, incluso hasta más de un año. Así era la vida. No sólo la de Zoe, también la de Dyna y de la mayoría de las esposas cuyos hombres atravesaban los mares.
Lo sé. Será una niña.
Las cinco palabras que Zoe le dijo a Dyna iluminaron la playa como si un enorme sol resplandeciera en esa tarde nublada y absolutamente gris. Dyna amplió su sonrisa arrugando cada pliegue de sus mejillas. Abrazó a su hermana con tal fuerza que todo se tornó color. Un gigantesco arco iris se encendió brillante, tan nítido como si algún dios del Olimpo lo hubiera creado con sus propias manos apoyando el arco sobre el Egeo. Llenó de colores la tarde en la orilla y su luz cromática perduró todo el tiempo que las hermanas del alma se mantuvieron abrazadas. Un rayo de sol se coló iluminando la carita de Zoe.
Yo también lo sé, será hermosa, le susurró Dyna con toda la felicidad que poseía. La niña que ella deseó tanto tiempo, al fin llegaría, pero en el vientre de su hermana.
Nikolaos postergó un viaje durante los primeros cuatro meses para ayudar y atender a su mujer. Todos temían que sucediera lo que nadie quería, salvo Dyna. Ella estaba segura que su embarazo avanzaba tan saludable como el canto de un mirlo por la mañana. Y así fue.
Pocos días faltaban para el nacimiento del bebé. Zoe limpiaba su casa, con esfuerzo por llevar una panza enorme, pero no se detenía. Pronto llegaría su esposo, lo iría a esperar al muelle y juntos regresarían a su hogar.
Hola Dyna, ven, entra! No te quedes ahí parada y si puedes ayúdame a limpiar el techo que no llego, le dijo Zoe mientras continuaba barriendo las baldosas. Ni siquiera había visto la puerta de entrada, pero supo que su hermana del alma estaba parada ahí. Dyna caminó despacio y se sentó a la mesa, sin decir una palabra. Zoe observó sus movimientos. Lo supo enseguida. La escoba que sostenía con sus dos manos se desplomó en el piso. Comenzó a temblar. Dyna se incorporó de inmediato y la contuvo. Despacio la ayudó a sentarse en una silla. Se sentaron una enfrente de la otra, se miraron y no se cruzaron ni una palabra. Zoe percibió exactamente lo que Dyna iba a decirle, y eso que su hermana del alma no le había dicho nada. Las miradas hablaron. Las dos, hacía un tiempo, habían descubierto que entre ellas existía algo así como un poder empático. Un sentido extra, casi sobrenatural. Casi que no les hacía falta hablar para comunicarse. El tocarse y verse a los ojos era leer el libro infinito de los pensamientos del otro. Zoe llenó sus ojos de lágrimas. Dyna pasó su mano por los negros cabellos de su amiga y habló en voz alta. Nikolaos se ha ido, pero yo estoy aquí para cuidarte, como siempre lo hice. Nada te va a faltar, le dijo. Zoe no pudo contenerse y comenzó a llorar en silencio mientras sujetaba su gran vientre.
Lloró durante dos días seguidos, y dejó de hablar. De su boca no salió palabra alguna nunca más. Todos decían que había enmudecido por decisión propia. Respetaron su determinación. Solo Dyna sabía la realidad. Zoe no lo hizo por voluntad propia. De repente quedó muda, sumida en el mutismo total. Con la única que podía comunicarse era con Dyna, practicando esa forma silenciosa que habían descubierto, hablando en silencios locuaces.
La salud de Zoe se desplomó. Dyna vivía con ella en su casa, atendiéndola todo el tiempo. Zoe casi no podía levantarse, pero su amiga la obligaba a comer. Le contaba cómo era la vida en la isla, de los barcos que Cosmo construía. Le contó que estaba preparando uno bien grande, para navegar por todos los mares y que lo llamaría “Zoe”.
Fue una madrugada en la que Dyna se despertó por los ruidos que venían de la cama de Zoe. Ella se agitaba y gritaba en silencio. Dyna se dio cuenta inmediatamente que iba a parir. El parto se había adelantado. Preparó todo ella sola. No pidió ayuda a nadie, pues después de siete nacimientos sabía el trabajo de parto a la perfección. Mentalmente le dijo a Zoe que se quedara tranquila, que respirara profundo… Zoe estaba débil… muy débil.. pero en ningún momento dejó de empujar. Al ver la cabeza del bebé, Dyna la sujetó y no la soltó. En un momento,tuvo a la niña en sus brazos. Dyna la miró y luego levantó la vista para ver a Zoe. Ella estaba exhausta, apenas despierta.
Dyna entonces habló en voz alta: Llegó Selena, tu hija.
Zoe apenas abrió los ojos y por primera vez en muchos, pero muchos días, sonrió. Dyna, despacio, apoyó el bebé sobre su pecho. Zoe intentó incorporarse, y su amiga la ayudó colocando enormes almohadas en su espalda. Fue el momento en el que Zoe abrazó a su hija. Fue entonces cuando, en voz alta, dijo la última palabra que Dyna escuchara: “Selena”.
Así quedaron abrazadas madre e hija un momento imposible de medir. Selena, recién nacida, respiraba con tranquilidad. No lloró ni se quejó.
Una mano de Zoe se desprendió de su beba, y tocó a Dyna. Las dos hermanas se miraron a los ojos. Las palabras de Zoe llegaron nítidamente a la mente de Dyna. Debo irme, hermana… ya llegó mi momento… nada puedes hacer… Nikolaos está aquí a mi lado y me iré con él, dijo Zoe y continuó. Me he quedado hasta aquí para que Selena llegara… Las dos sabíamos que ella nacería fuerte… las dos elegimos su nombre… y aquí está…. Dyna, hermana mía… la niña que tanto has deseado… está aquí… es tuya… cuídala. Al terminar, Zoe, con toda la fuerza que le quedaba en vida, levantó los brazos para darle la niña a su hermana. Dyna, que no podía contener el llanto, tomó a Selena. Zoe fue lo último que vio y cerró los ojos para siempre, con una sonrisa de paz.
La imagen del recuerdo se disolvió lentamente y el sonido de la flauta de pan se hizo más fuerte. Ahí estaba Selena, con sus cuatro años, escuchando y cantando esa canción. Mi amada Zoe… mi hermana… pensó Dyna. Zoe, un nombre exacto, porque Zoe significa vida. Y vida es lo que has traído.
Acompañando el canto de Selena, Dyna cantó con ella el Epitafio de Seikilos. “No tengas miedo, que la vida dura poco.”